Nuevas líneas de investigación
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21 relatos sobre la impunidad

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Nuevas líneas de investigación

21 relatos sobre la impunidad

Descripción del libro

Un grupo de escritores indaga en crímenes de la realidad inmediata, que a juzgar por el descontento general no han sido esclarecidos de manera satisfactoria. El resultado abarca tres sexenios: del fraude electoral de 1988 al momento actual. La aparición del EZLN, los asesinatos de destacados políticos del partido oficial, los errores de diciembre, el sospechoso auge del narcotráfico, la presencia de espías extranjeros, la llegada de un presidente de oposición e incluso las responsabilidades en la masacre de Tlatelolco se convierten en el material de 21 relatos que contradicen la versión oficial y proponen nuevas líneas de investigación para crímenes políticos. Así, la realidad se enfrenta a los rumores, las dudas, los cabos sueltos e incluso a las pesadillas que ella misma generó.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074453225

El crimen de Oventic

JORGE VOLPI
El 26 de diciembre de 1988, unos meses después de las cuestionadas elecciones federales del año pasado, el líder cardenista chiapaneco Tomás Lorenzo fue asesinado en el municipio de Oventic, Chiapas. A invitación del nuevo Procurador General de la República, al día siguiente se creó una comisión de intelectuales con el objetivo de supervisar la investigación del caso. El 20 de mayo del presente, por mayoría de votos de tres contra uno, los miembros de la comisión decidimos dar por concluidas nuestras tareas.
Oventic, Chiapas, 5 de enero de 1989. Afirmar que las condiciones de vida en este pueblo son inhumanas supondría emplear un tibio eufemismo. Tras recorrer un camino de terracería a lo largo de cuatro interminables horas, y derretidos por un sol impasible ante la existencia del invierno, el improvisado jeep que a regañadientes nos proporcionó el gobierno estatal al fin nos depositó frente a lo que parecía una azarosa combinación de ladrillos, zanjas y matorrales. “Bienvenidos a Oventic”, exclamó Ramiro, nuestro chofer, oriundo de otro pueblo de la región de las Cañadas. Y, en efecto, eso parecía ser todo Oventic: las casuchas se amontonaban sobre el árido paisaje sin ningún orden, como si el calor impidiese toda simetría. Ni siquiera valía la pena preguntar si había luz eléctrica o agua corriente; para satisfacer sus necesidades, los dos mil habitantes de la comarca necesitan caminar durante media hora hasta un ojo de agua que sólo dios sabe por qué no se ha evaporado. Incluso los niños y los ancianos parecían acostumbrados a su destino: aunque suene a lugar común, en los rostros de cada uno de ellos relucía una sonrisa mustia, como si no estuviesen al tanto de la marginación que sufren desde hace cinco siglos.
–¿Dónde vamos a pernoctar? –preguntó Ernesto Zark al confirmar su temor de que en la localidad no hubiese hoteles de cinco estrellas.
Para aumentar su disgusto, la única escuela primaria de la zona, donde se suponía que debíamos instalar nuestras improvisadas oficinas, se hallaba en un estado tan lamentable como el resto de las construcciones. Según nos refirió doña Yolanda Garrido, la prematuramente envejecida directora de la institución, su techo se desplomó tras un incendio en mayo de 1977; desde entonces ella solicitó una y otra vez los fondos necesarios para su reparación pero el asunto, según le confirmó en fecha reciente un funcionario del gobierno estatal, aún seguía sujeto a trámite.
–Tomás fue profesor de esta escuela por varios años –nos contó doña Yolanda con orgullo–. Antes de irse a hacer la secundaria a Ocosingo.
