CAPÍTULO XVII
EN LOS INICIOS DE UNA TERCERA Y ÚLTIMA ETAPA
Declaración de intenciones
Si hubiera que diferenciar el conjunto de lo que pensé que podrían ser las grandes etapas de mi relato, está claro que hubo una primera que abarcaría no solo el período de la dictadura, sino que se extendería hasta el inicio de los efectos de la crisis comunista, es decir, hasta mediados de la década de 1980. La diferenciación la marcaría el cambio de rol personal, al pasar a ser minoría en la organización a la que había dedicado más de la mitad de mi vida y a la que, sin falsa modestia, tanto había contribuido en su nacimiento, desarrollo y consolidación. Ese podría ser el comienzo de la segunda gran etapa, aunque en el conjunto del relato ocupara bastantes menos páginas que la primera.
Al iniciar este capítulo XVII, pienso que puede ser el principio de la tercera y última etapa de mi relato, en la que lo que me queda del PCE es la nostalgia del bien perdido, en tanto que en CC OO me he desenvuelto con la que llamo “nueva normalidad”, en la que soy consciente de que mi papel ha sido mucho menos influyente y mi más destacado perfil es el de ser uno de los fundadores, con calificativo de dirigente histórico de CC OO.
Como, por otra parte, la extensión del texto ha ido un poco más allá de lo que inicialmente pretendía, me dispongo a ser menos descriptivo en lo que resta, aunque señalando lo que, a mi entender, considero que tiene el suficiente interés. Esa es, al menos, mi intención.
También es mi intención no seguir, como hasta ahora, tratando de guiarme por la cronología de los hechos y pasar a hacerlo como si fuera un índice temático; es decir, por ejemplo, agrupando en un solo bloque mis experiencias en el PSOE, haciendo lo mismo respecto del Consejo Económico y Social y, por supuesto, en CC OO, aunque sea inevitable algún cruce o mezcla en un determinado tema.
La década de los 90 en la Confederación
Del V Congreso se derivó que en el Secretariado se me asignara una secretaría de nueva creación a la que se llamó de Estudios. Fue a petición propia y puedo decir que el balance de mi gestión resultó francamente modesto. Sin embargo, recuerdo una iniciativa que tuvo un proceso relativamente largo y un desenlace frustrante. Se trataba de ponerse de acuerdo con UGT para crear una fundación conjunta.
La iniciativa, en la que trabajamos al unísono José María Zufiaur por UGT y yo mismo, era realmente ambiciosa. Con la ayuda de Marcos Peña, por aquel entonces un alto cargo del Ministerio de Trabajo, establecimos contacto con algunas grandes empresas para que ejercieran un papel de mecenazgo que facilitara la realización del proyecto. Pero, quizás por no conseguir involucrar más a fondo a las direcciones de ambos sindicatos, el proyecto se estancó y terminó sin resultados.
Influyeron también, más en el caso de Zufiaur que en el mío, algunas reservas de compañeros del sindicato hacia el alcance de la iniciativa. De prosperar, hubiera sido una interesante experiencia.
También recuerdo que ante el anuncio de una reforma en el sistema de prestaciones por desempleo, cuyo contenido terminaría provocando la huelga de mayo de 1992, decidí, por mi cuenta y riesgo, pedir una audiencia a Felipe González, aprovechando que yo formaba parte del Comité Federal del PSOE y que, en tanto que tal, creía mi deber tratar de persuadir al presidente del Gobierno en tanto que secretario general de mi nuevo partido de los perjuicios que acarrearía dicha reforma. Pretensión que puede parecer más que ilusoria, pero lo cierto es que me escuchó con interés. El drama para él eran los escasos recursos públicos disponibles y que, en aquella etapa, las prestaciones por desempleo llegaron a suponer algo más del 5% del PIB. Que le interesaba lo que yo pudiera decirle lo evidenció que solo transcurrieron 24 horas entre mi llamada a La Moncloa y el momento de la entrevista.
Hice exactamente lo mismo con ocasión de la reforma laboral de enero de 1994, que también provocó otra huelga general, la cuarta desde la llegada del PSOE al Gobierno. En esta segunda oportunidad noté un cierto desinterés respecto de mis argumentos y así como en el caso de la reforma del sistema de protección al desempleo creo que la entrevista fue relativamente útil, en esta segunda ocasión, resultó abiertamente inútil.
