1.
LA OSCURIDAD EMPIEZA
Mi esposo falleció el 18 de enero de 1989. En cuestión de segundos, pasé de estar viviendo en la luz a estar caminando por la oscuridad.
Y yo siempre he tenido miedo a la oscuridad.
No puedo dar ninguna razón convincente por mi miedo, pero está allí. Cuando era niña me iba a dormir con una lamparilla. Todavía me duermo con la luz del baño encendida durante la noche y dejo la puerta medio abierta. Cuando entro a nuestra casa, enciendo las luces; mientras más, mejor. Nunca nadie me va encontrar caminando por un llano totalmente oscuro o por una playa sin iluminación.
No se trata solamente de la oscuridad física. También me disgusta que me «mantengan en la oscuridad». Soy una de esas personas que lee el primer capítulo de un libro para averiguar cuál es el argumento e inmediatamente después salta hasta el último capítulo. Algo dentro de mí tiene que saber cómo termina todo. Solo entonces es cuando puedo disfrutar los capítulos del medio.
En ese día de 1989, empecé una caminata sin tener idea de cómo ni dónde iba a terminar o cuánto iba a durar. No podía haberme preparado para la oscuridad que empezó en esa tarde fría y húmeda del mes de enero.
En retrospección, a veces me pregunto: «¿por qué no tuve ni una pista de que algo terrible podría suceder?». Aun ahora, me convenzo a mí misma de que estoy totalmente sumergida en la luz, y sin previo aviso, me encuentro tropezando en la oscuridad de nuevo.
Ese miércoles, 18 de enero, empezó como cualquier otro día normal para mí. Enseñaba el primer grado en el Stevenson Primary School [Escuela Primaria Stevenson] en Alvin, Texas. Menos de dos años atrás, nos habíamos trasladado de Bossier City, Louisiana, a Alvin, después de que mi esposo Don aceptara la posición de pastor de jóvenes en el South Park Baptist Church [Iglesia Bautista de South Park].
El lunes por la mañana, Don salió a conducir por una hora y media en su Ford Escort a Trinity Pines, un centro de retiro Bautista al norte de Houston. El centro estaba auspiciando una conferencia de tres días, con énfasis en sembrar iglesias (cómo empezar nuevas iglesias).
Don me había comentado acerca de la conferencia varias semanas atrás. Noté que estaba muy emocionado en cuanto al evento y lo animé a que asistiera. «Invitaron a los cónyuges para que vinieran», me dijo Don. «¿Quieres ir conmigo?».
«¡Sí!».
He intentado apoyar a Don a través de todo su ministerio y sentí que si iba con él, me ayudaría a entender algunos de los problemas que él enfrentaría al establecer una iglesia nueva. Decidí tomar tres días personales e ir a acompañarlo.
No había podido asistir a muchos de los eventos con Don, así que anticipaba poder pasar tiempo con él, y a la misma vez aprender más acerca de cómo llevar el evangelio a las comunidades. Egoístamente estaba deseando tener «un tiempo a solas» con mi marido.
Aunque iba a haber centenares de ministros presentes, pensé que sería bueno no tener a uno de nuestros hijos clamando por nuestra atención. Desde que nos trasladamos a Texas, Don y yo habíamos tenido muy poco tiempo como pareja para hablar y disfrutarnos mutuamente. En Bossier City, mis padres vivían muy cerca de nosotros, así que no tuvimos problemas para conseguir a alguien que nos cuidara a los niños. No teníamos ese lujo en Texas.
El asegurarme de que las necesidades de nuestros hijos iban a ser provistas no fue problema alguno. Nicole cursaba el primer año de la escuela secundaria y su mejor amiga era Kim Chisolm. Nicole ya pasaba la mayoría de su tiempo libre con la familia Chisolm. Ellos me aseguraron de que no iba a ser una imposición que nuestra hija se quedara allí.
Nuestros niños gemelos, Chris y Joe, cursaban el segundo grado. Otra familia del South Park Church se ofreció a cuidarlos mientras estábamos fuera.
Conseguí el tiempo libre, hicimos arreglos para nuestros hijos, y todo estaba listo para que pudiésemos salir el lunes por la mañana hacia Trinity Pines. Nos íbamos a quedar a almorzar antes de regresar a casa. Eso hubiese hecho que la conducción de regreso a Alvin fuese relajante, con tiempo de sobra para asistir a las reuniones de la iglesia el miércoles por la noche.
