
- 320 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
En busca de la felycidad (Pursuit of Happyness - Spanish Edition)
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Información
Editorial
HarperCollinsAño
2015ISBN del libro electrónico
9780829701548SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 6
Más allá del mundo
Chris Gardner, el marine de los Estados Unidos, zarpa —por vía aérea, y es la primera vez que vuelo— pero en vez de enviarme al campo de entrenamiento cerca de una base como San Diego o Hawaii, donde parecen haber sido tomadas todas las fotografías de reclutamiento, se me dio a escoger entre ir cerca de Great Lakes, Illinois, u Orlando, Florida. Optando por el destino más lejano, imaginando que sería una plataforma desde la cual podría saltar a los puertos de escala extranjeros, me decidí por Orlando. Orlando, sin salida al mar. Con más calor que en el infierno y una humedad agobiante, así como insectos alimentados a base de esteroides.
Habiendo crecido en la montaña rusa diseñada por Freddie Triplett, la estructura institucional fue un alivio para mí. A diferencia de un entorno en el que nunca me podría desenvolver bien, la Marina proporcionaba claras directrices para hacer las cosas bien o mal, y existía un procedimiento de recompensa o castigo como consecuencia. Decididamente, una parte de mí se resentía contra la autoridad y retrocedía ante la idea de que me arrebataran mi individualidad, pero entendía el propósito y sabía cómo superarlo sin perder por completo la noción de quién era. Desde luego, la transformación de un inconformista con mis tie-dyes, mis abalorios, mi pelo a lo afro y un ligero crecimiento de vello facial en un marine rasurado, casi rapado y uniformado era más que chocante. El resultado fue un terrible caso de seudofoliculitis, a falta de mejor diagnóstico, o en otras palabras, unas enormes protuberancias que a muchos de los chicos, y en especial a los negros, les salen cuando se afeitan por primera vez. Mi pelo nunca fue el mismo después del campo de entrenamiento. A medida que transcurrieron los años, tiré la toalla y dejé de intentar hacer que volviera a crecer como era debido, y más tarde me sentí agradecido de que Isaac Hayes fuera el primero en implantar la moda de rasurarse la cabeza.
El calor y la humedad fueron duros desde el principio, pero no supe lo que era un verdadero sofoco hasta que tuve que estar de pie a pleno sol, en posición de firmes, vestido de uniforme. Mi «entrenamiento» en el aprendizaje de saber estar quieto me siguió siendo de utilidad. No se me permitía moverme ni reaccionar en absoluto ante los ríos de sudor que me corrían por la cara y la espalda, haciéndome cosquillas en las posaderas. Ni siquiera dar un respingo.
Una tarde, estando en formación, vi al suboficial mayor White, comandante de la compañía 208, caminar justo hasta donde yo estaba, así que me preparé para todo lo que tuviera que decirme.
«Hijo, ¿sabes lo que sé de ti?», me preguntó casi poniendo su nariz contra la mía, mientras los goterones de sudor no solo me corrían por la cara y el cuerpo, sino me palpaban como largos dedos abrasadores, como si un desfile de insectos me recorriera y me causara picor. No me moví. El suboficial mayor White contestó su propia pregunta: «Lo que sé de ti es que tienes mucha autodisciplina».
No es que no cometiera errores. Un poco antes, en medio de mi entusiasmo, saludé a un oficial dentro del edificio. ¿Quién sabría que no se suponía que lo hiciera? Yo lo desconocía. Solo estaba allí, saludando como un idiota, con el pecho inflado y comunicando: ¡hola, estoy en la Marina y voy a conocer el mundo! Como consecuencia fui enviado a cubierta —en realidad una expansión de grama delante de los barracones— donde aprendí exactamente cómo, dónde y cuándo saludar a un oficial. Esculturales palmeras habitadas por ardillas rodeaban aquella cubierta de práctica, el entorno perfecto para que mi oficial superior me hiciera comprender cuál era mi puesto, ordenándome permanecer en cubierta y que cada vez que viera una ardilla, corriera hasta ella, me pusiera en posición de firmes, saludara y dijera: «Buenas tardes, señor».
