Rasero
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Rasero

o El sueño de la razón

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Rasero

o El sueño de la razón

Descripción del libro

El protagonista de esta novela es Fausto Rasero, un ilustrado español que tras codearse con personajes famosos del Siglo de las Luces, como Diderot, Voltaire o Robespierre, escribe un aplastante y contundente tratado moral al que titula Por qué os odio, donde critica con ferocidad los soberbios sueños de la razón

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074452150

VIII
Robespierre

París. Mayo, 1794
–¿El ciudadano Fausto Rasero?
No gustó al teniente el aspecto que tenía el anciano que se acercó a la mesa. “Es un maldito aristócrata”, pensó. El militar tenía buen olfato porque, en realidad, la indumentaria del viejo no tenía nada de aristocrática. Vestía un sobrio traje negro con pantalones, una camisa blanca, muy limpia, abrochada al cuello y sin corbatín. Empero, su cabeza calva, que intentaba mantener enhiesta, su rostro amarillento y surcado de arrugas y, sobre todo, sus ojos negros, espaciados y brillantes, que parecían estar viéndolo a través de su persona, irradiaban esa elegancia, esa maldita altanería de los nobles que el teniente conocía muy bien. “Sin duda es un noble. Solamente le faltan esos ridículos calzones”, insistió.
–El ciudadano Robespierre lo atenderá cuando tenga tiempo –dijo con hosquedad–. Espere allí. Señaló con los ojos una banca que se encontraba junto a la pared.
La banca, sin respaldo, de madera rústica casi sin cepillar y mucho menos barnizar, hacía un curioso contraste con el muro que tenía detrás. Éste era muy alto, pintado de color azul celeste y decorado con preciosas molduras de yeso cubierto con hoja de oro. En el centro podía verse la huella de un gran cuadro que estuvo colgado allí durante mucho tiempo. Ése era apenas uno de los tantos contrastes que vio Rasero nada más entrar en las Tullerías: sobre el piso de mármol, muy pulido, formado de lajas coloridas dispuestas con gusto exquisito en formas geométricas, donde no hacía mucho caminaban señoras elegantes con sus amplios vestidos de sedas y satines crujientes y sus fantásticos peinados que lanzaban los cabellos pintados de blanco a alturas inconcebibles y que recibían, además, aferrados al tocado mediante quién sabe qué arte, frutos, flores y adornos en cantidad suficiente para surtir un mercado; caballeros hieráticos, con sus pelucas blanquísimas y empolvadas, sus trajes brillantes, cuajados de holanes y bordados; lacayos y ujieres aún más elegantes que los propios caballeros, con sus libreas bordadas de oro y plata, que se deslizaban como fantasmas para atender a los señores... Ahora, en cambio, deambulaban sobre esos mismos pisos soldados rústicos uniformados de azul y blanco con su escarapela tricolor prendida del sombrero o, mejor aún, de la faja que ajustaba sus pantalones. Muchos de ellos habían sido, hasta hacía poco, oficiales o aprendices de mil labores, que veían pasar su existencia bajo el techo de un taller o el sol mustio de París. Estaban también los políticos, la mayoría vestidos con sobriedad: de traje negro con pantalones, camisa blanca y su orgullosa escarapela sobre el corazón. Casi todos eran oscuros abogadillos de provincia; todavía podía olerse en sus ropas el aroma agrio y rancio de las notarías empolvadas, de las bibliotecas de pueblo o de alguna sórdida oficina de comercio. También estaban, por supuesto, las mujeres de la Revolución. Altaneras y gritonas, iban y venían, como antes lo hacían los lacayos, de un extremo a otro del recinto, alborotando a su paso como gallinas cluecas. Algunas se miraban en un espejo enorme de marcos dorados que milagrosamente permaneció en su sitio. Allí, acicalaban el pañuelo o el gorro frigio que cubría sus cabezas; con los dedos humedecidos por la saliva, se peinaban las cejas para que lucieran aún más altivos sus ojos furibundos; luego, daban un pequeño jalón hacia abajo al escote de sus blusas blancas, para que dejaran ver mejor las duras carnes que envolvían.