Pero como salieron las cosas, no me fui.
Menos de una semana antes de la conferencia, un buen número de estudiantes nuevos se matricularon en la escuela. Varios de ellos quedaron en mi clase del primer grado.
Después de buscar la forma de cómo integrar a los nuevos estudiantes a la clase y al sistema escolar, y todavía poder irme con Don, me di cuenta de que no iba a poder terminar todo antes de que nos fuésemos. No hubiese sido justo que la maestra substituta tuviese que lidiar con los nuevos estudiantes junto con otros problemas que los maestros substitutos tienen que enfrentar.
«No conozco el nivel de lectura de estos niños», le dije a Don. «No los puedo dejar hasta que les haya hecho un examen y así saber cómo pueden ser integrados a la clase. No puedo ir contigo». Estaba desilusionada por haber tenido que decir que no. Hubiese sido una conferencia excelente para ambos.
Don también estaba decepcionado, pero comprendió.
El lunes en la escuela fue un día normal para mí, o tan normal como puede ser una clase con seis estudiantes nuevos, todos en el primer grado, los cuales fueron transferidos en la mitad del año escolar. Tomó un poco más de tiempo y esfuerzo para hacerles la prueba a los seis estudiantes, pero al final del día escolar ese lunes, pude lograrlo.
El martes todo estuvo bien. El miércoles por la mañana no hubo incidentes; y lo mismo puedo decir del almuerzo y del tiempo de recreo. Los miércoles por la tarde, los cinco miembros de nuestra familia normalmente nos reuníamos en la iglesia para los eventos normales de entresemana. Cenábamos en la iglesia y luego asistíamos a nuestras actividades individuales.
Nicole formaba parte de Acteens [Adolescentes de acción], una organización misionera para niñas adolescentes. Los niños eran miembros de los Royal Ambassadors [Embajadores de la realeza], un grupo misionero para niños que cursaban desde el primer hasta sexto grado. Yo era miembro del coro y ensayábamos los miércoles por la noche. Don había planeado enseñar en lo que llamábamos nuestro servicio de oración de entresemana. Así que los cinco estábamos involucrados. Esperaba que Don se encontrara con nosotros en la iglesia y habíamos planeado regresar a casa con los dos autos.
Nada inusual. Solo lo que normalmente hacíamos los miércoles. Pero esa noche no nos reunimos en la iglesia. De hecho, pasarían muchos miércoles antes de que los cinco nos juntásemos en la iglesia de nuevo.
El clima ese miércoles en Alvin estuvo frío y húmedo. A veces caía una lluvia fuerte y entonces se volvía llovizna. De cualquier modo, fue miserable. Mi salón de clases estaba ubicado al final del pasillo, así que podía oír el sonido del chaparrón sobre el metal que cubría las aceras que llevaban a los edificios provisionales. Al mirar por las puertas de cristal que daban al exterior, el mundo se veía frío, húmedo y sombrío.
Entonces llegó mi propia oscuridad. Empezó a descender como a las 13:30 horas de la tarde.
Estaba enseñando en mi salón de clases como por unos noventa minutos antes de que terminara el día. Estaba sentada en una de las mesas que tenían forma de riñón, trabajando con uno de los cuatro grupos de lectura. Los otros estudiantes estaban trabajando en sus propios pupitres. Habíamos convertido el aula en un paisaje invernal y ocasionalmente hacía una pausa, miraba alrededor del cuarto, y disfrutaba al ver todo lo que habíamos hecho. No tenemos nieve en el sur de Texas a menudo, así que era una tradición decorar los cuartos con un tema invernal para ayudar a los estudiantes a entender cómo se ve el invierno en el norte.
Los estudiantes hicieron copos de nieve que guindaban del techo. También había dibujos creados con el detergente Ivory como «pintura» de nieve y muñecos de nieve hechos con bolas de algodón.
Un tablón de anuncios todavía tenía las resoluciones de año nuevo escritas por los estudiantes después de que regresaron de las vacaciones navideñas. Con excepción del grupo pequeño que estaba conmigo, los niños estaban sentados en las mesitas tradicionales con sillas de color café. El aula de bloques de cemento, pintada de color beige, no tenía ventanas, excepto una pequeña vertical que estaba en la puerta.
