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Información
ISBN del libro electrónico
9780718090449Categoría
Políticas de Oriente MedioSEGUNDA PARTE
EL VIAJE
Europa, agosto-septiembre de 2015
Para emigrar con éxito necesitas conocer las leyes. Tener ingenio, un smartphone y estar conectado a Facebook y WhatsApp. Y disponer de dinero. Lo ideal es saber un poco de inglés. Y, en mi caso, necesitas además una hermana que empuje tu silla de ruedas.
Nujeen
9
Amplía tus horizontes
Gaziantep, sábado 22 de agosto de 2015
No fue fácil decir adiós. La noche anterior ayee hizo mi cena favorita, un plato tradicional kurdo de pavo con bulgur y perejil, de sabor muy fuerte si no lo has comido antes. Nasrine contó nuestro dinero: tenía un monederito que se colgaba del cuello con trescientos dólares y mil trescientas liras turcas (durante el viaje cambiaríamos dinero para tener euros). Luego revisó nuestro equipaje. Había comprado una mochila gris que llevaba escrito Touching air y en la que metió una muda de ropa para las dos –camisa y pantalones vaqueros–, nuestros pijamas, ropa interior, los cepillos de dientes y un cargador para su móvil, que era lo más importante del equipaje. También llevábamos un andador para mí. Era un poco aparatoso de transportar, pero podía ser muy útil para ir al servicio. No parecía gran cosa para un viaje tan largo.
Mi padre, que siempre dice que la familia es lo más importante en la vida, lloró mucho. «Reza para que no nos pase nada, yaba», le dije. Yo no quería que viniera al aeropuerto porque sabía que iba a emocionarse y no me gusta que la gente llore.
Solo vinieron a despedirnos ayee y Mustafa. Antes de irnos, mi madre me quitó mi cadena de oro de Alepo, que era la única cosa de valor que yo tenía, porque habíamos oído contar que podía haber ladrones por el camino. Se la puso al cuello y empezó a llorar. «Pero bueno, si no me voy a Nueva York ni a Los Ángeles, solo me voy a Europa», le dije enfadada. Luego Nasrine empujó mi silla de ruedas, pasamos junto a un gran anuncio de Turkish Airlines que proclamaba Amplía tus horizontes y les dije adiós con la mano.
Yo no veía aquello como una despedida. Estaba segura de que volvería a verlos a todos muy pronto. Y además estaba ilusionada. ¡Yo, que había pasado tantos años sin apenas salir de nuestro apartamento del quinto piso en Alepo, iba a viajar a Alemania! Íbamos a cruzar Turquía en avión hasta Esmirna, luego cruzaríamos el mar y llegaríamos a Alemania para reunirnos con Bland, que se había marchado cuatro meses antes. Yo había buscado en Google «Dortmund», la ciudad donde vivía mi hermano, y estaba a algo menos de tres mil kilómetros a vuelo de pájaro (una expresión un poco rara si lo piensas bien, porque los pájaros no vuelan siempre en línea recta) y a unos tres mil setecientos por carretera.
Mis padres dijeron que eran demasiado mayores para hacer un viaje tan largo, y Mustafa tenía que seguir ganando dinero para pagar el alquiler de su casa y nuestro viaje. Así que solo iríamos Nasrine y yo. Y mi silla de ruedas, que una organización benéfica nos había cedido hacía poco.
Decidimos marcharnos porque en Gaziantep la vida se había detenido. Los turcos nos habían dejado entrar en su país, pero no nos querían allí. Antes éramos sirios orgullosos con una cultura milenaria. Ahora éramos refugiados. O sea, nada. Bland no podía trabajar, Nasrine no podía estudiar. La ventaja era que no había gatos ni perros callejeros, ni bombas, ni metralla, aunque nosotros nos sobresaltábamos cada vez que a alguien se le caía algo al suelo o que un coche petardeaba. La verdad es que los sirios vivíamos fatal en Turquía. Y encima nosotros éramos kurdos. Solo podías trabajar ilegalmente, y entonces estabas a merced de jefes turcos que se aprovechaban pagando salarios de miseria, y a veces nada.
