Ve y pon un centinela (Go Set a Watchman - Spanish Edition)
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Ve y pon un centinela (Go Set a Watchman - Spanish Edition)

  1. 304 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ve y pon un centinela (Go Set a Watchman - Spanish Edition)

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Información

Editorial
HarperCollins
Año
2015
ISBN de la versión impresa
9780718076344
ISBN del libro electrónico
9788468767048
Categoría
Literatura
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15

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«Loco, loco, loco de remate. Bueno, así son todos los Finch. Aunque la diferencia entre el tío Jack y los demás es que él sabe que está loco».
Estaba sentada a una mesa detrás de la heladería del señor Cunningham, comiendo de una tarrina de papel encerado. El señor Cunningham, hombre de inflexible rectitud, le había regalado el helado por haber adivinado su nombre el día anterior. Esa era una de las pequeñas cosas que adoraba de Maycomb: que la gente siempre se acordaba de sus promesas.
¿Adónde quería ir a parar su tío? Prométemelo… lo que era accesorio… anglosajón… palabra contaminada… Childe Roland. «Espero que no pierda la cabeza ni el pudor, o tendrán que encerrarlo. Está tan alejado de este siglo que no puede ir al cuarto de baño, él va al excusado. Pero, loco o no, es el único que no ha hecho o dicho nada… ¿Por qué he vuelto aquí? Solo para regodearme, supongo. Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo habrá sido un sueño. Jem dejaba su caña de pescar allí, desenterrábamos lombrices al lado de la valla trasera, y una vez planté un brote de bambú y nos peleamos por él durante veinte años. El señor Cunningham debe de haber echado sal en la tierra donde crecía, ya no lo veo».
Sentada al sol de la una de la tarde, reconstruyó su casa, pobló el jardín con su padre, su hermano y Calpurnia, puso a Henry al otro lado de la calle y a la señorita Rachel en la casa de al lado.
Eran las dos últimas semanas del curso escolar y ella iba a su primer baile. Era costumbre que los miembros de la clase de último año invitaran a sus hermanas o hermanos pequeños al baile de graduación que se celebraba la víspera del banquete de secundaria y bachillerato, el último viernes de mayo.
El suéter de fútbol de Jem se había ido volviendo cada vez más bonito: era el capitán del equipo, el primer año que Maycomb había vencido a Abbottsville desde hacía trece temporadas. Henry era el presidente de la Sociedad de Debate de los alumnos de último curso, la única actividad extraescolar para la que tenía tiempo, y Jean Louise era una gordinflona de catorce años inmersa en la poesía victoriana y las novelas de detectives.
En aquella época, cuando estaba de moda buscar novia al otro lado del río, Jem estuvo tan locamente enamorado de una chica del condado de Abbott que pensó seriamente en hacer el último curso en el instituto de Abbottsville, pero se lo quitó de la cabeza Atticus, que se puso firme y compensó a Jem avanzándole el dinero necesario para comprarse un Ford Model-A cupé. Jem pintó el coche de color negro brillante y, con un poco más de pintura, consiguió el efecto de neumáticos de banda blanca. Mantenía su automóvil bruñido a la perfección y todos los viernes por la tarde se iba a Abbottsville con aire de serena dignidad, ajeno al hecho de que su automóvil sonaba como un gigantesco molinillo de café y de que, allá donde fuera, los perros solían congregarse en gran número.
Jean Louise estaba segura de que Jem había hecho algún trato con Henry para que este la llevara al baile, pero no le importaba. Al principio no quería ir, pero Atticus dijo que parecería raro que estuvieran allí todas las hermanas menos la de Jem, que se lo pasaría bien y que podía ir a la tienda de Ginsberg y elegir el vestido que quisiera.
Encontró uno precioso. Blanco, con mangas abullonadas y una falda que se inflaba cuando daba vueltas. Solo tenía una pega: que vestida con él parecía un bolo.
Consultó a Calpurnia, quien le dijo que, en lo tocante a su figura, nadie podía hacer nada y que así era ella: poco más o menos igual que todas las chicas de catorce años.
—Pero tengo una pinta tan rara… —dijo Jean Louise tirándose del escote.
—Estás como siempre —observó Calpurnia—. Quiero decir que estás igual con todos los vestidos que tienes. Ese es como los demás.
Jean Louise estuvo tres días preocupada. La tarde del baile regresó a Ginsberg y eligió un par de pechos de relleno para el vestido, se fue a su casa y se los probó.
—Mira ahora, Cal —le dijo.
—Estás bien de figura, sí —le dijo Calpurnia—, pero ¿no deberías haber ido poniéndotelos poco a poco?