¡Por favor! Aquellas ardillas debieron haber tenido algún modelo precoz de teléfonos celulares, porque lo siguiente que constaté fue que esos animales parecían salir de la nada, saltando de palmera en palmera, andando por toda la «cubierta», mientras yo corría de uno a otro saludando y diciendo «Buenas tardes, señor». Como era de esperar, la parte humillante fue la amplia audiencia de compañeros reclutas allí de pie y observando desde una ventana en la planta superior de los barracones, mientras yo corría arriba y abajo saludando a un puñado de condenadas ardillas.
Sin embargo, en su mayor parte, superé el campo de entrenamiento con brillantez, como ellos lo definieron. A los graduados se les daba a elegir entre ir a una flota o una escuela «A». Junto con Jarvis Boykin, otro recluta que conocí en el campo de entrenamiento, escogí la escuela «A». Pensé que sería una oportunidad fantástica de ampliar el fundamento médico que me había proporcionado mi trabajo en la Residencia de Ancianos Heartside. Ser un estudiante de medicina en el prestigioso cuerpo del hospital de la Marina era un trampolín que, según imaginaba, me llevaría a servir en Filipinas o Corea.
El campo de entrenamiento me había formado bien, pero no había eliminado mi vena romántica. No solo estaba preparado para ver el mundo más allá del litoral familiar, sino que empezaba a pensar en poder de sanar y ayudar a los más desfavorecidos, en cambiar y salvar al mundo. Curiosamente, dio la casualidad de que la escuela a la que tendría que asistir para encaminarme por esa senda fue la U.S. Navy Hospital Corps School en Great Lakes, Illinois… no lejos de Milwaukee, Wisconsin.
Y habría otras ironías más por llegar. Después de realizar ese giro de ciento ochenta grados para acabar de nuevo en el punto de partida, al norte, me enfrenté a la alarmante información de que el U.S. Navy Hospital Corps proporcionaba respaldo y apoyo al Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En realidad, el Cuerpo de Marines formaba parte del Departamento de la Marina de los Estados Unidos, algo que nadie me comentó cuando me alisté. Mis expectativas eran estar en una instalación naval médica en el extranjero, rodeado de enfermeras uniformadas ligeramente obsesionadas por el sexo como Hot Lips Houlihan, de la serie televisiva M«A«S«H. Lo último que quería en el mundo era estar en el Cuerpo de Marines. Como me quejé ante Boykin y algunos otros colegas que conocí en Great Lakes durante nuestro tiempo de entrenamiento en los rudimentos de los primeros auxilios: «De haber querido estar en el Cuerpo de Marines, me habría enrolado en la Infantería de Marina. ¡Vamos, hombre!». Otra razón que me preocupaba cada vez más era el lugar donde estaría destinado.
Empecé a tener el mal presentimiento de que mi visión de hacerme a la mar no se iba a cumplir jamás. Me comencé a preocupar de que tal vez ni siquiera saliera de los Estados Unidos. Me había esmerado cuidándome de guardar las formas solo para asegurarme de que me enviaran a uno de los lugares que había solicitado en el formulario de mis sueños, y no para que me enviaran con los de la infantería.
Afortunadamente, me había distinguido como un estudiante que aprendía rápido en lo concerniente a la formación médica que estábamos recibiendo. Sobre el papel, todo parecía prometedor. Cuando el período de formación de doce semanas llegó a su fin, me las había apañado para mantenerme fuera del tipo de problemas en los que otros se habían metido. El ejemplo de Freddie me había quitado las ganas de ser un bebedor empedernido, además de que en realidad no me gustaba el sabor del licor. Sin embargo, cuando los chicos salían a tomar unas cervezas fuera de la base, yo los acompañaba y me bebía unas cuantas. Era algo que prácticamente iba con el uniforme. En cierta ocasión, mi colega Boykin y yo salimos de la base una noche para ir a un bar llamado el Rathskeller, y nos bebimos unas cuantas de más. Estábamos borrachos, casi nos caíamos de lo ebrios que estábamos, y esto hizo que perdiéramos el autobús y tuviéramos que regresar a la base a pie. En lugar de escoger el camino largo, entrar por la puerta principal y llegar tarde, decidimos tomar un atajo saltando por encima de la cerca.