Yo estaba bien porque me entretenía viendo la tele para mejorar mi inglés (no quería aprender turco porque me parecía un idioma horroroso) y recopilando datos en Internet. Es maravillosa esa sensación de tener información nueva, y Shiar me había prestado un ordenador portátil para que pudiera buscar lo que quisiera. Para mí era como descubrir un tesoro escondido. ¿Quién fue el creador de Tom y Jerry? ¿A cuánto asciende la fortuna de Mark Zuckerberg? ¿Cómo se le ocurrió a Stephenie Meyer la idea de los vampiros para escribir Crepúsculo? Pero, sobre todo, busqué información sobre James Scott y Alison Sweeney, los actores que hacían de EJ y Sami en Days of our lives.
También me obsesioné con la reina Victoria, que después de la muerte de su marido vistió de luto hasta el final de su vida, o sea, un montón de años, porque se quedó viuda a los cuarenta y dos y murió a los ochenta y uno.
Es curioso porque en las películas siempre parece muy agria, pero luego me enteré de que había escrito un montón de diarios que podían leerse en Internet, y leí algunos (¡no los ciento cuarenta y un volúmenes!) y resulta que no era así en absoluto. Alberto era primo suyo, alemán, y Victoria tuvo que pedirle en matrimonio porque la reina era ella. Lo que más me gustaba era que subió al trono siendo muy joven, con solo dieciocho años, y se casó a los veinte, pero no perdió su alegría juvenil y, aunque era la persona más poderosa del mundo, escribía en su diario acerca de que estaba locamente enamorada, como una adolescente, y de que a la mañana siguiente de su boda miró la «bella cara» de Alberto, y de cómo hablaban de ópera, de arquitectura y exposiciones. Detesto que las mujeres renuncien a su verdadera esencia. Tienes que hacer locuras, enamorarte, llorar con las películas y cantar bajo la lluvia, por poderosa que seas.
Cuando Alberto murió de fiebres tifoideas a la edad de cuarenta y dos años, Victoria escribió que tenía «el corazón roto». Nunca se recuperó del todo. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar que a las reinas también pudiera partírseles el corazón.
Otro dato interesante: el primer nombre de Victoria era Alexandrina. Se lo pusieron por el nieto de Catalina la Grande, el zar Alejandro I, que derrotó a Napoleón y era un Romanov.
A nosotros también nos hacía falta una reina poderosa o un Romanov para resolver los problemas de Siria. Tal vez el lector no lo sepa, pero hace muchos años tuvimos una reina muy poderosa en Siria. Es la que sale en nuestros billetes de quinientas libras. Se llamaba Zenobia, descendía de Cleopatra y nació en Palmira en el siglo III. Al igual que Victoria, subió al trono siendo muy joven, cuando estaba en la veintena, y tuvo su propio imperio, el de Palmira. Era tan audaz que se atrevió a desafiar el poder de Roma, el mayor imperio del mundo, y conquistó Egipto y gran parte de la actual Turquía. Una mujer haciendo algo así… ¡El Daesh la detesta!
Llevábamos un año en Gaziantep, y la posibilidad de volver a Siria parecía cada vez más remota. El Daesh se estaba extendiendo como una plaga. Me niego a llamarlos «Estado Islámico», porque ¿quién dice que sean un estado? ¿Puedo fundar yo el estado de Nujeen? ¡Claro que no!
Justo después de que nos fuéramos de Manbij, en agosto de 2014, cercaron el monte Sinyar, de donde huyeron miles de yazidíes después de que los yihadistas masacraran a cientos de personas en las aldeas de los alrededores, incluyendo niños, diciéndoles que o se convertían o los decapitaban, y apresaran a centenares de mujeres para violarlas y esclavizarlas. Ver a aquel pueblo desesperado atrapado en la montaña sin comida ni agua por fin hizo reaccionar al mundo. Los Estados Unidos y Gran Bretaña ayudaron a las fuerzas iraquíes a evacuar a los yazidíes de la montaña y al mes siguiente los Estados Unidos y unos pocos países árabes como Jordania, Emiratos Árabes Unidos y Baréin emprendieron ataques aéreos contra Siria.