Un ruido pequeño me llamó la atención. Alcé la cabeza y dejé de leer el libro que tenía cuando se abrió la puerta del salón de clases como unos siete centímetros. Glenda Sosa, una asistente de instrucción, alta y pelirroja, me indicó con un gesto que fuera a donde estaba ella.
Negué con la cabeza y le señalé a los niños como diciéndole: «No puedo detenerme ahora. Estoy en medio de una lección».
Glenda me hizo señas nuevamente, y la mirada intensa que tenía en su rostro decía: «Ven de todas maneras. Es importante».
Asentí con la cabeza, pero me pareció extraño. Normalmente, ella hubiese dicho algo allí mismo en la puerta o hubiese hecho un gesto para dejarme saber lo que quería. Pero esta vez no.
Levanté la mano como para decirle: «Dame unos cuantos segundos», y luego me volteé hacia los niños. «Regresaré pronto. Quiero que permanezcan en silencio en sus mesas mientras que la señora Piper habla con alguien que está en la puerta».
Dejé el libro y caminé hacia ella.
«Te necesitan en la oficina inmediatamente», dijo Glenda con una voz que no sonaba del todo normal. «Te cuidaré la clase».
Le di las gracias y me fui.
Lo primero que me vino a la mente fue una pregunta: ¿Hice enojar a uno de los padres? Esa es una de las realidades de la profesión. Durante mi carrera, me he encontrado con unos cuantos estudiantes a quienes no les ha gustado algo que dije o hice, y les cuentan a sus padres, quienes se han quejado con el director de la escuela. En ocasiones me he sentado pacientemente en una reunión de padres de familia, escuchando a lo que otro de los maestros llamó: «Una queja en la cual estás infringiendo los derechos de su hijito querido». Al trabajar juntos, normalmente llegábamos a un entendimiento y el año continuaba sin ningún otro problema. Mientras caminaba hacia la oficina, no podía pensar en alguien que pudiera haberse quejado recientemente.
Luego me vino un segundo pensamiento: tal vez no entregué un formulario importante o se me olvido algo que debería haber hecho. Acababa de empezar a trabajar para el distrito y aún estaba aprendiéndome todos los detalles prácticos de lo que se esperaba de mí.
Mi tercer pensamiento fue acerca de nuestros hijos gemelos. Aunque los manteníamos en diferentes salones de clases, todavía encontraban maneras de meterse en problemas. Nunca hubo serias dificultades, eran niños buenos, pero estar en diferentes aulas, no significaba que no encontrarían maneras de estar juntos. El cuarto de baño, la cafetería y el patio del recreo eran áreas en las cuales se les permitía estar juntos, y lugares donde ellos podían concebir nuevas formas para divertirse.
Chris siempre había sido extrovertido, mientras que Joe era callado y reservado, al menos hasta que empezó a conocer gente. Juntos podían confabular toda clase de travesuras (y lo hacían a menudo), tanto en casa como en la escuela. Me vino a la mente un tiempo a principios del año, cuando estaba llevando a uno de mis estudiantes a la oficina del director. Por un lado venía Chris con su maestra de segundo grado y vi que por el otro venía Joe con su maestra. Tomé a mi estudiante de la mano y regresé a mi salón de clases. Me dije a mí misma en voz baja: «No quiero saber nada acerca de esto». (Nunca supe lo que pasó.)
Los niños. Tienen que ser los gemelos. Me pregunto qué fue lo que hicieron esta vez.
Entré a la oficina y tan pronto Mary Nell Douglas, la asistente del director me vio, se levantó del escritorio, corrió hacia mí, puso sus brazos alrededor mío y me abrazó. Mary Nell, una mujer alta, la cual ejemplificaba una actitud profesional en su carácter y manera de vestir, se comportó típicamente calurosa, amigable y cariñosa.
Aunque ese había sido mi primer año en Stevenson, Mary Nell me hizo sentir bienvenida y parte de la familia. Especialmente estaba agradecida ya que ella ofrecía consejos de una manera positiva. Era popular con todo el personal porque sentíamos que tenía nuestros mejores intereses en mente.
Solo una cosa parecía ser diferente: un abrazo no era su método usual de saludarme. Antes de que yo pudiese hablar, ella dijo: «Hemos recibido una llamada de tu iglesia».
«¿Qué?».
«Don ha sufrido un accidente. Estamos tratando de averiguar qué sucedió».
Me le quedé mirando fijamente, intentando asimilar lo que me acababa ...