Si trasladarse a ese espantoso villorrio era un signo de ascenso, las posibilidades de progresar en la comarca debían ser casi nulas. Oventic ha sobrevivido de milagro: a diferencia de otros lugares de la zona, sus habitantes no poseen pastos propicios para la ganadería y, debido a las condiciones climáticas extremas, la siembra se reduce a unas cuantas milpas sometidas a los caprichos de los líderes ejidales. No obstante, a pesar de su completa marginación –ninguno de nosotros había escuchado del lugar antes de la muerte de Tomás Lorenzo–, en Oventic, Chiapas, se reproducen todos los vicios del autoritarismo nacional. E incluso se exacerban. En efecto, el PRI mantiene una absoluta hegemonía en donde se combina la peor tradición caciquil con una corrupción galopante. Miguel Alba, el presidente municipal, controla todos los recursos de la comunidad. Amparándose en una vieja costumbre corporativista, se comporta como un verdadero tirano que no responde más que a sus caprichos y a la lejana voluntad del Señor Gobernador. Al comprobar los niveles de desigualdad y la ausencia de instituciones democráticas, los historiadores han afirmado muchas veces que la Revolución mexicana nunca llegó a Chiapas, pero lo cierto es que aquí nada parece haber cambiado desde la Colonia. Un dato objetivo basta para demostrar el atraso que padece la región: a pesar de que las mujeres están completamente sometidas a la voluntad de sus esposos, de que las expectativas de vida son las más bajas del país y de que se trata de la zona más deprimida de México, en las últimas elecciones el noventa y nueve por ciento de los votos fueron para Alba y para el PRI.
–Lo increíble es que en este infierno pueda haber surgido alguien como Lorenzo –apuntó Monsiváis.
–Yo recomiendo no adelantar juicios –intervino Aréchiga–. Nuestra obligación es ser objetivos.
–Aquí lo único objetivo es la pobreza –le reclamé yo–. ¿Quieres algo más objetivo que esta escuela hecha añicos desde hace más de diez años?
Nuestra discusión fue frenada por la aparición del propio Miguel Alba, quien se presentó de improviso para saludarnos oficialmente, acompañado por un apretado séquito de funcionarios y policías municipales.
–Sean ustedes bienvenidos a éste, nuestro humilde pueblo –nos dijo repartiendo apretones de manos–. Cualquier cosa que necesiten, nomás se la piden aquí a mi asistente, ¿verdad, Camilo?
Camilo Montes, un indígena correoso y bajito, asintió con desconfianza. Luego nos enteramos de que se desempeñaba a un tiempo como encargado de la seguridad de don Miguel y como el jefe de la policía municipal y que era, por tanto, el principal sospechoso del homicidio de Tomás Lorenzo. Era natural que en un lugar como ése ocurriera algo semejante: el propio criminal era responsable de esclarecer su crimen. De seguro su actuación también sería aprobada por el noventa y nueve por ciento de sus conciudadanos. El uno por ciento restante estaba muerto.
–Lo único que necesitamos es que nos permitan hablar con la gente y visitar los lugares donde ocurrieron los hechos –explicó Monsiváis con energía.
–Nomás faltaba –susurró Alba, empalagoso–. Aquí Montes se encargará de que se sientan como en su casa.
–Preferimos movernos a nuestro aire –intervino Zark.
–¿A su aire?
–El señor Zark quiere decir que no necesitamos que don Camilo nos acompañe –tradujo Aréchiga–. Nada personal, pero se trata de un trabajo que debemos realizar por nuestra cuenta, ¿me entiende, don Miguel?
–Ah, pos ahi como ustedes quieran, chingá. Pero si algo se les atraviesa, pues ahí nos avisan.
Después de discutir durante unos minutos sobre lo que debíamos hacer primero –Ernesto Zark insistía en rociarnos con repelente contra insectos mientras Julio Aréchiga le contaba a doña Yolanda un chiste picante–, al fin convinimos en que lo más urgente era visitar el lugar donde Tomás había sido asesinado antes de que a Alba o a Montes se les ocurriese construir una placita en honor de su eterno rival. Cuando llegamos al sitio indicado nos dimos cuenta que era demasiado tarde: la zanja que aparecía en las fotografías que nos mostraron en Ocosingo había desaparecido.