Lo lamenté porque recuerdo que insistí mucho en la idea de que la reforma agudizaría el enfrentamiento de los sindicatos y que, a mi entender, la experiencia de ese tipo de reformas tenía escasos efectos en la cantidad de puestos de trabajo, empeorando su calidad. Me basaba en que, con la misma normativa, había períodos donde disminuía el paro y en otros aumentaba. Eran otros, sobre todo la evolución del ciclo económico, los verdaderamente importantes.
En todo caso, aunque también estaba demostrado por la experiencia que la influencia de la crítica sindical en el voto de los electores era relativamente baja, la minoría mayoritaria con la que el PSOE gobernaba podía sufrir un nuevo retroceso, con el riesgo de que el poder pasara a manos de la derecha. Es lo que ocurrió, aunque en las causas del retroceso fueron otros los factores determinantes, incluido el desgaste de 14 años en el poder y secuelas como la de los GAL.
Seguro que él habría hecho parecida reflexión. Y debió pensar que la dimensión del paro era tan grande que el efecto de la inacción podría ser peor. Porque la verdad era que el paro batió, en 1994, todas las marcas desde el comienzo de la democracia: llegamos al 24%.
Entre ambas entrevistas se habían celebrado elecciones generales, en las que el PSOE no obtuvo mayoría absoluta y comenzó el período intenso de dependencia de la política española de los nacionalismos catalán y vasco. Aunque con alguna estrechez, la suma del PSOE —159 diputados— e IU, con 18, permitía una mayoría absoluta. A pesar de que la fórmula de unidad de la izquierda era la que contaba con mayor apoyo en las encuestas, no era la preferida ni por la mayoría del PSOE ni tampoco, y eso era lo sorprendente, por el líder de IU, Julio Anguita.
De hecho, aunque en el Comité Federal de IU se impusieron los unitarios, Anguita comentó en privado a alguno de sus miembros que, aunque la mayoría había optado por emplazar al PSOE a negociar, como la negociación la encabezaría él en tanto que coordinador federal no habría acuerdo. Quizás no hubiera cambiado nada si IU hubiese realizado una oferta de colaboración al PSOE, pero la renuncia a influir en la política desde las instituciones cuando se tienen fuerzas para hacerlo no está bien vista por los electores. ¡Y si no que se lo pregunten a Rivera y a Ciudadanos!
Las siguientes elecciones en las que IU, pese al desgaste del PSOE, solo consiguió repetir el resultado del PCE en 1979, y que supusieron la victoria del PP, y las del 2000, en las que bajaron del 10% al 5%, fueron el canto del cisne de aquella formación política.
Otros destacados y lamentables efectos
La huelga del 27 de enero de aquel año no sirvió para corregir la dureza del texto de la reforma laboral que la provocó. Pero tuvo, indirectamente, otros efectos de esos que hacen historia. Me refiero, en primer lugar, a la cristalización, en forma de corriente crítica, del progresivo distanciamiento de un importante sector del sindicato que en su máxima dirección representaron Agustín Moreno y Salce Elvira.
Quizás por mi relativamente escasa propensión a la curiosidad sobre este tipo de fenómenos, nunca he sabido qué pasó entre Agustín Moreno y Antonio Gutiérrez para que, aparte de las diferencias en el pensamiento sindical, fuera tan aguda y encarnizada la crítica que Agustín hacía de la gestión que Antonio realizaba en tanto que secretario general. Aquel grado de virulencia en el contenido y en las formas con que se desarrollaban las reuniones del Secretariado debía de tener alguna raíz que, a mi entender, quizás rebasaba el desacuerdo sobre la gestión.
Porque nunca olvidaré que, cuando Antonio tomó posesión de su cargo en el IV Congreso, citó la anécdota de que le parecía bien que hubiera gente que le llamara Antonio MORENO, y a Agustín, Agustín GUTIÉRREZ, por el buen significado de ese cruce en los apellidos respecto a la sintonía en el pensamiento de ambos. Supongo que me moriré sin saber si, efectivamente, el choque dialéctico tenía relación con otras posibles diferencias sindicales o solo era esa propensión nuestra a convertir las discrepancias en herejías.
Sea como fuere, lo cierto es que como ya he comentado más atrás, la corriente crítica ha perdurado en la organización, aunque poco a poco ha decaído su influencia, con un factor añadido también con rango de hecho histórico. Dicho con ánimo estrictamente descriptivo, era público y notorio que la Presidencia del sindicato participaba de las opiniones de Agustín, con el agravante de hacerlas públicas y creando, además, una doble línea en la dirección del sindicato a menudo muy contrapuesta, hasta el punto de llegar a acusar de que en las propuestas del secretario general se observaban inclinaciones de derechas.
Las cosas fueron tan lej...