Como ocurrió con las personas, también cambió el mobiliario de palacio. Desaparecieron las graciosas salitas, los imponentes comedores, las grandes vitrinas, los pesados pianos, las coquetas camillas. La austeridad revolucionaria se asentó implacable en el recinto: los únicos muebles que ahora podían verse eran mesas de trabajo, cuadradas y sin gracia, que pululaban, junto con las incómodas sillas y bancos, como las castañas en otoño; pareciera que los antiguos abogados no pudiesen pasársela sin sus escritorios, sus tinteros y sus archivos. ““El fastuoso palacio de los Borbones se ha convertido en una gigantesca notaría”, pensó Rasero. Aunque el espíritu militar también se dejaba sentir: banderolas y estandartes de las gloriosas legiones que detuvieron a los austríacos en el Rhin o hicieron volver atrás a los ingleses en Tolón se recargaban en los altos muros. Bajo ellas, como en un altar, enjambres de fusiles, apoyados sobre las culatas y amarrados en las bayonetas, parecían leña de hoguera para el holocausto.
La Revolución estaba en todas parres. Pero, sobre todo, en los muros: allí donde antes colgaba un gran retrato de Enrique IV, joven y meditabundo, quizá decidiendo si aceptaría París a cambio de una misa, ahora se veía un gran cartelón. En su centro, desplegadas en díptico, como si fueran las tablas de la ley, dos gruesas hojas eran soportadas por sendos ángeles, quienes de celestiales no tenían nada; bastaba con verles el rostro: eran idénticos a los chiquillos que jugaban en las aguas del Sena. En las hojas, con letras grandes y claras, marcando cada párrafo con unas capitulares más barrocas que aquéllas de las biblias de Gutemberg, podía leerse la Declaración de los Derechos del Hombre. El CITOYEN, en grandes letras, vigoroso, que había encima, invitaba a leer las tablas. Así, todos los viejos cuadros fueron sustituidos por carteles como éste, ampulosos y bastante cursis, que recordaban el glorioso asalto a la Bastilla; la toma colérica, definitiva, de las Tullerías; las imborrables jornadas de agosto del 92, o por aquel que, didáctico, listaba los nombres de los meses y los días del absurdo calendario de la Revolución.
Rasero no acertaba a decidir cuándo había sido peor este palacio –y este mundo–. Si cuando estaba poblado de petimetres farsantes y corruptos, de señoritas frívolas y vacuas, o ahora que bullían en él milicianos analfabetas, marchantas de los mercados y abogadillos ambiciosos. No se encontraban aquí los hombres justos, sabios, buenos; aquellos soñadores de uno y otro bando que lucharon sinceramente por un mundo mejor. Ellos no entraron a las Tullerías. Desfilaron, en cambio, por la Plaza de la Revolución –allí mismo, donde Gabriel rodeó al vicio con cuatro virtudes– para que les cercenaran la cabeza. Rasero sintió un escalofrío al pensar en esto último porque, al fin y al cabo, estaba allí, aguardando a que lo recibiera el hombre más poderoso de Francia, para abogar ante él por la vida de su querido Antoine Lavoisier, quien podía verse ya, con toda nitidez, bajo la sombra siniestra de la guillotina...
***
Era el verano del 83. Un grupo de eminentes científicos se hallaban reunidos en el gran laboratorio que Antoine Lavoisier había instalado en el Arsenal, del cual era responsable. Como un buen director teatral, que antes de estrenar una obra ha revisado minucioso todos los detalles: la voz y el ánimo de los actores, el vestuario, la escenografía, la iluminación, los tramoyistas y hasta el uniforme de los ujieres de la entrada, así Lavoisier, auxiliado por Marie–Anne Pierrette, su fiel esposa y compañera, había preparado la demostración hasta en el último detalle. De hecho, tenía bastante de teatral todo aquello. Pero Antoine sabía muy bien que así lo exigían las circunstancias: la competencia entre los químicos británicos y él era feroz. Muchas ideas, muchos experimentos que a nadie se le habían ocurrido en más de cien años, empezaron a poblar las mentes y los laboratorios de varios sabios al mismo tiempo. En lugares tan distantes como Suecia, Escocia y Francia, y casi simultáneamente, tres hombres realizaban la misma experiencia, sabedores de que con ello estaban revolucionando la química, pero todavía ignorantes de lo que hacían sus lejanos colegas. Después venían las publicaciones y, con ellas, los celos, las peleas, las ofensas. Pérfido, el saber que se negó a revelarse durante siglos se ponía de repente al alcance de varios hombres a la vez.