–El terreno cultivable en esta zona del país es muy escaso –nos aleccionó Aréchiga, experto en agrarismo chiapane-co–, así que no podemos culparlos por utilizarlo como zona de siembra. No me parece que haya nada raro…
Nuestro plan inicial había fracasado. Como insinuó Monsiváis, toda nuestra experiencia como investigadores provenía de Starsky & Hutch y el 007, de modo que tampoco podíamos imaginar que realizaríamos grandes progresos de la noche a la mañana. Debíamos recordar que los peritos de la PGR ya habían realizado su trabajo. Los cuatro éramos escritores –los “ángeles de Charlie”, nos llamó un malicioso editorialista– y no nos correspondía actuar como detectives, sino escuchar a las personas que conocieron a Tomás Lorenzo para conocer sus impresiones de primera mano. Eso era todo.
Una vez puestos de acuerdo, no nos quedó duda del paso a seguir: después de refrescarnos con unas cervezas –Zark prefirió darle un trago al whisky de malta que llevaba en su petaca de cuero–, nos dirigimos a la casa familiar de la víctima. Según nos habían dicho, el hermano menor de Lorenzo era de los pocos habitantes del pueblo dispuesto a colaborar con nosotros.
–¿Quieren saber quién mató a mi hermano? –nos espetó en cuanto lo saludamos.
–Para eso vinimos.
Sin saber que sus palabras parafraseaban a un clásico, el joven indígena respondió:
–Pues todo este pinche pueblo de agachados.
Oventic, Chiapas, 6 de enero de 1989. Nunca había visto unos ojos como los suyos. Negros, profundos, impenetrables. Llenos de una silenciosa dignidad. El muchacho no debía tener más de dieciséis años, pero su seguridad y su indignación eran propias de un adulto. Si bien su trato hacia nosotros nunca fue descortés, en ningún momento nos miró con simpatía: en apariencia estábamos de su parte, habíamos viajado cientos de kilómetros desde la ciudad de México con el único objetivo de contribuir a esclarecer el homicidio de su hermano, pero a fin de cuentas éramos ladinos –y, peor aun, intelectuales provenientes de la ciudad de México–, lo cual nos colocaba de inmediato en las filas de sus enemigos.
–No entiendo –le riñó Zark de pronto–, usted piensa que somos sus adversarios cuando lo único que queremos es encontrar a los asesinos de su hermano.
Conteniendo su furia, Santiago Lorenzo no tardó en reaccionar.
–¿Sabe cuántas veces ha venido gente de la capital para prometernos su ayuda? –se le crispaban los puños–. Ojalá pudiéramos vivir de promesas y buena voluntad, porque entonces seríamos ricos, señor. Estamos hartos. Ustedes son los peores: vienen unos días, se pasean entre nosotros presumiendo su bondad, creen que lo entienden todo y se largan muy satisfechos. Luego andan diciendo que son expertos en nuestros problemas. Y al final, como de costumbre, simplemente se olvidan de nosotros…
Monsiváis y yo asentimos, mientras Zark y Aréchiga por primera vez en su larga carrera de desencuentros parecían estar de acuerdo: igualmente ofendidos, se marcharon en direcciones contrarias, dispuestos a escribir los sesudos editoriales que no tardarían en enviar a Proceso, Vuelta o La Jornada.
–¿Cómo vamos a confiar en ésos? –nos dijo Santiago a Monsiváis y a mí–. No somos ningunos pendejos, señores. Sabemos quién es quién.
–¿A qué se refiere? –le pregunté.
–A esos señores que acaban de irse. Algunos sí sabemos leer aquí, aunque no lo parezca. Uno de esos señores, el que se fue por allá –Santiago señaló el sendero de la izquierda–, ese señor, le digo, escribió en el periódico que las últimas elecciones fueron un modelo de limpieza. ¡Si hubiesen sido limpias, yo no hubiese tenido que enterrar a mi hermano! Y Salinas no sería presidente –nos dejó con la boca cerrada–. ¿Cómo vamos a creer que a ustedes de veras les interesa encontrar a los culpables?
