Permiso para vivir
eBook - ePub

Permiso para vivir

(Antimemorias)

  1. 504 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Permiso para vivir

(Antimemorias)

Descripción del libro

Un libro tan despiadado como lleno de humor y ternura que ofrece una imagen completa de la vida sentimental e intelectual de uno de los mayores exponentes de la literatura latinoamericana.

De Malraux recoge Bryce Echenique el término «antimemorias» para calificar lo que no sólo es un Permiso para vivir, sino también un permiso para contar múltiples peripecias vitales por orden de azar y a su manera y cómo la educación ha sido siempre muy poca cosa para alguien que se empeña en aprender únicamente a costa suya.

¿Cómo transcurrirá la vida de un hombre que, desde niño, prefirió siempre jugar la primera mitad de un partido de fútbol en un equipo y la segunda en el otro? El resultado es un escritor que se apresura a reírse de todo ante el temor de que todo le haga llorar y que entre dos angustias opta siempre por el humor en su afán de relativizar el dramatismo de la finitud humana y de trascenderlo por vía de la paradoja.

Como Martín Romaña, personaje de una de sus más conocidas novelas, estas «antimemorias» nos dicen constantemente hasta qué punto su autor es un solitario que ha vivido en excelente compañía y que el infierno son los demás, pero también el paraíso. Cualquier sistema es, para Bryce Echenique, una camisa de fuerza cuando se insiste en él de una manera total y carente de humor. La vida es contradictoria, multilateral, diversa, divertida, trágica y con momentos de belleza terrible para quien, empachado de ironía, va de un lugar a otro y de afecto en afecto como un náufrago de boya en boya.

Permiso para vivir es obra de un entreverador de lo lúdico y lo profundo. Una y otra vez lo cómico anula de un modo inocuo la grandeza y la dignidad, colocándonos sobre el terreno seguro de la realidad. Pero su autor recurre también a lo grotesco cuando destruye los órdenes existentes, haciéndonos perder pie, y sabe muy bien que el precio de la lucidez es el desasosiego, y el pago de la honradez un permanente desajuste agravado por el desarraigo de sentir como latinoamericano y tener gustos europeos. Pero aun esto lo desmitifica un autor para el cual lo fácil es contar una tormenta en alta mar y el verdadero desafío consiste en saber contarnos una tempestad en una copa de vino. Tal cosa sólo es posible cuando se ejerce un individualismo feroz y se trata a todas las tribus con igual ironía. Cuando el desclasamiento de una vida que transcurre en mundos, a menudo opuestos obliga a observar e imaginar. 

Permiso para vivir es un libro que está contra la confidencia y a favor de la confesión. Sólo ésta le permite demoler pirámides hasta reducirlas a los miserables escombros que constituyen una vida humana. Su autor afirma que nosotros somos las Justines de Lawrence Durrell y de este mundo cuando nos parecemos «a esos seres consagrados a dar toda una serie de caricaturas y máscaras salvajes de sí mismos. Esto es muy común entre la gente solitaria, entre esa gente que siente que su verdadera persona jamás hallará correspondencia alguna en otra persona». 

Y así, sin querer queriendo, como cuenta Bryce Echenique que empezó este libro tan despiadado como lleno de humor y ternura, logra darnos toda una imagen de su vida sentimental e intelectual en la que sin solución de continuidad se suceden países, personajes y acontecimientos en un desorden temporal tan rico y variado como los vaivenes de una memoria desacralizadora.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Permiso para vivir de Alfredo Bryce Echenique en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433944917
Categoría
Literatura