Por eso Lavoisier estaba haciendo así las cosas; no quería que se repitiera el doloroso altercado que tuvo con Scheele a causa del oxígeno. Antoine se había portado mal, y lo sabía. Egoísta y timorato, cuando publicó las memorias de su experimento, ocultó el contenido de unas cartas que le había enviado el sueco. Lo que estaba escrito en esas cartas era definitivo; con toda justicia debía atribuirse a Scheele el descubrimiento. “Aunque el hombre en realidad no sabía lo que estaba descubriendo –se decía Lavoisier para paliar su conciencia–. ‘Aire desflogistizado’, llamó al oxígeno, incapaz de liberarse de esa vieja teoría. Si bien yo no descubrí el oxígeno, sí expliqué lo que su descubrimiento significa para la ciencia. Y esto, a fin de cuentas, es lo que importa...” Con la demostración que estaba a punto de realizar, no iba a ocurrir lo mismo. Los prominentes hombres de ciencia que estaban allí reunidos –entre los que se encontraba (en absoluto por casualidad) el doctor Charles Blagden, un influyente científico inglés, que no tardaría en convertirse en secretario de la Royal Academy of Sciences– atestiguarían de manera irrefutable que era él, Antoine Lavoisier, el único descubridor de la naturaleza química del agua, no obstante las importantes aportaciones que había hecho el doctor Cavendish en la comprensión del fenómeno.
Por fin, Lavoisier, solemne, prologó la función:
–Señores, van a tener ustedes el privilegio de ser testigos de uno de los fenómenos más fascinantes que han ocurrido en esta, valga la redundancia, fascinante ciencia que es la química: la síntesis del agua. Con cierta nostalgia, debo advertirles que este viejo elemento, que fue concebido por primera vez en la aguda mente de Tales de Mileto, y cuya naturaleza permaneció indiscutida durante muchos siglos, sin que ni siquiera talentos tan brillantes como el del doctor Robert Boyle (a quien debemos la noción moderna de elemento, entre muchas otras cosas) hayan sospechado su verdadera composición. El agua, amigos, no es un elemento, es la síntesis de dos sustancias, éstas sí elementales, que se manifiestan como gases ligeros, incoloros e inodoros, cuando están en su estado libre. En cierta forma, se aproximó más a la verdad de los hechos el discípulo de Tales, el también jonio Anaxímenes, cuando afirmaba que el aire era el elemento fundamental en la naturaleza. Por supuesto que no lo es, hoy lo sabemos muy bien; más no deja de tener cierta poesía el hecho de que sean gases (“aires”, les llamaban hasta hace poco), los que forman esa sustancia maravillosa, absolutamente imprescindible para la vida, que es el agua...
El doctor Blagden miraba escéptico a Lavoisier: “¿Para qué tanta historia? –pensaba–. El doctor Cavendish ha hecho este experimento muchas veces...” Después del prólogo, Lavoisier presentó a los actores un trozo de zinc, un puñado de cinabrio, aceite de vitriolo, una potente lupa, un generador electrostático y, como primerísima actriz, su magnífica balanza. La escenografía la formaban varios matraces, retortas y aparatos para recoger gases por desplazamiento de agua. Auxiliado por su esposa, el químico puso en acción a sus protagonistas: el zinc burbujeaba alegre al recibir el ácido y el gas que desprendía, poco a poco, desplazaba al agua del recipiente. Por otro lado, dentro de un capelo de vidrio, el cinabrio se retorcía y chamuscaba al recibir el intenso haz de luz de la lupa; el vapor que se desprendía era, como aquel que provenía del zinc, recogido en otro recipiente. Cuando el metal desapareció y el cinabrio se convirtió íntegramente en mercurio, taparon cuidadosamente los matraces que contenían los gases. Empleando un ingenioso sistema de tubos de vidrio, Marie–Anne mezcló ambos gases en un solo recipiente y lo llevó a la balanza, dejando en uno de los platillos la tara que atestiguaba su peso. Por último, Lavoisier provocó una chispa en su interior mediante el generador electrostático. Entonces, una imponente explosión remató el drama. El recipiente que había contenido los gases mostraba ahora gotitas de rocío en sus paredes y un minúsculo depósito de agua pura en el fondo. Como epílogo, se llevó a la balanza el matraz con el agua recién obtenida, donde la tara, muy disciplinada, indicó que su peso era idéntico al de los gases originales. Los asistentes no pudieron menos que aplaudir con entusiasmo. Lavoisier, modesto, recibía el homenaje inclinando suavemente su torso.