–En la comisión hay gente con puntos de vista distintos –le explicó Monsiváis–, ésa es la riqueza de la democracia. Así nadie podrá decir que nuestras conclusiones han sido manipuladas.
–Yo a ustedes dos siempre los he admirado, eso que ni qué. Pero tienen que entender que no puedo creerles. Ni a ustedes ni a nadie.
Santiago tenía razón. ¿Por qué íbamos a ser distintos de los cientos de políticos que les decían una cosa y luego hacían exactamente la contraria? ¿O de esos candidatos que sólo visitaban el pueblo en época de elecciones, los obligaban a votar por el PRI prometiéndoles el cielo y las estrellas, y luego no volvían a aparecer hasta la siguiente elección? ¿O de esos intelectuales que tanto defendían la democracia y la transparencia pero no dudaban en medrar a costa del gobierno? Nos despedimos con una sensación de amargura. Si en realidad deseábamos ayudarlo, teníamos que hacer algo concreto. No podíamos repetir los mismos engaños de siempre. No podíamos entregarle sólo palabras.
A lo largo de los días siguientes –permanecimos dos semanas en Oventic–, Monsiváis y yo hablamos con toda la gente del pueblo. No sólo nos entrevistamos con los diversos actores políticos, sino que procuramos obtener la opinión de los niños, las mujeres, los ancianos… La verdad debía esconderse en esa variedad de voces entrecruzadas, en los testimonios que hilábamos poco a poco, convencidos de nuestra capacidad para atar los cabos sueltos y acercarnos a la verdad.
Nuestro entusiasmo disminuyó con el tiempo. Aunque los habitantes de Oventic no se negaban a platicar con nosotros –el cliché de la hospitalidad campesina se cumplía al pie de la letra–, era evidente que no pensaban decirnos nada comprometedor. Una perversa mezcla de miedo y prudencia les impedía confesarnos sus opiniones. Santiago acertaba una vez más: ¿cómo iban a acusar a alguien en particular sabiendo que nosotros nos iríamos muy pronto y que seríamos incapaces de protegerlos en caso necesario? Arábamos en el aire. Una barrera invisible separaba nuestros respectivos universos. Eran demasiados años de desconfianza, demasiados años de odios y rencores para eliminarlos de tajo.
Uno de los momentos más desagradables de nuestra estancia en Oventic ocurrió durante un encuentro con Miguel Alba y Camilo Montes. Desde que llegamos a Oventic, los dos funcionarios nos mantuvieron bajo permanente vigilancia, inmiscuyéndose en nuestras acciones sin el menor disimulo. Por ello habíamos pospuesto su interrogatorio hasta el último. En cuanto nos recibieron en el palacio municipal –una simple casa de adobe acondicionada como oficina– quedó claro que, a pesar de su zalamería, no tenían la menor intención de cooperar.
–En Tuxtla y en la capital piensan que aquí todo es retefá–cil –se quejó Alba mientras nos ofrecía una copita de aguardiente–. Pues está canijo. Ustedes ya han visto nuestro pueblo. Somos gente honrada, el problema es que nadie nos hace caso. Si tuviésemos más recursos no pasarían cosas como ésta. La gente tendría más esperanzas, ¿cómo les digo?, tendrían más ganas de progresar. Pero así todo vale madres. Y pues la gente se frustra harto. Ustedes ya lo han visto. Y entonces vienen las borracheras, y los pleitos…
–¿A qué se refiere? –preguntó Aréchiga.
–Al alcohol, pues… Una copita no le hace daño a nadie, ¿a poco este mezcalito no está retebueno? La cosa está en no pasarse, porque cuando uno se pasa…
–Yo por eso no tomo –intervino Camilo Montes–. Un policía no se lo puede permitir…
–Camilo tiene harta razón –prosiguió Alba–. Cuando uno se empeda hace muchas pendejadas… Si Tomás no hubiese bebido tanto esa noche, no estaríamos lamentando esta tragedia…
–¿Está usted insinuando que Tomás Lorenzo bebió de más la noche que lo mataron?
