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3 Libros para Conocer Literatura Chilena
- 183 páginas
- Spanish
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3 Libros para Conocer Literatura Chilena
Descripción del libro
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Chilena.
- Sub sole de Baldomero Lillo.
- Martín Rivas de Alberto Blest Gana.
- Desde Júpiter de Francisco Miralles.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Colecciones literariasMartín Rivas
Alberto Blest Gana
Al señor don Manuel Antonio Matta
Mi querido Manuel:
Por más de un título te corresponde la dedicatoria de esta novela: ella ha visto la luz pública en las columnas de un periódico fundado por tus esfuerzos y dirigido por tu decisión y constancia a la propagación y defensa de los principios liberales; su protagonista ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que consagran un culto inalterable a las nobles virtudes del corazón; y finalmente, mi amistad quiere aprovechar esta ocasión de darte un testimonio de que, al cariño nacido en la infancia, se une ahora el profundo aprecio que inspiran la hidalguía y el patriotismo, puestos al servicio de una buena causa con entero desinterés.
Recibe, pues, esta dedicatoria, como una prenda de la amistad sincera y del aprecio distinguido que te profesa tu afectísimo
Alberto Blest Gana.
I
A principios del mes de julio de 1850, atravesaba la puerta de la calle de una hermosa casa de Santiago un joven de veinte y dos a veinte y tres años.
Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a las maneras y al traje de nuestros elegantes de la capital. Todo en aquel joven revelaba al provinciano que viene por primera vez a Santiago. Sus pantalones negros embotinados por medio de anchas trabillas de becerro, a la usanza de los años de 1842 y 43; su levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con grandes picos abiertos, formando un ángulo agudo, cuya bisectriz era la línea que marca la tapa del pantalón; su sombrero de extraña forma y sus botines, abrochados sobre los tobillos por medio de cordones negros, componían un traje que recordaba antiguas modas, que sólo los provincianos hacen ver de tiempo en tiempo por las calles de la capital.
El modo como aquel joven se acercó a un criado que se balanceaba mirándole, apoyado en el umbral de una puerta, que daba al primer patio, manifestaba también la timidez del que penetra en un lugar desconocido y recela de la acogida que le espera.
Cuando el provinciano se halló bastante cerca del criado, que continuaba observándole, se detuvo e hizo un saludo, al que el otro contestó con aire protector, inspirado tal vez por la triste catadura del joven.
-¿Será ésta la casa del señor don Dámaso Encina? -preguntó éste, con voz en la que parecía reprimirse apenas el disgusto que aquel saludo insolente pareció causarle.
-Aquí es -contestó el criado.
-¿Podrá usted decirle que un caballero desea hablar con él?
A la palabra caballero, el criado pareció rechazar una sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios.
-¿Y cómo se llama usted? -preguntó con voz seca.
-Martín Rivas -contestó el provinciano, tratando de dominar su impaciencia, que no dejó por esto de reflejarse en sus ojos.
-Espérese, pues -díjole el criado; y entró con paso lento a las habitaciones del interior.
Daban en ese instante las doce del día.
Nosotros aprovecharemos la ausencia del criado para dar a conocer más ampliamente al que acaba de decir llamarse Martín Rivas.
Era un joven de regular estatura y bien proporcionadas formas. Sus ojos negros, sin ser grandes, llamaban la atención por el aire de melancolía que comunicaban a su rostro. Eran dos ojos de mirar apagado y pensativo, sombreados por grandes ojeras que guardaban armonía con la palidez de sus mejillas. Un pequeño bigote negro, que cubría el labio superior y la línea un poco saliente del inferior, le daban el aspecto de la resolución, aspecto que contribuía a aumentar lo erguido de la cabeza, cubierta por una abundante cabellera color castaño, a juzgar por lo que se dejaba ver bajo el ala del sombrero. El conjunto de su persona tenía cierto aire de distinción que contrastaba con la pobreza del traje, y hacía ver que aquel joven, estando vestido con elegancia, podía pasar por un buen mozo, a los ojos de los que no hacen consentir únicamente la belleza física en lo rosado de la tez y en la regularidad perfecta de las facciones.