I. Por orden de azar

NOTA DEL AUTOR QUE RESBALA EN CAPÍTULO PRIMERO

Empecé, sin querer queriéndolo casi, a escribir estas «antimemorias» en Barcelona, en 1986. Hacía poco más de un año que me había instalado en España, dispuesto a empezar una nueva vida, una vida realmente nueva y distinta. Para empezar, había abandonado mi modus vivendi habitual, o sea la enseñanza universitaria. Debía vivir, a partir de entonces, exclusivamente de la misma máquina de escribir con la que ahora redacto estas páginas y con la que desde entonces he redactado varios libros, muchísimos artículos periodísticos y las conferencias que, por temporadas, salgo a dar por otras ciudades de España o por otros países. Y había planificado mi vida de la siguiente manera, ad infinitum: siete u ocho meses de trabajo intenso en España y cuatro o cinco meses de vacaciones intensas en el Perú.
Casi la mitad de mi vida había transcurrido en Europa, por entonces, y esto, por supuesto, produce adicción. De ahí que lo que empezó siendo casi un exilio forzado por la oposición de mi padre a que fuera escritor se hubiese ido transformando en agradable condición de exiliado, con «esta i, de rigurosa estirpe académica (que) añade al exilio una condición de aristocracia o de rigor», según ese excelente escritor y amigo cubano que es Severo Sarduy. En fin, algo tan distinto al exilado, al emigrado, al refugiado, al apátrida... ¿Apátrida yo? Jamás de los jamases. Todo estaba perfectamente bien planificado por primera vez en mi vida: cuatro o cinco meses de intensas vacaciones bien ganadas y merecidas en el Perú de mis amores y dolores. Cuatro o cinco meses para, literalmente, comerme y beberme todas mis nostalgias, todas mis ausencias, a mis familiares y a mis amigos.
Pero Dios sabe hasta qué punto, cuando escribo una novela o un cuento, incluso un artículo periodístico o alguna conferencia, el plan inmediatamente se me congela, congela el libro y, lo que es peor, me congela a mí. Vivir de verano en verano, trabajando en España y viviendo sin vivir ahí, en el Perú, también fue un plan que se me congeló muy pronto y, aunque al Perú voy más que nunca, pero muchas veces en invierno y por mucho menos tiempo y bebida de lo inicialmente planeado en mi nueva vida, entre otras cosas porque sí hay males que duran más de cien años pero me consta que no hay cuerpo que los resista más de cincuenta, también he ido descubriendo poco a poco, como mi amigo Sarduy, que finalmente he pasado de la académica y elegantosa condición de exiliado con i, a la mucho más humilde y, a lo mejor sabia, condición de quedado. Creo francamente que Sarduy y yo nos parecemos un poco a aquel tan egotista personaje de Lorenzo Palla, en La Cartuja de Parma: se pasa la vida gritando que es un hombre libre, mientras le prueba a medio mundo con su vida y su muerte que es esclavo de una pasión. Como en la canción Valentina, una pasión me domina y es la que me hizo venir... a Madrid.
Claro que, como todos los peruanos, tengo algo de Vallejo empozado en el alma. Y basta con verme pasar por el Cementerio del Presbítero Maestro, en mi Lima natal. Lo tengo visto y aprendido desde niño: por eso ahora corro, me agito, me desespero, me como un cebiche con su cerveza bien helada y un poeta joven que me escuche: en esa repostería de la vida está, al lado de íntegra mi familia hasta donde le alcanzó a mi abuelo para comprar panteones y tumbas, mi lugar en la única democracia perfecta que hasta hoy nos ha sido dada. Felizmente que existe aquello de las cenizas ya y sale más barato y, sobre todo, mucho menos dramático. Tan poco dramático, en realidad, que muy pronto todos los muertos empezarán a no ser necesariamente buenos y honrados, dentro del catálogo de mentiras universales. Serán che sarà, sarà, y nada más. Y se podrá mandar una urnita a Lima sin molestar a nadie y barato, además, conservándose otra urnita donde mi esposa, mi agente literario, mis hermanos o mi perro, decidan.
