Burro Genio
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Burro Genio

  1. 336 páginas
  2. Spanish
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Información

Editorial
HarperCollins
Año
2012
ISBN del libro electrónico
9780062238030

LIBRO dos

CAPÍTULO cuatro

Tenía cinco años. Era el año de 1945. Mi papá, Juan Salvador Villaseñor y yo fuimos desde la casa de nuestro rancho hasta los corrales para platicar.
“Mijito,” me dijo, “mañana comienzas a estudiar, así que es muy importante que entiendas quién eres y cuál es tu gente. Eres un mexicano. Y los mexicanos son personas tan buenas y fuertes que en todas partes, todos quieren ser mexicanos. Recuerda lo que pasaba en el barrio de Carlsbad; los gringos y los negros iban a nuestra sala de billar, se comían unas cuantas enchiladas, tomaban un par de tequilas y cantaban con los mariachis. Eso demuestra que todo el mundo ama a los mexicanos y que quieren ser mexicanos. ¿Entiendes?”
Asentí. “Sí, papá, entiendo.”
“¡Qué bien! Porque ahora que vas a estudiar, tienes que ser un buen hombrecito y empezar a analizar a las chamacas, para que a su debido tiempo, sepas cómo escoger a la mujer adecuada para que sea tu esposa. Porque lo más importante que puede hacer un hombre en toda su vida es escoger a la mujer adecuada para procrear, es decir, casarse primero y procrear después, ya que de la mujer proviene el…”
“… el instinto de supervivencia,” dije, pues había escuchado esto desde que tenía memoria.
“Bien,” dijo papá, “muy bien. Te acordaste. Y para que les parezcas atractivo a las mujeres, mijito, tienes que dejar de hurgarte la nariz y de limpiarte en los pantalones. ¿Entiendes? Lo cortés no quita lo valiente, y lo valiente no quita lo cortés.
También había escuchado eso desde que tenía memoria, pues era uno de los dichos mexicanos más antiguos.
“Sí,” asentí, “creo que sí.”
“Y además,” dijo mi papá mientras fumaba su puro grande y largo y pasábamos debajo del molle viejo y alto, “de ahora en adelante tienes que ser responsable, lo que equivale a que todos los hombres y las mujeres sepan limpiarse el trasero.”
Asentí de nuevo. Escuchaba con mucha atención todo lo que decía mi papá, porque como vivía en un rancho con caballos, ganado, camiones y tractores, había aprendido que si no estaba atento a lo que me decían, lo más probable era que me atropellara un tractor, que se me soltara la silla mientras montaba a caballo, o peor aún, que una serpiente cascabel me hiciera morir del susto por no haber prestado atención y no saber en qué lugar del cielo estaba el Padre Sol y haber mirado en cambio a las sombras del camino. Sin embargo, me costaba escuchar a mi papá, pues la cabeza no hacía más que darme vueltas.
A fin de cuentas, nunca antes me había alejado de mi familia y de todos modos, ¿qué necesidad tenía de ir a la escuela? Estaba aprendiendo todo lo que necesitaba allá en el rancho. Yo sabía ordeñar una vaca, sabía sembrar y recoger maíz para que pudiéramos hacer tortillas. ¿Qué otra cosa podría aprender en otro lugar?
“¿Me estás entendiendo entonces, mijito?” me dijo mi papá, fumando su puro. “Ahora tendrás que aprender a defenderte por tus propios medios.”
Negué con la cabeza. “No, Papá, realmente no entiendo,” dije en español. Yo no sabía inglés y en el rancho siempre hablábamos español. “¿Cómo hago para dejar de hurgarme la nariz, cuándo se me sequen los mocos? Cuando los mocos comienzan a picarme, si no me los saco me duelen. Y todavía no sé cómo limpiarme bien el trasero. ¿Hago una bola con el papel o lo extiendo en el piso y lo enrollo con mucho cuidado para que esté liso cuando me limpie?”
“¿Quién te enseñó eso de extenderlo en el piso y doblarlo?” me preguntó. “Yo nunca había pensado en eso, siempre hago una bola. ¡Oye, mijito! Todavía no has comenzado a estudiar y se te ha ocurrido una gran idea. Te diré algo: ¡te va a ir bien en la escuela! ¡Chingaos! Ya estás pensando, y en eso consiste la educación, en aprender a pensar.”
Me sentí bien cuando me dijo esto, pero de todos modos no me gustaba la idea de tener que ir a la escuela. “¿Puedo ir por lo menos a caballo?” pregunté. Montaba a caballo desde los tres años, ¡y en un caballo grande yo me sentía como Superman, más rápido que una bala y más fuerte que una locomotora!
“No, creo que no,” me dijo mi papá.
“¿Por qué no? El tío Archie dice que cuando él iba a la escuela, la mitad de los chamacos de la reservación iban a caballo, y que también llevaban sus rifles y cazaban cuando regresaban a casa para cenar.”
Mi papá levantó su sombrero Stetson y se rascó la cabeza. “Eso fue hace mucho tiempo, mijito. Ya no podemos ir a la ciudad a caballo ni con armas. Ya somos civilizados.”
No me gustó eso. Creía que tendría mejores posibilidades en la escuela si llevaba mi caballo y mi rifle de aire. Yo era muy bajito para ir a pie, y como iría a un territorio nuevo para mí, concluí que tendría más posibilidades si iba armado y a caballo.


