Redescubrir el Espíritu Santo
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Redescubrir el Espíritu Santo

La presencia perfeccionadora de Dios en la creación, la redención y la vida diaria

  1. 240 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Redescubrir el Espíritu Santo

La presencia perfeccionadora de Dios en la creación, la redención y la vida diaria

Descripción del libro

El autor, pastor y teólogo Mike Horton les presenta a los lectores la persona olvidada del Espíritu Santo, demostrando que la obras del Espíritu de Dios son mucho más comunes de lo que pensamos.

El Espíritu Santo está tan activamente involucrado en nuestras vidas que damos por sentada su presencia. Como dicen, la familiaridad lleva a la indiferencia. Al igual que damos por sentado el aire que respiramos, hacemos lo mismo con el Espíritu Santo simplemente porque dependemos constantemente de él.

Como el bastón llega a ser una extensión del cuerpo del ciego, comenzamos a creer con demasiada facilidad que el Espíritu Santo es una extensión de nosotros mismos. Sin embargo, el Espíritu está en el centro de la acción en el drama divino desde Génesis 1:2 hasta Apocalipsis 22:17. La obra del Espíritu es tan esencial como la del Padre y el Hijo, pero la obra del Espíritu se atribuye siempre a la persona y a la obra de Cristo. De hecho, la eficacia de la misión del Espíritu Santo se mide por el grado en el que estamos conectados con Cristo.

El Espíritu Santo es la persona de la Trinidad que trae la obra del Padre, en el Hijo, hasta su finalización. En todo lo que la Trinidad realiza, este trabajo de perfeccionamiento es característico del Espíritu. En este libro el autor, pastor y teólogo Mike Horton presenta a los lectores la persona olvidada del Espíritu Santo, demostrando que las obras del Espíritu de Dios son mucho más comunes de lo que pensamos. Horton sostiene que debemos dar un paso atrás para enfocarnos en el Espíritu, su persona y sus obras, a fin de reconocerlo como alguien distinto a Jesús o a nosotros mismos, y mucho menos como parte de su creación.

A través de esta contemplación podemos obtener una nueva dependencia del Espíritu Santo en cada área de nuestras vidas.