Me he detenido en este esfuerzo de desdramatización por lo dramáticos que solemos ser los peruanos. No quisiera que, como sucedió con la esposa peruana de aquel compatriota más adinerado que afincado en Cataluña, partan en dos mi patriótico cadáver, para enseguida enviar 89 centímetros (este sería mi caso) al Presbítero Maestro y dejar los otros 89 en esta Europa que tanto me ha dado y en esta España que tanto amo. Porque es verdad lo que dijo el poeta: los peruanos hemos sido siempre totalmente incapaces de ser argentinos hasta la muerte pero también de lograr establecer diferencia alguna entre un clásico desnudo griego y un miserable calato peruano. Como dicen los mexicanos al explicar lo que es una cerveza de barril y una de botella, «es igual, nomás que diferente».
Bueno, pero hay un par de preguntas que siguen pendientes: ¿Por qué empezar a escribir unas antimemorias (o sea lo único que pueden ser unas memorias hoy, según mi recién releído Malraux, que me ha convencido) en el momento en que se empieza una nueva vida, se compra y se usa una bicicleta de salón todos los días, se abstemia uno y tiene recién cuarenta y seis años? ¿Por qué publicarlas, o empezar a publicarlas –espero– cuando se está viviendo una segunda nueva vida en Madrid, se compra y se usa un remo de salón todos los días, se terminó de abstemiar uno y recién anda por los fifty three? Muy fácil de contestar: normalmente la gente escribe sus memorias estando ya tan vieja y con la muerte tan generalizada que apenas se acuerdan y le importan sus recuerdos. Como no sea para hablar mal de otros, por supuesto.
Escribir memorias cuando uno piensa que, a lo mejor, aunque Dios no lo quiera, aún puede llegar a querer a su peor enemigo o consultar sus dudas con la gente que evoca, recibir su ayuda para confirmar algunos hechos, etc., es algo que contiene tanta carga lógica y vital como la ley de la gravedad que, en este caso, llamaré ley de la seriedad. Pero, si es necesario ampliar aún más estas razones, diré que hay en la escritura de cada uno de estos capítulos (como en todo aquello que escribe un escritor) un temor oculto: mejor no podía andar mi madre física y psíquicamente, tan joven de cuerpo y espíritu que solo aceptaba a la gente joven de edad y de espíritu (más un lord inglés un poquito más joven que ella por novio, ay adorable vieja indigna, como la llamaba yo), cuando de pronto la sorprendió el siglo XIX como único tema de conversación, después el virreinato, que siempre le gustó tanto, y hoy, con una asombrosa cara de rosa y una salud física que está acabando con hijos, enfermeras, inmortales mayordomos, cocineras, empleadas domésticas y exempleadas domésticas de familiares nuestros que recogió y acogió en lo que fue mi dormitorio de Lima, por ejemplo, no solo vendió un fabuloso juego de té de plata que mi marxista primera esposa no aceptó pero yo sí y a escondidas y cuídamelo mucho si hay revolución, mamá, sino que además vendió el piano y muchos valores antepasados más que le dejó mi hermana mayor cuando su primera (y esperemos que última) deportación política, previo encomisariamiento de todos los miembros varones de la familia mientras ubicaban a mi cuñado el político, y la pobrecita de mi madre hoy ya ni reconoce a su hijo Marcel Proust, por más que en cada viaje yo recurra a la más fina y francesa esencia de violetas para que me sonría siquiera cuando le doy un beso que a mí me deja perdido en un tiempo irrecuperable y bañado en lágrimas y a ella la deja tan fresca como una rosa caprichosa, infantil, mandona y gritona. Pero nunca grita un recuerdo sino una molestia más.