Afuera estaba oscuro como la boca de un lobo, faltando poco para la medianoche, cuando trepamos por la alambrada y miramos hacia abajo para ver lo que parecía ser un punto de aterrizaje sólido, como tierra o la azotea de un edificio. Al golpearnos simultáneamente con una superficie de metal, comprendimos para nuestro horror que habíamos caído sobre una camioneta. Y no una camioneta cualquiera. Era una ocupada por dos hermanos de la Patrulla Costera. Por su aspecto atontado, resultaba evidente que estaban echando un sueñecito y los habíamos despertados. Ahora estaban bastante enojados.
«¡Maldición!», dijo Boykin.
«¡Allá vamos!», le dije.
De modo que a la mañana siguiente tuvimos que comparecer en la oficina del capitán, donde este decidiría nuestro destino. Boykin salió de su vista con la mala noticia de que lo embarcaban hacia el sureste de Asia. Aunque la guerra de Vietnam iba perdiendo fuerza, había una gran necesidad de médicos para repatriar a las tropas. No es que yo quisiera ir allí, pero eso significaba salir del país.
Cuando me tocó a mí, entré y esperé al capitán, permaneciendo de pie con la cabeza bien alta, esperando que hubiera revisado mi expediente y los destinos que había pedido, y que tuviera a bien pasar por alto las fechorías de la noche anterior.
El capitán llegó, se sentó y me miró de arriba abajo. Se quedó pensativo por un segundo y luego preguntó:
—¿Juega usted al fútbol?
—Sí, señor, juego al fútbol.
—Muy bien —prosiguió tomando nota—. Irá usted al Campamento Lejeune. Tienen un buen equipo de fútbol y necesitan a un chico alto como usted.
Puso mi expediente a un lado y gritó:
—¡Siguiente!

Buenas y malas noticias. Las malas eran que, como ya había empezado a sospechar antes de abandonar Great Lakes y llegar al Campamento Lejeune, no saldría de los Estados Unidos. Conocer el mundo significaría explorar los lugares mas remotos de Jacksonville, Carolina del Norte, donde Jim Crow parecía estar vivo y bien siempre que poníamos el pie fuera de la base. Y no solo eso, sino que el Campamento Lejeune era la mayor base del Cuerpo de Marines del mundo, habitado por sesenta mil marines y seiscientos marineros. De modo que ahora, fiel a mis temores, formaba parte de la Infantería de Marina. El único rayo de esperanza en medio de esta pésima noticia fue que me enviaban al Centro Médico Regional de la Marina, y no a las Fuerzas de la Flota de la Infantería, solo porque el capitán que me mandaba era un buen amigo de los integrantes del equipo de fútbol del hospital de la Marina, uno de los mejores que había en ese cuerpo.
Las buenas noticias fueron que durante los dos años siguientes serví, trabajé, aprendí y viví en un entorno muy parecido al de una universidad. Aunque la Marina se hizo cargo de mis gastos básicos, jugué al fútbol, recibí una educación práctica que rivalizaba con la que la mayoría de los estudiantes de premedicina recibían en las universidades más prestigiosas, y me lo pasé muy bien. Cuando llegué, un coordinador explicó que las barracas estaban llenas y no había ningún sitio donde pudiera pernoctar. Junto con un grupo de otros tres chicos a los que tampoco les habían asignado barracas, me llevaron para enseñarme el hospital.
Cuando llegamos a un ala que no se había abierto aún de forma oficial para los pacientes, el coordinador me anunció: «Este es el lugar. Chicos, ustedes se quedarán aquí».
No tardamos en convertir aquel sitio en el centro de las fiestas. No era la suite del ático en el Palmer House, pero aprovechamos el espacio y convertimos el piso superior para los pacientes y la sala de televisión en nuestra residencia de solteros, conectando nuestros estéreos a un sistema de sonido polifónico impresionante. De repente, todo era fabuloso. Lo que había parecido una racha de mala suerte resultó ser una bendición clara y rotunda.