Martín se había quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con el criado, y dejó pasar dos minutos sin moverse, contemplando las paredes del patio pintadas al óleo y las ventanas que ostentaban sus molduras doradas al través de las vidrieras. Mas, luego pareció impacientarse con la tardanza del que esperaba, y sus ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada.
Por fin, se abrió una puerta y apareció el mismo criado con quien Martín acababa de hablar.
-Que pase para adentro -dijo al joven.
Martín siguió al criado hasta una puerta en la que éste se detuvo.
-Aquí está el patrón -dijo, señalándole la puerta.
El joven pasó el umbral y se encontró con un hombre que, por su aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión francesa, entre dos edades. Es decir que rayaba en la vejez sin haber entrado aún a ella. Su traje negro, sus cuellos bien almidonados, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metódico, que somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaba que el aseo era una de sus reglas de conducta.
Al ver a Martín, se quitó una gorra con que se hallaba cubierto y se adelantó con una de esas miradas que equivalen a una pregunta. El joven la interpretó así, e hizo un ligero saludo diciendo:
-¿El señor don Dámaso Encina?
-Yo señor, un servidor de usted -contestó el preguntado.
Martín sacó del bolsillo de la levita una carta que puso en manos de don Dámaso con estas palabras:
-Tenga usted la bondad de leer esta carta.
-Ah, es usted Martín -exclamó el señor Encina, al leer la firma, después de haber roto el sello sin apresurarse.
-Y su padre de usted ¿cómo está?
-Ha muerto -contestó Martín con tristeza.
-¡Muerto! -repitió con asombro el caballero.
Luego como preocupado de una idea repentina añadió:
-Siéntese Martín; dispénseme que no le haya ofrecido asiento. ¿Y esta carta...?
-Tenga usted la bondad de leerla -contestó Martín.
Don Dámaso se acercó a una mesa de escritorio, puso sobre ella la carta, tomó unos anteojos que limpió cuidadosamente con su pañuelo y colocó sobre sus narices. Al sentarse dirigió la vista sobre el joven.
-No puedo leer sin anteojos -le dijo a manera de satisfacción por el tiempo que había empleado en prepararse.
Luego principió la lectura de la carta que decía lo siguiente:
«Mi estimado y respetado señor:
»Me siento gravemente enfermo y deseo, antes que Dios me llame a su divino tribunal, recomendarle a mi hijo, que en breve será el único apoyo de mi desgraciada familia. Tengo muy cortos recursos, y he hecho mis últimas disposiciones para que después de mi muerte puedan mi mujer y mis hijos aprovecharlos lo mejor posible. Con los intereses de mi pequeño caudal tendrá mi familia que subsistía pobremente para poder dar a Martín lo necesario hasta que concluya en Santiago los estudios de abogado. Según mis cálculos, sólo podrá recibir veinte pesos al mes, y como le sería imposible con tan módica suma satisfacer sus estrictas necesidades, me he acordado de usted y atrevido a pedirle el servicio de que le hospede en su casa hasta que pueda por sí solo ganar su subsistencia. Este muchacho es mi única esperanza, y si usted le hace la gracia que para él humildemente solicito, tendrá usted las bendiciones de su santa madre en la tierra y las mías en el cielo, si Dios me concede su eterna gloria después de mi muerte.
»Mande a su seguro servidor que sus plantas besa.
»José Rivas».
Don Dámaso se quitó los anteojos con el mismo cuidado que había empleado para ponérselos, y los colocó en el mismo lugar que antes ocupaban.
-¿Usted sabe lo que su padre me pide en esta carta? -preguntó, levantándose de su asiento.
-Sí, señor -contestó Martín.
-¿Y cómo se ha venido usted de Copiapó?
-Sobre la cubierta del vapor -contestó el joven como con orgullo.
-Amigo -dijo el señor Encina-, su padre era buen hombre y le debo algunos servicios que me alegraré de pagarle en su hijo. Tengo en los altos dos piezas desocupadas y están a la disposición de usted. ¿Trae usted equipaje?