Bueno, pero aunque todos conocemos a Malraux, ¿por qué antimemorias como Malraux? Pues precisamente por haber leído demasiado sobre memorias, autobiografías y diarios íntimos, antes de ponerle un subtítulo a esta sarta de capítulos totalmente desabrochados en su orden cronológico y realmente escritos «por orden de azar» y «a mi manera», como la primera y segunda parte de este volumen. La tendencia a mezclar estos tres géneros se generaliza, sobre todo cuando de memorias se trata. Yo solo me propongo narrar hechos, personas, lugares que le dieron luz a mi vida, antes de apagarla después. Tal vez cuando sea como mi miedo a ser como mi madre, alguien tenga la bondad de entretenerme leyéndome todo lo que el tiempo se llevó. Tal vez logre reconocerme, sonreírme, cuando ya no logre ni retener quevedianas lágrimas o cacas que tampoco supe retener en la infancia, como tuttilimundi. Estaré muerto en vida o casi muerto.
Pero nunca se está tan mal que no se pueda estar peor: Malraux dixit que las memorias ya han muerto del todo, puesto que las confesiones del memorialista más audaz o las del chismoso más amarillo son pueriles si se las compara con los monstruos que exhibe la exploración psicoanalítica. Y esto no solo da al traste con las memorias sino también con los diarios íntimos y las autobiografías. Las únicas autobiografías que existen son las que uno se inventa, además. Este Permiso para vivir no responde para nada a las cuestiones que normalmente plantean las memorias, llámense estas «realización de un gran designio» o «autointrospección». Solo quiero preguntarme por mi condición humana, y responder a ello con algunos perdurables hallazgos que, por contener aún una carga latente de vida, revelen una relación particular con el mundo.
De ahí también el título de Permiso para vivir. Y de allí que tanta gente me haya literalmente otorgado ese permiso cuando me he comunicado con ella porque mi memoria no lograba repetir la frase exacta o el año o el lugar o el rango. Deliciosa es, por ejemplo, esta anécdota: Analisa Ricciardi Pollini, cuya nariz bella y respingona tanto perturba el sufrimiento que experimento en el capítulo titulado «Después del amor primero», leyó esas páginas cuando las publiqué en la limeña y familiar revista Oiga, causa de más de una deportación, bronca, y pérdida de antiguo piano familiar. Unos treinta y cinco años más tarde, Analisa llamó al mio fratello Alberto Massa y se presentó emocionada por teléfono: lo que yo contaba era exacto y a ella le alegraba enormemente que esta especie de amadrileñado –en vez de amontillado– Inca Garcilaso de la Vega, pobrecito tan solo en Montilla, realmente lo había comentado todo realmente bien, en fin, que mis comentarios eran reales aunque iguales nomás que diferentes que los de mi ilustre antecesor cusqueño. Solo un detalle, solo una mínima imprecación en este nuevo quedado peruano: Analisa no es condesa sino marquesa. Alberto se lo contó a mi hermana mayor y esta a mí. Y todo muy a tiempo para corregirlo a tiempo para la imprenta y para que mis comentarios sean más reales todavía.
Bueno, pero a qué santo tanto Garcilaso si por mis venas no corre ni sangre de nobleza incaica ni fue, gracias a Dios que no llegaron hasta esos extremos, ninguno de mis antepasados hidalgo conquistador. Garcilaso de la Vega Chimpu Ocllo y Alfredo Bryce Echenique. Escoceses y vascos que degeneraron en el fin de raza peruano que, según dicen, soy. Y según es peor, a veces me siento. Claro que hubo ilustres antepasados llegados para fundar la Casa Bryce, que después fue Bryce and Grace, después Grace and Bryce, hasta que nos quedamos sin casa, en lo que, según el pícaro don Ricardo Palma, al hablar de los nefastos fastos de mi familia en sus Tradiciones peruanas, la coincidencia con Echenique es abrumadoramente total: Echenique querría decir, según don