Después de la masacre de Sinyar, el Daesh se dirigió a Kobane y, como todo el mundo pensó que harían lo mismo allí, la ciudad entera fue evacuada, incluidas nuestra hermana Jamila y gran parte de nuestra familia. Los combatientes kurdos del YPG se quedaron. Nosotros veíamos por YouTube las largas filas de gente junto a la valla fronteriza. Cargaban con sus pertenencias en bolsas y fardos y, como en las películas de guerra, parecían desesperados. También hablábamos por teléfono con gente que nos contaba que aquello parecía el Día del Juicio Final. Mi madre decía que había soñado que el Daesh tomaba la ciudad. Kobane era una ciudad kurda, siempre lo había sido, y era horroroso pensar que pudieran conquistarla los yihadistas. Yo no quería que hubiera otra fecha horrible que marcar en el calendario, como la de la masacre de Halabja. Los kurdos somos en verdad los huérfanos de este mundo. Como suelo hacer en situaciones críticas, para calmarme recurrí al Corán, a mi capítulo preferido, la sura de Yasin, que nosotros llamamos «el corazón del Corán» y que siempre me reconforta.
Empezaron a llegar familiares de Kobane, entre ellos la tía Shamsa y el tío Bozan, y pronto nuestro apartamento en Gaziantep estuvo lleno de gente: vinieron treinta y seis personas a casa. Como no teníamos cojines y mantas suficientes para todos, la primera noche la pasamos en vela, charlando, y era como estar otra vez en casa.
Pasaron casi cinco meses antes de que la gente pudiera retornar, en enero de 2015, cuando las fuerzas del YPG y los ataques aéreos de la coalición encabezada por Estados Unidos lograron expulsar al Daesh de Kobane. Los combates habían dejado la ciudad prácticamente arrasada, pero no nos importaba que solo quedaran migajas con tal de no estar bajo dominio del Daesh.
Pero lo peor llegó después, en febrero de 2015, cuando quemaron vivo a un piloto jordano al que habían derribado. Encerraron al pobre hombre en una jaula, le prendieron fuego y publicaron el vídeo. Y en mayo conquistaron la antiquísima ciudad de Palmira y decapitaron a un arqueólogo de ochenta y dos años al que todo el mundo llamaba Míster Palmira porque sabía más que nadie sobre las ruinas. Colgaron su cadáver boca abajo, con la cabeza en el suelo, a su lado, todavía con las gafas puestas. Luego empezaron a volar templos y tumbas de dos mil años de antigüedad y a destruir estatuas antiguas con martillos hidráulicos.
En cuanto a El Asad, había convocado elecciones y se había hecho reelegir por tercera vez para una legislatura de siete años. El régimen seguía con los bombardeos. Esta historia, por lo visto, no tiene ningún lado bueno.
Entre tanto seguían muriendo sirios atrapados entre dos fuegos. Cada familia tenía una tragedia que contar, y cada vez que sonaba el teléfono nos echábamos a temblar. El 25 de junio de 2015 recibimos una llamada espantosa. La tía Shamsa y el tío Bozan, que se habían trasladado a Turquía después de que Kobane fuera atacada, habían vuelto a Siria para asistir al entierro del suegro de su hija, mi prima Dilba. El hombre había muerto al estallar una mina después de que el Daesh fuera expulsado de Kobane. Mi madre les suplicó que no fueran, pero la tía Shamsa se empeñó, diciendo que aquella sería la última vez que pisaría Siria antes de partir hacia Europa.
El día del entierro, a primera hora de la mañana, hombres del Daesh que se habían afeitado la barba y vestían como milicianos del YPG –las Unidades de Defensa del Pueblo kurdas– entraron en el pueblo de Barkh Botan, en el límite sur de Kobane, y fueron casa por casa asesinando gente. Dejaron una sola persona viva de cada familia para que contara lo que había visto.
Luego hicieron estallar tres coches bomba a las afueras de Kobane y se pusieron a dar vueltas por la ciudad en coches blancos o a pie, matando a la gente que trataba de huir. Los francotiradores apostados en las azoteas disparaban a quienes intentaban recuperar los cadáveres de las calles.
Mis tíos oyeron las explosiones y el tiroteo y huyeron en su coche. Llamaron a su hijo Mohammed y le dijeron: «El Daesh está aquí y no sabemos dónde ir». Luego volvieron a llamarlo muy aliviados porque habían conseguido llegar a un puesto de control del YPG. Fue lo último que Mohammed supo de ellos. En realidad, los del puesto de control eran del Daesh y los mataron a tiros. Así, sin más. Fue el peor día de mi vida.