-Sí, señor.
-¿Dónde está?
-En la posada de Santo Domingo.
-El criado irá a traerlo, usted le dará las señas.
Martín se levantó de su asiento y don Dámaso llamó al criado.
-Anda con este caballero y traerás lo que él te dé -le dijo.
-Señor -dijo Martín-, no hallo cómo dar a usted las gracias por su bondad.
-Bueno, Martín, bueno -contestó don Dámaso-, está usted en su casa. Traiga usted su equipaje y arréglese allá arriba. Yo como a las cinco, véngase un poquito antes para presentarle a la señora.
Martín dijo algunas palabras de agradecimiento y se retiró.
-Juan, Juan -gritó don Dámaso tratando de hacer pasar su voz a una pieza vecina-, que me traigan los periódicos.
II
La casa en donde hemos visto presentarse a Martín Rivas estaba habitada por una familia compuesta de don Dámaso Encina, su mujer, una hija de diez y nueve años, un hijo de veinte y tres, y tres hijos menores, que por entonces recibían la educación en el colegio de los padres franceses.
Don Dámaso se había casado a los veinte y cuatro años con doña Engracia Núñez, más bien por especulación que por amor. Doña Engracia, en ese tiempo, carecía de belleza; pero poseía una herencia de treinta mil pesos, que inflamó la pasión del joven Encina hasta el punto de hacerle solicitar su mano. Don Dámaso era dependiente de una casa de comercio en Valparaíso y no tenía más bienes de fortuna que su escaso sueldo. Al día siguiente de su matrimonio podía girar con treinta mil pesos. Su ambición desde ese momento no tuvo límites. Enviado por asuntos de la casa en que servía, don Dámaso llegó a Copiapó un mes después de casarse. Su buena suerte quiso que, al cobrar un documento de muy poco valor que su patrón le había endosado, Encina se encontrase con un hombre de bien que le dijo lo siguiente:
-Usted puede ejecutarme, no tengo con qué pagar. Mas si en lugar de cobrarme quiere usted arriesgar algunos medios, le firmaré a usted un documento por valor doble que el de esa letra y cederé a usted la mitad de una mina que poseo y estoy seguro hará un gran alcance en un mes de trabajo.
Don Dámaso era hombre de reposo y se volvió a su casa sin haber dado ninguna respuesta ni en pro ni en contra. Consultose con varias personas, y todas ellas le dijeron que don José Rivas, su deudor, era un loco que había perdido toda su fortuna persiguiendo una veta imaginaria.
Encina pesó los informes y las palabras de Rivas, cuya buena fe había dejado en su ánimo una impresión favorable.
-Veremos la mina -le dijo al día siguiente.
Pusiéronse en marcha y llegaron al lugar donde se dirigían, conversando de minas. Don Dámaso Encina veía flotar ante sus ojos, durante aquella conversación, las vetas, los mantos, los farellones, los panizos, como otros tantos depósitos de inagotable riqueza, sin comprender la diferencia que existe en el significado de aquellas voces. Don José Rivas tenía toda la elocuencia del minero a quien acompaña la fe después de haber perdido su caudal, y a su voz veía Encina brillar la plata hasta en las piedras del camino.
Mas, a pesar de esta preocupación, tuvo don Dámaso suficiente tiempo de arreglar en su imaginación la propuesta que debía hacer a Rivas en caso que la mina le agradase. Después de examinarla, y dejándose llevar de su inspiración. Encina comenzó su ataque.
-Yo no entiendo nada de esto -dijo-, pero no me desagradan las minas en general. Cédame usted doce barras y obtengo de mi patrón nuevos plazos para su deuda y quita de algunos intereses. Trabajaremos la mina a medias y haremos un contratito en el cual usted se obligue a pagarme el uno y medio por los capitales que yo invierta en la explotación y a preferirme por el tanto cuando usted quiera vender su parte o algunas bar...
Índice
- Introducción
- Sub sole
- Martín Rivas
- Desde Júpiter
- Sobre Tacet Books
- Colophon