Ricardo, «no tengo casa». No tengo Grace, no tengo Bryce. Limpiando un poquito la honra, mi abuelo Echenique decía en cambio que Echenique, en el vascuence que él no hablaba, quería decir «casa antigua». Presidentes hubo que tuvieron que excusarse ante sus descendientes con bellísimas Memorias para la historia del Perú. Y aquel virrey que dejó a su célebre sobrina carnal convertida en una paria peregrinante, al negarle su legítima herencia. A la misma Flora Tristán que fue abuela de Gauguin, el cual por habernos venido a visitar, «oh, c’est pas le Pérou», a sus parientes de América, sufrió un trauma infantil que determinó su locura futura. Cosa que, la verdad, no me sorprende nada, y que afirman muchos de los biógrafos del primo Paul.
Como tampoco me sorprende que mi pobre antepasada Flora haya terminado de socialista precursora, amiga y admirada de y por Marx y Engels. Durante todo mayo del 68, Althusser, el autor de Pour Marx, casi me vuelve loco reclamándome documentos marxistas que mi familia habría podido conservar. Le expliqué que mi familia era demasiado conservadora como para conservar ni siquiera algún buen recuerdo de aquella noble paria cuya obra «No circulará en el Perú mientras quede un Echenique vivo», según el mismo abuelo que, muchos años más tarde, y sabiendo ya más por diablo y más todavía por viejo, me sorprendió con la fuente de la eterna juventud en su casona de la avenida Alfonso Ugarte. Tremenda contradicción la que me soltó el adorable flaco aquel que remaba a los ochenta años y solía quejarse de lo mal que estaba por haber intentado hacer el amor con una chica: «Pero Panchito Echenique, ¿no te acuerdas ya de que lo hicimos hace cinco minutos?» Y esas cosas prohibidísimas me las contaba a mí mientras leía El capital, de Karl Marx y la Vida de Jesús, de Renan, ya alejado de sus mermeladas oligárquicas hasta el punto de soltarme la tremenda contradicción aquella con todo su pasado: «Sí, vete a París. Pero no a radicarte sino a radicalizarte.» Y héme aquí quedado, ni tan radical ni tan radicado, sino en la eterna posición ecléctica que adoptamos siempre los peruanos.
Escéptico sin ambiciones (y por lo tanto sospechoso de pertenecer a la única especie inocente que queda sobre la tierra), mi vida ha estado siempre condicionada por mis afectos privados, jamás por tendencia mesiánica alguna. Prefiero, por ejemplo, comprar y ganar la lotería primitiva al privilegio de aquella lotería babilónica que son los premios y distinciones literarias. Veamos por qué: 1) da mucho más dinero y no hay que pronunciar discurso de agradecimiento, 2) produce mucha menos envidia, 3) no pone en funcionamiento vanidad alguna, 4) le permite a uno seguir siendo una joven promesa de la literatura y no lo obliga a declarar tanto sobre política nacional como internacional, 5) los premios que no se ganan a los veinticinco o treinta años y sirven para enamorar y escribir más, producen sensación de vejez, de no tener ya nada más que hacer en la vida que laurearse con frases para la «inmortalidad» y la televisión, mientras vamos pasando muy rápidamente de la categoría mosca a la de pesos demasiado pesados o, lo que es lo mismo, reverendos hijos de la chingada.
Monterrosiano de adopción libre, considero como aquel genial amigo guatemalteco que ser pobre no tiene nada de malo, siempre y cuando no se les tenga envidia a los ricos. Y dentro de esta misma línea agrego que, por supuesto, que claro, que hoy las ideologías y las teologías son letra muerta pero que sobreviven los ideales, exactamente de la misma manera en que los santos sobreviven a las iglesias y los héroes a los ejércitos. Todavía quiero al Che Guevara y todavía creo que quién no. Balzac lo dijo: «La esperanza es una memoria que desea», con lo cual le devolvió su perdida dignidad a esta