Esa noche casi no dormí de lo inquieto que estaba. Di vueltas todo el tiempo y mi hermano y mi hermana no podían ayudarme, porque ya había aprendido que cuando te caías del caballo, sólo tú podías encargarte de tus asuntos. Nada de lo que te recomendaran cuando te cayeras de un caballo podía evitar que comieras tierra y te sintieras tan aturdido que el cerebro no te funcionara hasta no respirar. Pero después de comer tierra dos o tres veces, caerse de un caballo ya no era tan terrible. Eso lo aprendí solo.
El lunes en la mañana me desperté muy temprano, me bañé, me lavé los dientes, hice la cama, doblé mi ropa y me puse mis Levi’s nuevos y la nueva camisa a cuadros y de manga larga que me había comprado mi mamá en el JCPenney del centro de Oceanside. Me encantaba ir a esa tienda con mi mamá, porque tenían una jarra atada a un cable en la que echabas el dinero cuando pagabas, y luego alguien la subía rápidamente hasta que llegaba a una ventanita. Después la jarra se detenía misteriosamente, una empleada que estaba al lado de la ventana la agarraba, abría la tapa, sacaba el dinero, echaba el cambio, hacía el recibo, metía todo en la jarra, soltaba la cuerda, y la jarra descendía tan rápidamente como un pájaro al que se le estuvieran quemando las plumas. También me gustaba ir a JCPenney porque—mi mamá Lupe siempre lo decía—el dinero rendía más allí que en Sears. Sin embargo, era en Sears donde comprábamos casi todos los implementos para la granja y los caballos.
Después del desayuno, mi mamá me llevó al baño y limpió el huevo que me había caído en la camisa. Me di cuenta que mi mamá había sido muy sabia en insistir que compráramos una camisa a cuadros y no la azul que yo quería, porque la parte que me limpió casi no se notaba gracias a los cuadros.
Se marchó cuando terminó de limpiarme y me quedé solo en el baño. Oriné en el excusado que estaba lleno de manchas de color naranja por el agua de nuestro pozo, luego me subí en mi caja para verme en el espejo que estaba encima del lavabo, que también estaba lleno de manchas de color naranja, y vi que mi pelo estaba bien peinado, salvo atrás, donde siempre se me erizaba como las púas de un puercoespín. Me di la bendición y comencé a hablar con Dios.
“Papito,” dije, “tal vez te hayas olvidado, pues sé que Tú has estado muy ocupado, pero hoy iré solo a la escuela y soy un chamaco muy pequeño, especialmente ahora que iré a pie, así que necesito que Tú estés por favor a mi lado y me ayudes en caso de que cometa un error y me meta en problemas. ¿Sí? ¿Hacemos ese trato, Papito, vas a estar a mi lado?”
Cerré mis ojos con fuerza, como mi mamagrande Doña Guadalupe me había enseñado, y poder así escuchar la voz de Dios dentro de mí. Sin embargo, escuché algo que no creo que fuera la voz de Papito, porque oí que mi mamá me gritó, “¡Apúrate! ¡No puedes llegar tarde el primer día de escuela!”