–Qué insinuar ni qué nada –espetó Montes–. Estaba hasta las chanclas…
–¿Y por qué eso no viene en el informe? –le cuestioné yo.
–Hombre, ¿a poco a usted le hubiese gustado que se supiera eso de un hermano suyo? Santiago, el carnal de Tomás, nos pidió ser discretos…
–A ver si he comprendido –saltó Monsiváis–. Ustedes afirman que Santiago les pidió ocultar un dato esencial para las investigaciones…
–Pa no perturbar a doña Inés, su madrecita –continuó don Miguel–. ¿Cómo no íbamos a hacerle ese favor? Doña Inés ya está muy mayor, imagínese si también se nos muere… Por eso preferimos no decir nada de eso ni de lo otro…
–¿Lo otro? –era la voz de bajo de Zark.
–Lo de la mujer de Aniceto, pues.
–¿Aniceto? –repitió Zark con su habitual perspicacia.
–Aniceto Cruz, el marido de Lupita.
–Mejor se los cuento de una vez –atajó Montes–. Tomás era muy bueno, pero tenía un defecto… Bueno, dos, si contamos el alcohol… Ya saben a lo que me refiero… Esa noche se tomó unas copas de más y se fue a buscar a la Lupita…
–Que, con su perdón, está buenísima –completó el presidente.
–A la mera casa de Aniceto… El pobre terminó enterándose de todo. ¿A poco usted no se habría encabronado? –me señaló.
–¡Me está usted diciendo que Aniceto Cruz asesinó a Tomás por un lío de faldas con su esposa! –me enfurecí.
–Mire, el problema no es lo que yo le diga o lo que usted quiera creer…
–¿Y entonces cómo demonios sabe usted lo que pasó?
–Mire señor, éste es un pueblo chico.
–¿Y por qué no han arrestado al tal Aniceto? –apuntó Aréchiga con clarividencia.
–Qué más quisiéramos, pero el pobre tuvo un accidente la semana pasada.
–¿Cómo?
–Con su perdón, al muy pendejo se le escapó un tiro mientras limpiaba su pistola. Que en paz descanse…
–¿Se está burlando usted de nosotros? –Monsiváis casi hubiese podido golpearlo.
–Nosotros queríamos contarles la historia desde el principio, pero ustedes no nos dieron chance. Es una pena que hayan perdido todo este tiempo, pero al menos disfrutaron de la hospitalidad de nuestro pueblo, que es retebonito, ¿o no?
Enfurecidos, abandonamos de inmediato la presidencia municipal de Oventic. Era increíble el cinismo con que las autoridades transformaban un homicidio político en un chisme de vecindad. Su versión de los hechos parecía sacada de la peor telenovela. ¿Qué hacer? Por lo pronto debíamos redactar un informe detallado para entregárselo al procurador y a los medios de comunicación. El encubrimiento resultaba tan evidente que tanto Alba como Montes merecían acabar en la cárcel.
Yo me sentía tan indignado que ni siquiera acompañé a mis colegas a cenar en nuestro improvisado albergue. Necesitaba pasear un rato, rumiar a solas mi frustración. Entonces se me ocurrió visitar a Santiago. No ten...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Los Casos
  5. Los Fiscales
  6. Prólogo o proemio
  7. Los Indicios
  8. El error de la memoria
  9. País guadalupano
  10. 24 de abril de 1994
  11. El crimen de Oventic
  12. El guerrillero inexistente
  13. La mañana está bonita
  14. Historias paralelas
  15. Sembrado
  16. Uno termina por acostumbrarse al fuego
  17. Vidas cruzadas
  18. Huesos en el desierto
  19. Cada piedra es un deseo
  20. Presidente por un día
  21. La Era del PRI y sus deudos
  22. El crimen de Acteal
  23. Los Democráticos
  24. El hombre vendado
  25. Tijuana bajo la niebla
  26. Isidore
  27. El Muecas
  28. Memorando de México
  29. Los autores
  30. Nota final