El hospital era de última generación, y el personal tanto militar como civil constituía lo mejor y más brillante de la nación. Una vez más, cuando recibí mi asignación de trabajo, la cual podría haber abarcado desde la ortopedia a la pediatría o desde la proctología a la psiquiatría, entre otras ramas, saqué una carta premiada y mi destino fue trabajar en la Sección General de Cirugía con la teniente comandante Charlotte Gannon, una absoluta joya.
Vestida de forma esmerada con su uniforme blanco, su gorra de la Marina y el emblema de tres galones y medio, la teniente comandante Gannon había salido del Hospital General de Massachusetts y dirigía su sección con autoridad, excelencia y compasión. Era un entorno ideal en el que aprender, y yo progresé mucho bajo su supervisión. Me metí de lleno en cada aspecto de mi trabajo, todo era poco para ayudar a los pacientes, principalmente marines y sus familiares, así como a la gente local que necesitaba cirugía especializada no disponible en otros hospitales de la zona. A estas alturas había aprendido el poder que hay en hacer preguntas, y sabía que a los mejores médicos no les importaba
Gannon apreciaba mi concentración y mi deseo de saber más, y aceptaba mi letanía de preguntas: «¿Cómo se le llama a esto?»; «¿Cómo hace usted aquello?»; «¿Por qué hace esto?»; «¿Le importaría enseñarme eso?»; «¿Me permite intentarlo?». Ella me enseñó tanto que influyó en mí a la hora de tomar todo tipo de decisiones de vida o muerte. Gracias a mi experiencia en Heartside y una buena instrucción en el Hospital Escuela de la Infantería de Marina de Great Lakes, yo era claramente superior a cualquiera que trabajara en mi posición. Enseguida me convertí en uno de sus favoritos y varios de los demás doctores también me respetaban, todo lo cual me vino muy bien cuando me metí en problemas o necesité un abogado.
Ninguno de los demás doctores parecía molestarse por mis preguntas, sobre todo porque generalmente con una vez que me explicaran algo ya lo captaba. Aunque todavía lo desconocía, muchos aspectos de mi trabajo médico se trasladarían a otros ámbitos, ninguno tan importante quizá como saber organizar mi tiempo. Además, me gustaba lo que hacía, desde cambiar los vendajes y reponer los sueros administrados por vía intravenosa hasta proporcionar el cuidado postquirúrgico de las suturas, examinando tejidos y desbridando heridas, llevando a cabo varios procedimientos de forma simultánea. Aparte de ser realmente bueno en estos deberes específicos, tenía presente cómo mi trabajo afectaba la salud global de los pacientes y su bienestar. Con ese fin, le atribuía gran importancia a mantener notas detalladas en las planillas que ayudaban a los cirujanos y las enfermeras a seguir el cuidado del paciente: a qué hora se había cambiado las vendas, cuál era el aspecto de la herida, cómo olía, si parecía que la herida se iba curando, mejoraba o si el paciente se quejaba de esto o lo otro.
Tras un breve período de tiempo, todos los chicos —de todos los trasfondos— preguntaban por «Doc», como me llamaban. Mi reputación era tal que cada vez que alguien recibía un disparo, antes de que llegara a la sección, le aconsejaban que se asegurara de preguntar por mí, pues en lo referente a heridas de bala nadie podía tratarlas como yo. Incluso cuando estaba ocupado o ausente, si les asignaban a otra persona, decían: «No, esperaré a Doc». Lo mismo ocurría cuando alguien quería que le cambiaran el vendaje. Me parecía haber recorrido un largo camino desde que intenté cubrir mi propia herida con un Kotex.
Una de mis primeras y más difíciles tareas me llevó al lugar donde se había producido un percance: una camioneta que transportaba a una docena o más de hermanos portorriqueños, todos marines, habían sufrido un terrible accidente cuando subían hacia la ciudad de Nueva York para pasar el fin de semana. Aparte de la sangre y las vísceras, tuve que ayudar a sacar de la camioneta a tirones a doce mari...
Índice
- Cover Page
- Title Page
- Copyright Page
- Dedication
- Contenido
- Agradecimientos
- Nota del autor
- Prólogo: ¡Adelante!
- Primera parte
- Segunda parte
- Tercera parte
- Epílogo: Más bendecido de lo que mil hombres pudieran soñar