Yo, negacionista
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Yo, negacionista

Descripción del libro

Cuando se encierra a un lobo, comienza a dar vueltas en su jaula, se activan sus mecanismos de defensa, su astucia natural se agudiza con el objetivo de escapar… y, finalmente, aúlla. Si confinan a un zoólogo documentalista, se pondrá, de inmediato, a investigar acerca del motivo de su aislamiento; pero, cuando le digan que un pangolín y un murciélago son la causa de todo, se dará cuenta de que algo no encaja.Para alguien que —con el principal objetivo de escribir reveladores guiones de documentales— está acostumbrado a interpretar el comportamiento de tiburones y hormigas, a descifrar el críptico lenguaje de los profesionales de la ciencia y a buscar el lado oculto de todas las realidades, el relato pactado de lo que ha ocurrido, y de lo que aún está ocurriendo, se revela como fruto de una narrativa muy bien cuidada que haría temblar de envidia al mismísimo Julio Verne, el gran maestro de la ciencia ficción. Esta es mi historia, pero ya, más de dos años después, también es la suya. Los inverosímiles derroteros de lo acaecido y la exhaustiva revisión científica de los pocos investigadores libres y rigurosos que aún quedan nos llevan a una conclusión difícil de evitar. Este es un libro indicado, por tanto, para los no convencidos, para los que buscan. Pero, ¡cuidado!, su lectura puede acarrear graves efectos adversos. Cuando la última palabra haya penetrado en su mente, no tendrá otro remedio que mirarse en el espejo y pensar: ¿Yo, negacionista? Un aullido. «A veces, en la ciencia, aparecen personas que tienen la capacidad de ver mucho más allá que sus contemporáneos... y, por ello, cambian el derrotero del mundo. El autor de estas páginas ha dado uno de esos saltos copernicanos en la biología general». Dra. Chinda Brandolino, médica clínica y forense, especialista en medicina legal. «Un libro imprescindible de una de las personas que más se ha esforzado en difundir la información veraz que la censura oficialista ha intentado bloquear por todos los medios». Dra. María José Martínez Albarracín, catedrática de Procesos Diagnósticos Clínicos, médica y profesora de Bioquímica, Inmunología y Técnicas Instrumentales de Laboratorio.«El autor desentierra una revolucionaria teoría científica sobre la verdadera función de los virus que habría quedado en el olvido. Esta obra permite despertar a la realidad. Un regalo para el lector». Dr. Alejandro Sousa Escandón, doctorado cum laude por la Universidad de Santiago de Compostela. «Un libro muy interesante, que vale la pena leer, escrito por el biólogo español Fernando López Mirones, cuyo objetivo es la búsqueda de la verdad». Heiko Schöning, médico y autor de Game Over.