El corazón me latió con fuerza. Me di la bendición rápidamente, y dije “Dios, nos vemos en la escuela,” y salí de nuestro viejo baño, crucé la cocina y salí por la puerta trasera. Abrí la puerta del coche, aparté a la gallina del asiento de pasajeros donde había decidido anidar, y salí con mi mamá, mientras las plumas volaban a nuestro alrededor. Mi mamá entraba a trabajar a esa hora, pero ese día me llevó a la escuela. Después iría al centro de Oceanside, a llevar la contabilidad de nuestra tienda de licores que quedaba muy cerca de la estación del tren, a poca distancia del muelle, que entre otras cosas, me encantaba; mi tío Archie a veces me llevaba a pescar allí.
Mi mamá encendió el coche que estaba debajo de los dos molles inmensos. Pasamos bajo unos pinos y luego recorrimos el extenso camino de entrada de nuestro rancho grande, a la sombra de unos eucaliptos altos.
“Te va a gustar la escuela,” me dijo Mamá. “Algunos de los días más felices de mi vida fueron cuando estudié en La Lluvia de Oro con tu madrina Manuelita.”
“Pero, ¿no te dio un poco de miedo el primer día?”
“Sí, creo que sí, pero tu madrina Manuelita era la monitora y las dos íbamos juntas a la escuela. No te preocupes,” añadió. “Conseguirás amigos, y con amigos, el estudio y la vida son mucho más fáciles, mijito.”
Confié en que mi mamá tuviera la razón, porque como vivía en un rancho, no conocía chamacos de mi edad y mucho menos tenía amigos. Creo que mi perro Sam era lo más cercano a un amigo, pero Hans y Helen Huelster, nuestros amigos alemanes, lo habían matado accidentalmente un año atrás.
Miré por la ventana del coche. Vi docenas de faisanes en nuestra huerta de limones y naranjos, y al ver estas aves tan hermosas, mi corazón adquirió alas. Luego pasamos por la huerta oscurecida por los inmensos árboles de aguacates y por el viejo árbol de nísperos donde se siempre había centenares de pájaros. Sonreí al verlos; luego llegamos a California Street, en donde teníamos nuestro buzón de correo. Giramos a la derecha, pasamos por la casa de mi tía Tota—la hermana mayor de mi mamá, que estaba casada con el tío Archie—luego tomamos una curva hacia la izquierda, después un giro cerrado hacia la derecha, pasamos por la nueva tienda de Hightower y llegamos a Coast Highway, que en ese entonces se llamaba Hill Street. Allí giramos a la derecha. En aquella época, Hill era la calle más grande, ancha y larga de Oceanside. De hecho, era parte de la antigua 101 Highway, que bordeaba toda la costa de California.
Mi mamá, que era muy buena conductora, aceleró la marcha y descendimos por una pequeña colina, arriba del puentecito por el que pasaba el brazo de mar que llegaba hasta nuestra propiedad. Subimos otra colina, al lado del cementerio donde yacía mi mamagrande Doña Guadalupe, y después pasamos por Short Street, que posteriormente se llamaría Oceanside Boulevard. Perdí la cuenta de las calles por las que circulábamos, pues de allí en adelante ya no íbamos por el perímetro de nuestro rancho grande y no sabía dónde estábamos.
Más adelante giramos a la derecha y subimos una cuesta pendiente llena de calles cortas, como si fuéramos hacia la Escuela Secundaria de Oceanside, que era muy grande. Estaba contento de que casi siempre hubiéramos girado a la derecha, porque no me gustaban los giros a la izquierda. Recordé muy claramente que cuando vivíamos en el barrio de Carlsbad, mi abuela sólo giraba a la derecha cuando me llevaba en coche, en la época en que yo era muy chico, y sólo me gustaban los giros a la derecha.