—¿Qué quieres decir? —le preguntó.
—Que deberías haber probado a llevarlos un tiempo para acostumbrarte a ellos. Ahora ya es tarde —masculló Calpurnia.
—Venga, Cal, no seas tonta.
—Bueno, tráelos aquí. Voy a coserlos.
Al dárselos, una idea repentina asaltó a Jean Louise dejándola clavada en el suelo.
—Ah, Dios mío —susurró.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Calpurnia—. Te has estado preparando para esto una semana entera. ¿Qué se te ha olvidado?
—Cal, creo que no sé bailar.
Calpurnia puso los brazos en jarras.
—Buen momento para pensar en eso —contestó, mirando el reloj de la cocina—. Son las cuatro menos cuarto.
Jean Louise corrió al teléfono.
—Seis cinco, por favor —dijo y, cuando contestó su padre, ella se puso a llorar.
—Cálmate y consulta a Jack —le aconsejó Atticus—. Se le daba bien bailar en sus tiempos.
—Menudo minué debía bailar —replicó ella, pero llamó a su tío, quien respondió con entusiasmo.
El doctor Finch enseñó a bailar a su sobrina al son del tocadiscos de Jem.
—No tiene nada de particular… como el ajedrez… Tú concéntrate… No, no, no, mete el trasero… No estás jugando al rugby… Odio los bailes de salón… Se parece demasiado a trabajar… No intentes llevarme tú… Si él te pisa, la culpa es tuya por no apartar el pie… No mires al suelo… No, no, no… Ya lo tienes… Básico, no intentes nada complicado.
Tras una hora de intensa concentración, Jean Louise dominaba ya un paso sencillo. Contaba empecinadamente para sus adentros y admiraba la habilidad de su tío para hablar y bailar al mismo tiempo.
—Relájate y lo harás bien —le dijo él.
Calpurnia le pagó por sus esfuerzos invitándolo a tomar café y a cenar, y él aceptó ambas invitaciones. Pasó una hora a solas en el salón hasta que llegaron Atticus y Jem. Su sobrina se había encerrado en el baño y allí se quedó, bañándose y bailando. Salió radiante, cenó en albornoz y desapareció en su cuarto sin darse cuenta de lo divertida que le parecía a su familia.
Mientras se vestía oyó los pasos de Henry en el porche y pensó que llegaba a buscarla demasiado temprano, pero él siguió avanzando por el pasillo hacia el cuarto de Jem. Se aplicó Tangee Orange en los labios, se cepilló el cabello y se aplastó el flequillo con un poco de fijador de Jem. Su padre y el doctor Finch se pusieron en pie cuando ella entró en el salón.
—Pareces un cuadro —dijo Atticus, y le dio un beso en la frente.
—Cuidado —observó ella—, que vas a despeinarme.
—¿Hacemos un último ensayo? —preguntó el doctor Finch.
Henry se los encontró bailando en el salón. Parpadeó cuando vio la nueva silueta de Jean Louise y, dándole unos golpecitos en el hombro al doctor Finch, preguntó:
—¿Puedo interrumpir, señor? Estás muy guapa, Scout —le dijo a ella—. Tengo una cosa para ti.
—Tú también estás bien, Hank —respondió Jean Louise.
Los pantalones de Henry, los de sarga azul de los domingos, tenían la raya vistosamente marcada y su chaqueta color marrón claro olía a detergente. Jean Louise reconoció la corbata color azul claro de Jem.
—Bailas bien —comentó él, y Jean Louise tropezó.
—¡No bajes la vista, Scout! —la regañó el doctor Finch—. Te he dicho que es como llevar una taza de café. Si la miras, la derramas.
Atticus abrió su reloj de bolsillo.
—Será mejor que Jem se marche ya si quiere ir a buscar a Irene. Esa cafetera que tiene no pasará de los cincuenta.
Cuando apareció Jem, Atticus lo mandó otra vez a su cuarto a cambiarse de corbata. Cuando volvió a aparecer, Atticus le dio las llaves del coche familiar, un poco de dinero y un sermón sobre la conveniencia de no ir a más de ochenta.
—Oye —dijo Jem, después de decir los cumplidos de rigor a Jean Louise—, vosotros podéis ir en el Ford, así no tendréis que venir conmigo hasta Abbottsville.
El doctor Finch se palpó nerviosamente los bolsillos de la chaqueta.
—A mí poco me importa cómo vayáis —dijo—. Marchaos de una vez. Me estáis poniendo nervioso aquí plantados, vestidos con vuestras mejores galas. Jean Louise está empezando a sudar. Entra, Cal.
Calpurnia, que se había quedado tímidamente en el vestíbulo, aprobó a regañadientes la escena que se ofrecía a sus ojos. Le ajustó la corbata a Henry, quitó una pelusa invisible de la chaqueta de Jem y solicitó la presencia de Jean Louise en la cocina.
—Creo que deberíamos coserlos —le dijo, dudosa.
Henry gritó que tenían que irse ya o al doctor Finch le daría un ataque.
—Todo irá bien, Cal.
Al regresar al salón, encontró a su tío inmerso en un torbellino de impaciencia reprimida. Su padre, en cambio, espera...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Dedicatoria
  5. Primera Parte
  6. Segunda Parte
  7. Tercera Parte
  8. Cuarta Parte
  9. Quinta Parte
  10. Sexta Parte
  11. Séptima Parte
  12. Notas