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Información

Editorial
Arcopress
Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788411311052
ISBN del libro electrónico
9788411311953
Capítulo 1
MOSCAS
«Una verdad científica es provisional y autodestructiva,
pues contiene el germen de su refutación
».
J. Sampedro
El cerebro humano es maravilloso porque es el fruto de dos millones y medio de años de evolución que nos han traído hasta aquí, hasta donde estamos ahora, y que nos han conducido a ser las únicas criaturas conscientes de sí mismas capaces de crear algo que al principio puede parecer irrelevante: los relatos de ficción. Primero fue la palabra.
En 1921, el zoólogo estadounidense Theophilus Shickel Painter dedicó los últimos meses de su carrera a la sutil labor de seccionar los testículos de tres hombres que fueron castrados por demencia. Antes de tan peculiar trabajo, este biólogo había hecho algo que cambió el mundo para siempre; dirá usted que no sería para tanto, pero lo cierto es que identificó los genes de las llamadas moscas de la fruta, las nunca bien valoradas Drosophila melanogaster, cuya contribución a la ciencia a lo largo de varios siglos ha sido descomunal porque con ellas se han hecho miles de experimentos genéticos en laboratorio, gracias a su gran capacidad para reproducirse deprisa. Con sus grandes ojos rojos, han sido consideradas como el organismo modelo en todos los estudios de biología del desarrollo; pues bien, esa experiencia llevó a Painter hasta los genitales de esos tres hombres, dos blancos y uno negro.
No puedo pasar por alto que el poético nombre de estas moscas, Drosophila melanogaster, significa en griego «amante del rocío de vientre negro». Son tan útiles en los estudios gracias a su mínimo número de cromosomas, solo cuatro pares, y a su cortísima vida, de apenas quince días. Ello facilita que los biólogos puedan probar mutaciones y ver qué pasa con cientos de generaciones de moscas en muy poco tiempo. Se empezaron a usar en 1910, en la famosa Sala de las Moscas del zoólogo Thomas Hunt Morgan, premio nobel de Fisiología o Medicina en 1933, cuando descubrió a una mosca mutante de ojos blancos en medio de sus hermanas de ojos rojos. Desde entonces, ese premio debería de haber recaído en estas moscas varias veces por su enorme sacrificio en pos de nuestra salud. Casi el 75 % de los genes humanos relacionados con enfermedades tienen su equivalente en el genoma de las Drosophilas.
Cuando veo a las personas entrar en los establecimientos públicos frotándose las manos tras llenarlas de hidrogel, no puedo evitar pensar que se parecen a las moscas. Pareciera que la Sala de las Moscas de Morgan es ahora el planeta entero lleno de hombres insecto que no saben que la mayoría de los medicamentos que toman se los deben a esos bichos hexápodos a los que matan si pueden en cuanto los ven, ¡desagradecidos!
Un gen no es más que una unidad de información que forma el tan mencionado ADN, el cual almacena esas instrucciones de lo que somos y las transmite a los descendientes. No se compliquen más. Un gen es la receta para fabricar una sola sustancia química.
En aquel material de experimentación tan bizarro, Painter, el de las gónadas testiculares, ejecutó cortes finísimos y los fijó para poder observarlos al microscopio…, ¡y se puso a contar cromosomas!
Los cromosomas son ese ADN repleto de genes comprimidos y empaquetados en el núcleo de las células formando estructuras que se pueden ver; de hecho, cromo significa «color» en griego, y se llaman así por su capacidad para ser teñidos fácilmente.
Uno…, dos…, tres…, contó Painter. Hasta aquel momento no se sabía cuántos cromosomas tenía una célula humana. ¡Fíjese, hace apenas cien años solamente, y ni eso era conocido!
Cuarenta y siete…, cuarenta y ocho… Fue el primer hombre en determinar el número de cromosomas del genoma humano, contó veinticuatro pares de cromosomas en los espermatocitos de aquellos tres desgraciados. Es decir, el número de cromosomas dentro de las células humanas es de cuarenta y ocho.
Se hizo famoso por ello y durante los siguientes treinta años muchos científicos volvieron a contar cromosomas corroborando la cifra concluida por Painter: cuarenta y ocho cromosomas unidos en veinticuatro pares. El consenso científico era contundente al respecto. Nadie se atrevió a negarlo en esas tres décadas, que se dice pronto; hasta tal punto fue grande el peso de esa «evidencia científica» que un equipo de biólogos que lo volvió a hacer, al encontrar solamente veintitrés pares en lugar de veinticuatro, abandonó el experimento creyendo que algo habían hecho mal.
No fue hasta 1955, cuando un biólogo indonesio llamado Joe Hin Tjio, que había aprendido cuando era niño técnicas fotográficas de su padre que hacía retratos en la isla de Java, y que se había dedicado hasta entonces a la investigación sobre el cultivo de la patata, se vino a España contratado por el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y tuvo la osadía de ponerse a contar de nuevo cromosomas humanos con una actitud insultante para el consenso científico imperante.
Mientras dirigía el laboratorio de investigación filogenética en la Estación Experimental Aula Dei de Zaragoza, Tjio, haciendo gala de un espíritu incansable, pasaba sus veranos en Suecia ayudando al profesor Albert Levan en la Universidad de Lund, una institución fundada en 1425 a partir de un anexo a la catedral llamado Studium Generale, creado por los franciscanos, y que fue el origen de esta universidad, considerada hoy como una de las cien mejores del mundo.