–Ahora, señores, les suplico que estampen su firma en este documento –dijo al tiempo que mostraba una libreta–. Lo que está escrito arriba no es sino una descripción de lo que acaban de ver. Sería muy dichoso si con sus firmas atestiguaran lo que ha ocurrido en este memorable día.
Los hombres asintieron, aunque Blagden y Rasero de muy mala gana. Cuando llegó su turno al malagueño, apenas dibujó un garabato en el papel. En realidad estaba muy molesto. No comprendía por qué Lavoisier hacía tanto sainete por un experimento que, aunque sin duda muy importante, ya era bien conocido por todos: hacía mucho tiempo que Cavendish lo había reportado. A Rasero le preocupaba esa actitud de Antoine, siempre tan ambicioso de gloria, tan anhelante de la posteridad. No era la primera vez que veía a su amigo actuar de manera poco digna con tal de arrebatar méritos a sus colegas, con la misma avidez con que arrebataba sus ganancias al pueblo trabajador de París. Quien no soportó la situación fue Blagden, y dijo en voz alta lo que estaba pensando Rasero:
–Ha sido muy interesante esta demostración, monsieur Lavoisier. Aunque, a decir verdad, no alcanzo a comprender el motivo de tanta exaltación. Con todo respeto, me permito recordarle que todos los que estamos aquí reunidos sabemos muy bien que esta demostración la realizó con éxito el doctor Cavendish hace ya varios años.
Marie–Anne miró con odio al inglés. Pero Antoine sonrió sereno; hacía largo rato que esperaba esta observación, para la cual tenía preparada una respuesta impecable:
–Comprendo perfectamente su inquietud, monsieur Blagden. Por supuesto, yo también conozco los experimentos del doctor Cavendish. Es más, me atrevería a decirle que antes que él, el doctor Priestley había sintetizado el agua, y aun el doctor Mayow reporta este experimento, el cual realizó hace más de cien años. Pero eso no es lo que importa. El meollo del asunto estriba en lo que les expliqué al principio y en la corroboración de la masa final del sistema que hicimos al concluir la experiencia. Permítanme recordarles que, si bien el doctor Cavendish ha logrado sintetizar el agua, jamás, ¿me escuchan?, jamás ha indicado (porque, como se los demostraré, no podía hacerlo) que el agua sea un compuesto. El doctor Cavendish, y usted lo sabe muy bien, míster Blagden, no ha logrado librarse de la Teoría del Flogisto y, dentro de esta teoría, el experimento que realizamos tiene una explicación muy lógica (aunque viéndolo desde otra perspectiva, no puede ser más disparatada): el oxígeno no es otra cosa más que “aire desflogistizado” (nos dice la teoría), y el gas producido por el zinc es, simplemente, “agua intensamente flogistizada”. Al entrar en contacto ambos gases, nada más natural que el primero tome el flogisto del segundo (lo cual se manifiesta en el intenso calor desprendido), mientras este último, libre ya de flogisto, vuelve a su condición original de agua. el agua, pues, sigue siendo un elemento. No obstante, la teoría cojea en varias partes (de ahí la importancia de los cálculos de masa que hemos realizado): recuerden que, según la Teoría del Flogisto (y éste es uno de sus principios fundamentales), el flogisto debe tener una masa negativa; sólo de esta forma se explica el incremento de peso de un metal al ser calcinado: al perder flogisto, paradójicamente, el metal gana masa, pues ésta actuaba en sentido inverso a las masas ordinarias (y llaman “científica” a esta teoría, ¡por Dios!). Pero volvamos a lo nuestro. Si el gas del zinc fuera efectivamente agua flogistizada, al perder su flogisto cuando se combina con el oxígeno, debería irremediablemente de aumentar de peso, como ocurre con los metales. Dejé bien demostrado (y esto lo hice yo, no Cavendish, ni Priestley, ni Mayow, ni nadie más) que no hay variación de masa durante el fenómeno. Esto demuestra, sin dejar lugar a dudas, que el oxígeno es un elemento, el gas inflamable (o hidrógeno, como le llama Cavendish) es otro, y que juntos componen el agua. Me permití invitarlos a esta reunión, porque sé que tienen el talento suficiente como para comprender las enormes implicaciones que tiene esta demostración original, sí, original, para la teoría de la química.