No pude creer lo que sucedió después: mientras pensaba en mi abuela, mi mamá giró abruptamente a la izquierda y se estacionó. Sentí como si todo mi mundo se hubiera trastocado. Aparecieron mi mamagrande y mi perro Sam, y supe que los necesitaría a ambos, y también a Papito Dios, si es que quería sobrevivir a ese día.
“Esta es tu escuela,” me dijo mi mamá, mientras abría la puerta y se bajaba del coche.
No me gustó lo que vi. Por todas partes corrían chamacos desconocidos para mí. Mi mamá cerró la puerta, vino por detrás del coche y me abrió la puerta.
“Vamos, mijito” me dijo.
“No,” respondí. “No quiero entrar, Mamá.”
“Tienes que hacerlo,” me dijo.
“¿Por qué?” pregunté. “Papá nunca fue a la escuela, y él dice que lo único que tiene que hacer una persona en este país es pagar impuestos y morirse.”
Ella se rió. “Bueno, eso será cierto cuando crezcas, mijito y cuando tengas negocios, pero todavía eres un chamaco, y tienes que estudiar antes de pagar impuestos y de morirte. Ven,” me dijo, “dame la mano: Yo te llevo.”
Me negué. “Mamá,” le dije, “¿Podrías quedarte hoy conmigo?”
“No creo que pueda,” me respondió. “Preguntaré; tal vez pueda. En ese caso iré a la tienda, revisaré la caja y regresaré.”
“¿De veras?”
“Sí.”
Sus palabras me reconfortaron, le di la mano a mi mamá y me bajé del coche. Había muchos chamacos con sus padres. Mi mamá se apoyó sobre los talones de sus lindos zapatos rojos y comenzó a quitarme todas las plumas blancas y marrones que tenía en la camisa y en el pelo. Miré tres eucaliptos inmensos que había enfrente de la escuela. Dos de ellos tenían una corteza suave, pero el otro tenía una corteza agrietada, sobre todo en la parte de abajo, y fue el que más me gustó de los tres. Noté que se reía como un elefante blanco, viejo e inmenso, mientras veía a los chamacos pasar a su lado. Le asentí y le dije “Buenos días” y por supuesto, él me hizo un guiño, así como siempre me decía mi mamagrande que hacían los árboles cuando los tratábamos con el corazón abierto.
“Ven, mijito” dijo mi mamá, mientras se ponía de pie y cerraba la puerta del coche. “Ya te quité casi todas las plumas. Vamos a tener que comenzar a cerrar las ventanas en las noches, para que las gallinas dejen de anidar en los asientos.”
Asentí. Algo que me gustaba mucho de mi mamá y de mi papá era que siempre pensaban por anticipado, para no cometer dos veces el mismo error, pues cometer el mismo error—algo que yo hacía con frecuencia de chamaco—podía ser doloroso, pues la vida te daba una y otra vez en el trasero.
Le agradecí a mi mamá por haberme limpiado y cruzamos la calle; se veía tan alta y hermosa con sus nuevos zapatos rojos de tacón alto y su vestido largo y suave de color gris plateado que producía un sonido suave y agradable al caminar. Ella llevaba mi merienda y me había agarrado de la mano. Sentía su mano tan tibia y agradable que el calor se extendió...

Índice

  1. Cover Page
  2. Title Page
  3. Copyright Page
  4. Dedication
  5. Tabla de contenidos
  6. Prólogo
  7. Libro Uno
  8. Libro Dos
  9. Libro Tres
  10. Epílogo
  11. Agradecimientos
  12. Acerca de la autora
  13. Otros Libros Por Victor Villaseñor
  14. Elogios para Burro Genio
  15. Acerca de la editorial