Allí Levan y el pertinaz Tjio, residente en Zaragoza, enredaban con células vegetales y de insectos, cuando decidieron pasarse a las de los mamíferos. En una de esas estancias suecas a Joe Hin se le ocurrió aplicar ciertas técnicas que aprendió de su padre fotógrafo, gracias a las cuales consiguió una nitidez mucho mayor a la que estaban acostumbrados desde hacía cuarenta años en biología; así, el 22 de diciembre de 1955 se puso a contar dentro de una célula humana: uno…, dos…, tres…
No podía creer lo que estaba viendo, por eso volvió a empezar: cuarenta y cuatro…, cuarenta y cinco… ¡No era posible, le salían cuarenta y seis en lugar de cuarenta y ocho!
¡Todos en el mundo científico estuvieron equivocados durante más de treinta años en algo que era tan sencillo como contar manchas negras bajo un microscopio!
Gran parte de lo ocurrido en esta etapa tan importante de la genética humana tiene mucho que ver con nuestra historia, el mismo Dr. Tjio escribió después en uno de sus artículos, titulado «The chromosome number of man», que «el número de cromosomas fue solo un hallazgo incidental, una serendipia».
Capítulo 2
SERENDIPIAS
«La ciencia no me interesa. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas que me son preciosas».
Luis Buñuel
Se suele definir una serendipia como un descubrimiento inesperado debido tal vez a la fortuna, aunque yo creo que es más una inspiración proveniente del trabajo y de la historia previa del investigador. Seguramente, si el padre de Tjio no le hubiera obligado a ayudarlo cuando hacía retratos de bodas en Java, jamás habría cambiado para siempre la historia de la ciencia de la biología.
El nombre de tan misterioso fenómeno proviene de un cuento antiguo persa llamado Los tres príncipes de Serendip, actual Sri Lanka en la isla de Ceilán, que al parecer hallaban soluciones a todos los problemas a base de grandes casualidades.
Lo cierto es que tanto la ciencia como esos conceptos tan difusos de evidencia y consenso científico que nos traen ahora tan de cabeza no son como la gente suele creer; más a menudo de lo que parece se trata de «casualidades» trabajadas. Es lo que el profesor Christian Busch de la Universidad de Nueva York y de la London School of Economics llama «la ciencia de crear buena suerte». En su libro The Serendipity Mindset: The art & Science of Creating Good Luck escribe: «Lo inesperado siempre está sucediendo, por lo que es sensato intentar estar listo para ello».
Y tan es así que muchas empresas ya crean puestos de trabajo con títulos como descubridor de serendipia —serendipity spotter—, basados en personas con talento especial para ver las cosas de forma diferente. Otros los llaman contrarians; pues bien, me declaro uno de ellos, lo confieso. Tenga paciencia el lector porque todo esto acabará cobrando sentido, o al menos eso espero, en las próximas páginas de este libro que tiene usted entre sus manos.
El mismo filósofo y escritor Umberto Eco definió el descubrimiento de América por parte del español Cristóbal Colón —sí, era español— como una serendipia, pero ¿qué podíamos esperar de un nativo del país que lleva desde 1500 diciendo que don Cristóbal nació en Génova y que Italia lo hizo prácticamente todo en tan magna empresa?, pero esa es otra historia.
Y usted se preguntará, ¿qué tienen que ver el número de cromosomas, el indonesio pertinaz y la ciencia basada en serendipia con el tema de este libro? Espero explicárselo pronto, porque lo que estamos descifrando es la importancia del relato, de la percepción y del miedo en la historia de la ciencia, y, por ende, de la humanidad. Lo que creemos, lo que es o lo que otros dicen que es pueden ser los matices que hagan que el planeta entero tiemble, como hemos visto por desgracia en los últimos años.
Si hace tan poco tiempo ni siquiera pudieron los biólogos darse cuenta de que los cromosomas eran cuarenta y seis en lugar de cuarenta y ocho, es posible que el problema radique en una generalizada sobrevaloración de los científicos por parte de la gente, una excesiva fe en que son criaturas de luz ajenas a todo influjo económico y social. Veremos pues que los biólogos son humanos y los médicos lo son mucho más, pero también que el lenguaje científico mal entendido en manos de periodistas y políticos sin escrúpulos es muy peligroso para la salud, sobre todo cuando la ciencia se encuentra atrapada en manos de empresas con ánimo de lucro, de mucho lucro, de demasiado lucro.
Y fue precisamente la empresa farmacéutica estadounidense Pfizer la protagonista de una de las más estupefacientes historias de serendipias de los últimos tiempos; la famosa pastilla azul compuesta por sildenafilo que acabó con la paz de muchas parejas maduras al reactivar, digamos, la capacidad de oferta amatoria del macho humano implicado.
En el Hospital de Morrison, en Gales, el Dr. Ian Osterloh estaba realizando ensayos clínicos sobre una droga con supuestos beneficios para combatir la angina de pecho y la hipertensión arterial, cuando observó una extraña reacción en los voluntarios varones del experimento: no devolvían las dosis sobrantes. Pronto quedó claro el motivo, el sildenafilo era ...

Índice

  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 2
  3. Capítulo 3
  4. Capítulo 4
  5. Capítulo 5
  6. Capítulo 6
  7. Capítulo 7
  8. Capítulo 8
  9. Capítulo 9
  10. Capítulo 10
  11. Capítulo 11
  12. Capítulo 12
  13. Capítulo 13
  14. Capítulo 14
  15. Capítulo 15
  16. Capítulo 16
  17. Capítulo 17
  18. Capítulo 18
  19. Capítulo 19
  20. Capítulo 20
  21. Capítulo 21
  22. Capítulo 22
  23. Capítulo 23
  24. Capítulo 24
  25. Capítulo 25
  26. Capítulo 26
  27. Capítulo 27
  28. Capítulo 28
  29. Capítulo 29
  30. Capítulo 30
  31. Capítulo 31
  32. Capítulo 32
  33. Capítulo 33
  34. Capítulo 34
  35. Capítulo 35
  36. Capítulo 36
  37. Capítulo 37
  38. Capítulo 38
  39. Capítulo 39
  40. Capítulo 40
  41. Capítulo 41
  42. Capítulo 42
  43. BIBLIOGRAFÍA