A los asistentes no les quedó otro remedio más que volver a aplaudir. “Esta fue la verdadera obra”, pensó Rasero cuando escuchó a su amigo, y no pudo menos que sentirse arrepentido por haber firmado de esa manera el documento que atestiguaba el suceso. Su nombre quedaría ilegible para siempre al lado de los de Blagden, Laplace, De Vandermonde, Fourcroy, Meusnier y Legendre, en un documento que, ahora comprendía, sería histórico.
Los hombres, satisfechos, abandonaron el laboratorio. Menos Fausto Rasero, quien se quedó para ayudar a Marie–Anne y a Antoine a recoger los instrumentos... y para decirle a su amigo algo que lo venía preocupando desde hacía varios días.
–¿Qué te pareció, Fausto?
–Estupendo. Debo reconocer que al principio reaccioné igual que Blagden. Pero, ni hablar, me has convencido; y creo que a él también, aunque le pese terriblemente a su orgullo anglosajón.
–Es muy cierto –dijo contenta Marie–Anne.
–Lo que no me parece nada bien, con toda franqueza, es el otro proyecto en que estás metido, Antoine –Lavoisier lo interrogó con la mirada–. Me refiero a la maldita muralla. ¿De dónde sacaron esa idea? Antoine, te estás volviendo más impopular entre los parisinos que el Malamado en sus peores momentos. Mira esto –le enseñó un papelillo impreso que estaba circulando como calderilla entre los habitantes de París:
Pour augmenter son numeraire
Et raccoucir notre horizon
La Ferme a jugé nécessaire
De nous mettre tous en prison...
–Sí, ya lo conocía. Y conozco otros mucho peores. En uno de ellos, sugieren que se inaugure la muralla colgándome de una de sus barreras –dijo, sonriente, Lavoisier.
–Pues yo no le veo la gracia. Es un proyecto descabellado, Antoine. Se van a echar encima a todo París...
–¿No decías que ya me aborrecen?
–Esto va a ser mucho peor. Te estás arriesgando a que te acuchille un fanático. No están los tiempos para jugar con la paciencia del pueblo. Tú sabes muy bien lo presionados que están; su malestar crece como la espuma.
–¡Ah, qué ingenuo eres, Fausto amigo! Nunca, ¿me escuchas?, nunca habían sido tan prósperos los burgueses de París y de toda Francia como ahora. No tienes idea lo que han crecido sus ganancias en los últimos años...
–¿Entonces el malestar que se siente apenas sale uno a la calle es obra de mi imaginación?
–Por supuesto que no. Lo que ocurre es que los burgueses están haciendo un juego muy pérfido, perverso, diría yo. Ellos se han enriquecido como jamás lo habían soñado; pero han tenido mucho cuidado de no compartir su riqueza con el Estado, el cual día con día es más pobre. Y es el Estado el que carga la responsabilidad de regular los precios, de asistir a los pobres y de hacer las obras públicas. Ése es el origen del malestar: un Estado empobrecido que, por si fuera poco, lleva a cuestas el enorme lastre de una corte ociosa, parásita e increíblemente despilfarradora. Un Estado así no puede, obviamente, cumplir sus compromisos con el pueblo...
–Pero... –balbuceó el malagueño. Era su espíritu español, tan proclive a discutir, a no estar nunca de acuerdo con su interlocutor, el que puso el “pero” en sus labios. Sin embargo, su razón le dijo que se callara, que lo que estaba diciendo su amigo era justo e inteligente.
–Por eso decidimos levantar esa muralla. El contrabando en París es escandaloso. Las mercancías y los dineros entran y salen de la ciudad como les viene en gana. Esto nos afecta a nosotros los granjeros, por supuesto; pero también afecta al Estado, que ve enormemente menguados sus ingresos, y a los pocos comerciantes honrados que cumplen con sus pagos....

Índice

  1. Title Page
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. Índice
  5. I. Diderot
  6. II. Damiens
  7. III. Voltaire
  8. IV. Mozart
  9. V. Mariana
  10. VI. Madame Pompadour
  11. VII. Lavoisier
  12. VIII. Robespierre
  13. IX. Goya
  14. Reconocimientos