Esa noche fueron asesinados más de trescientos civiles. No era de extrañar que la gente siguiera huyendo de Siria. Al llegar agosto habían abandonado el país cuatro millones de personas y otros ocho millones habían dejado sus hogares. Es decir, el cuarenta por ciento de la población total. La mayoría, como nosotros, había emigrado a países vecinos como Líbano, Jordania o Turquía, pero esos sitios estaban llenos y la gente era consciente de que aquella situación se iba a prolongar mucho tiempo, de modo que unas trescientas cincuenta mil personas habían decidido marchar hacia Europa. Formaban una auténtica marea humana y, por lo que veíamos en la tele y oíamos en las noticias, daba la impresión de que la Unión Europea no daba abasto. Había tantos desplazados que el mes anterior a nuestra partida la UE recibió treinta y dos mil solicitudes de asilo.
Bland y Mustafa nos dijeron que si queríamos marcharnos tendríamos que hacerlo cuanto antes.
La manera más fácil era coger un avión con destino a algún país de la Unión Europea y solicitar asilo al aterrizar, pero no puede uno subirse a un vuelo internacional sin pasaporte o visado, y nosotras no teníamos ninguna de las dos cosas.
Así que solo nos quedaban dos opciones. Estaba la ruta mediterránea a través de Libia y luego cruzando el mar hasta Italia, pero era muy peligrosa. Habíamos envidiado a los libios cuando se libraron del coronel Gadafi en 2011, pero ahora el país estaba sumido en el caos: las distintas milicias luchaban entre sí y dos o tres grupos se habían repartido el territorio. Se decía que la policía arrestaba a los extranjeros y los encerraba en centros de detención donde recibían palizas y cogían enfermedades como la sarna y que, si conseguían salir y encontrar un traficante de personas, a menudo los metían en barcos maltrechos que se iban a pique. En un solo naufragio, en abril de 2015, se habían ahogado unas ochocientas personas. La alternativa menos arriesgada era la ruta balcánica desde Turquía hasta Grecia, que ya estaba en la Unión Europea, donde, por lo visto, debido al Acuerdo de Schengen no había controles fronterizos y podías pasar de un país a otro sin enseñar el pasaporte.
La travesía terrestre más sencilla era la que pasaba por Turquía y Grecia. Entre ambos países hay una frontera de unos doscientos kilómetros que discurre paralela a un río que se puede vadear, menos unos doce kilómetros en los que la raya fronteriza se aleja del curso del río. Pero los griegos estaban sumidos en una profunda crisis económica y lo último que querían era recibir más inmigrantes. De modo que en 2012 blindaron la frontera con una valla de alambre de espino de tres metros y medio de alto, cámaras de infrarrojos y guardias fronterizos. Así pues, la única ruta terrestre accesible era la que pasaba por Bulgaria, la que había tomado Bland.
Hay menos de ciento sesenta kilómetros entre Estambul y la frontera con Bulgaria, pero había un problema, y es que el último tramo discurría entre altas montañas cubiertas de bosque. La gente se perdía en ellas o moría congelada en invierno. Ahora era verano, pero no había forma de subir aquellas montañas en mi silla de ruedas. Además, con el aumento del número de refugiados, los guardias fronterizos búlgaros habían comenzado a agredir a la gente y a azuzar a sus perros para hacerlos retroceder.
Bland había pagado a un traficante de personas para hacer la travesía y aun así tuvo que intentarlo tres veces hasta que consiguió cruzar. Cuando por fin lo logró, lo detuvieron en un control de policía justo antes de llegar a Sofía y pasó dieciocho días en prisión, donde le robaron todo su dinero.
En realidad es ilegal encarcelar a solicitantes de asilo. La Convención de Naciones Unidas sobre los Refugiados permite a una persona que huye de un conflicto armado entrar en un país sin trámite alguno: solo cuando se le deniega el asilo puede ser encerrado en prisión. Pero varios países de la Unión Europea (Malta, Italia y Grecia) llevaban años contraviniendo esa ley y nadie hacía nada al respecto.
Las condiciones de vida en las cárceles búlgaras eran terribles, pero lo que más miedo le daba a Bland era que le tomaran las huellas dactilares. Todos los inmigrantes conocen el Protocolo de Dublín según el cual una persona debe solicitar el estatus de refugiado en el primer país de la Unión Europea al q...
Índice
- Cover Page
- Title Page
- Copyright Page
- ÍNDICE
- Prólogo: La travesía
- PRIMERA PARTE: Perder un país
- SEGUNDA PARTE: El viaje
- TERCERA PARTE: Una vida normal
- Apéndice: Mi viaje
- Agradecimientos