suerte de abdicación de la fe de carbonero. Dubitativo, mi principal virtud teologal suele ser la abstinencia considerada como solitaria travesía del desierto. La caridad empieza por casa, aunque en mi caso también la haya reemplazado por el humor casero antes que nada. Voy de amigo en amigo como un náufrago va de boya en boya y solo tengo la alta idea que me hago del humor como manifestación de la tolerancia para elevarme sobre los mares de la nada. No sé qué otro gran tema de nuestro tiempo me faltaría. ¿El erotismo? Pues creo que nada tiene que ver con el amor y que no es más que la revelación, bastante anónima por cierto, del sexo opuesto. Y Manuel, en L’Espoir de Malraux, «se convertiría en otro hombre, desconocido por sí mismo...»
En cuanto a este Permiso para vivir, citaré voces más autorizadas que la mía: Alain: «La paradoja humana consiste en que todo ha sido dicho y nada ha sido comprendido.» Y a Gaetan Picon, mi exmaestro, uno de mis críticos preferidos: «El pensamiento no es el guardián de un puñado de verdades que podría eternamente contemplar desde la distancia; pensar es un acto, pensar solo existe en el infinitivo. Pensar es comprender lo que ya ha sido dicho: pero el esfuerzo de comprender no tiene nunca un final definitivo.» Otrosí dijo Gaetan Picon: «Resulta bastante excepcional que un artista logre hacer exactamente aquello que tiene la intención de hacer; y es bastante excepcional que se reconozca en lo que ha hecho.»
Queda el quedado pero solo un ratito más. Mi querido Carlos Barral, en su afán de elevarme a la categoría arbitraria de «virrey», mientras yo tan arbitraria como afectuosamente le llamaba «vizconde de Calafell», solía decir que yo era un espécimen único de peruano, más un aislado que un quedado, y que sería difícil seguir el camino que yo estaba trazando. Que, a diferencia de otros escritores peruanos, por ejemplo, jamás produciría imitadores ni mucho menos seguidores. Con gran esfuerzo lograba aceptar que si a alguien me parecía, entre ilustres antecesores peruanos, era a Pablo de Olavide. Pero Olavide, nos cuenta su ilustre biógrafo, mi exmaestro don Estuardo Núñez, «era traductor y contertulio de Voltaire» (yo solo tengo un mítico sillón Voltaire). Y que Olavide era «por antonomasia, el afrancesado hispanoamericano del XVII» (yo creo que soy más bien un desafrancesado peruano del siglo XX. Me afrancesó mi madre en el Perú y me latinoamericanizó Francia a partir de los veinticinco años de edad). «Dos veces perseguido por la Inquisición española, Olavide...» (conozco a fondo lo que es una buena perseguidora pero, líbreme Dios, hasta hoy no he sido perseguido nunca por nadie, ni siquiera por mis acreedores). «Famoso en el Madrid de Carlos III por sus inquietudes rumbosas de nuevo rico...» (Dios y mi familia saben hasta qué punto me volví más bien un nuevo pobre desde que puse el materialista pie izquierdo en Europa).
No me queda, pues, más que volver a Garcilaso de la Vega Inca Bryce Echenique y a partir de ahí correr y comprobar. No «tornóseme el reinar en vasallaje», como al «amontillado» (vivió tan solo en Montilla el pobre como yo en Montpellier, por ejemplo). Jamás he reinado y aunque algún «ilustre» antepasado virreinó (bastante bastardamente, por lo demás), solo tengo de niño bien y de oligarca podrido en sentido literal y en sentido de dinero, cosas ambas que se me han atribuido, un ligero toque de todo aquello y nadie lo expresó mejor que mi excolega, gran traductor y entrañable amigo francés Jean-Marie Saint-Lu: «Solo una persona que ha sido alimentada privilegiadamente en su infancia y juventud puede resistir ocho años...

Índice

  1. Portada
  2. Acerca de las dedicatorias
  3. Sección epígrafes de Konstantino Kavafis
  4. I. POR ORDEN DE AZAR
  5. II. CUBA A MI MANERA
  6. Créditos
  7. Notas