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Información

Editorial
Vida
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9780829768039
CAPÍTULO 1
SEÑOR Y DADOR DE VIDA
El Espíritu Santo está obrando eternamente dentro de la Trinidad, descansando en el Padre por medio del Hijo. En todas las obras externas de la Trinidad —la creación, la providencia, la redención y la consumación— el Espíritu hace que las palabras del Padre en el Hijo sean eficaces para completar aquello que se halla en la intención del que habla. La palabra del Padre nunca vuelve a él sin haber hecho su efecto, porque está su Espíritu, que es quien produce dentro de la creación su «amén» a todo aquello que el Padre ha dicho que sea en y para el Hijo.
En este estudio voy a hacer hincapié en dos aspectos amplios: (1) la distinción de la persona y obra del Espíritu, junto a su unidad con el Padre y el Hijo; (2) la identificación de las operaciones del Espíritu en las Escrituras, no solo en aquello que es extraordinario, espontáneo e inmediato, sino también, y con mayor frecuencia aún, con lo que es común y corriente, ordenado y realizado por medio de seres creados. Aunque al reflexionar sobre la unidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, quiero explorar lo distintivo y exclusivo de la persona y la obra del Espíritu Santo. Mi propia experiencia revela una tendencia a considerar al Espíritu como una figura imprecisa, relacionada de alguna manera con las otras personas, y a veces incluso desdibujada por la identidad más prominente de Jesucristo. Mucho de lo que voy a decir acerca del Espíritu en este libro se va a ajustar al desarrollo de la narrativa de las Escrituras. Sin embargo, tenemos que comenzar con algunas coordenadas doctrinales que son cruciales.
«SEÑORQUE CON EL PADRE Y EL HIJO RECIBE UNA MISMA ADORACIÓN Y GLORIA»
Nosotros confesamos dos puntos principales en el artículo tercero del Credo Niceno: que el Espíritu Santo es «Señor» y que es el «dador de vida».1 Al confesar su señorío, proclamamos que el Espíritu es uno con el Padre y el Hijo, tanto en esencia como en operaciones. No hay tres señores, sino uno solo; por consiguiente, en todo lo realizado por el Dios Uno y Trino solo hay una obra divina. Este punto se halla expresado en la antigua máxima: Opera trinitatis ad extra indivisa sunt, «Las obras externas de la Trinidad son indivisas», acerca de la cual diré algo más a continuación.
El Espíritu Santo es Señor exactamente en el mismo sentido que el Padre y el Hijo son el Señor. El Espíritu Santo no es una energía divina, ni un agente semidivino, sino el Señor Dios YHWH. A veces se representa al Espíritu como un aspecto más tierno de la persona única que sería Dios. El Padre (el único Dios verdadero) parece distante en su soberana trascendencia, pero el Espíritu es Dios en su forma más íntima y cognoscible. Según James D. G. Dunn, «el Espíritu de Dios» en los textos de Israel «era, como Sabiduría y Palabra, una manera de hablar de la inmanencia divina…».2 En esta construcción, el Espíritu cae en el lado de la revelación, más que en el ontológico del libro mayor: no una persona distinta en Dios, sino una manera de subrayar la inmanencia de Dios. Sin embargo, la confesión cristiana es que el Espíritu es «adorado y glorificado» junto con el Padre y el Hijo, y comparte su soberana trascendencia e inmanente actividad en el mundo de acuerdo con sus propiedades personales exclusivas.3
Ansiosos por discernir la Trinidad en el Antiguo Testamento, los cristianos se han aprovechado con frecuencia de lo que dice Génesis 1.26: «Y dijo [Dios]: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza”. Aunque este versículo no significara tanto como ellos sostienen, su intuición es correcta: Leer el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo. Así es como Jesús interpretaba las Escrituras (Mateo 12.40; Lucas 24.27; Juan 5.39, etc.) y como lo hacían también los apóstoles en su predicación (Hechos 2.14–36; 3.17–18; 15.13–19; 17.3; 26.23, etc.). Ahora que la revelación redentora ha alcanzado su clímax hasta el momento, porque el Padre ha enviado a su Hijo y a su Espíritu a nuestro mundo, tenemos nuevos lentes con los cuales leer las Escrituras anteriores. De aquí, por ejemplo, que Juan pudiera comenzar su evangelio con un eco explícito de Génesis 1, aclamando a Jesús como la Palabra eterna por la cual todas las cosas fueron creadas. Este tema del Logos ya estaba presente en el judaísmo temprano, precisamente porque ya estaba presente en el Antiguo Testamento, aunque fuera de una forma más latente.4 De manera similar, el decisivo derramamiento e inhabitación del Espíritu desde Pentecostés es el punto de vista desde el cual escudriñamos el amplio campo de operaciones del Espíritu a lo largo de la historia de Israel.
Encontramos un argumento más claro a favor de la identidad del Espíritu como persona distinta dentro de la Trinidad en el segundo versículo de la Biblia: «La tierra era un caos total, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas». Como en otros lugares, la frase ruaj ’elohim se podría traducir aquí «un viento procedente de Dios» (NRSV, por ejemplo): ruaj puede significar viento o espíritu. Sin embargo, está claro que Dios es el sujeto de la acción de creación y formación, y no obstante, se distingue al Espíritu de aquel que llama a la creación a la existencia con la palabra. El acto mismo, moverse o cernirse, es personal; el viento sopla, pero sonaría extraño hablar de que el viento se mueve o se cierne con una intencionalidad implícita. Además de esto, en la revelación posterior se da por sentado que el Espíritu es el dador de vida, como en Salmos 104.30: «Si envías tu Espíritu [ruaj], son creados». El Espíritu no es un poder que emana, sino una persona enviada.
En el Antiguo Testamento hay pasajes que indican también la personalidad distintiva del «Espíritu eterno» (Hebreos 9.14) y que identifican a esta persona diferente como Dios. Moisés realiza milagros por el Espíritu (Éxodo 8.19) y guía a los israelitas mientras atraviesan las aguas de bautismo del mar Rojo. El Espíritu les encomienda tareas especiales a ciertas personas (Éxodo 31.1–11; 36.30–35) y desciende sobre los profetas para que estos puedan hablar la palabra de Dios (2 Samuel 23.2; Isaías 59.21; Jeremías 1.2, 8, 15, 19; 2 Timoteo 3.14–17; 2 Pedro 1.21). El Espíritu no es un simple fortalecimiento para enseñar sabiduría, sino que es él mismo un maestro divino. No es simplemente la gloria de Dios que emana del templo, sino que es el Señor cuya gloria irradia desde el templo en el cual él habita. Vino al templo y se marchó de él. No es un simple poder revelador y escudriñador de Dios, sino que es el revelador y escudriñador divino (1 Corintios 2.10).
Como veremos, es especialmente en los profetas en los cuales el Espíritu se muestra tanto divino como personal. Será «derramado» en los últimos días sobre todo el pueblo de Dios, habitando en sus miembros (Ezequiel 37.1–14; 39.29; Joel 2.28–32). De la energía o del viento nos podemos escudar, pero solo una persona puede ser entristecida, como lo fue el Espíritu por la violación del pacto por parte de Israel (Isaías 63.7–14) y lo sigue siendo hoy cuando nosotros nos resistimos ante su influencia santificadora (Efesios 4.30). Identificado con el nombre divino (Éxodo 31.3; Hechos 5.3–4; 1 Corintios 3.16; 2 Pedro 1.21), al Espíritu también se le asignan los atributos divinos (omnipresencia, Salmos 139.7–10; omnisciencia, Isaías 40.13–14; 1 Corintios 2.10–11), y también las obras divinas (creación, Génesis 1.2; Job 26.13; 33.4; renovación providencial, Salmos 104.30; regeneración, Juan 3.5–6; Tito 3.5; resurrección de los muertos, Romanos 8.11). Al Espíritu Santo también se le rinde homenaje divino (Mateo 28.19; Romanos 9.1; 2 Corintios 13.14). Jesús y los apóstoles se refieren al Espíritu como el autor de las Escrituras como la Palabra misma de Dios (2 Samuel 23.2; Marcos 12.36; Hechos 1.16; Hebreos 3.7; 9.8; 10.15; 1 Pedro 1.11; 2 Pedro 1.21). De hecho, las palabras «el Espíritu dice» y «Jesús dice» son intercambiables en Apocalipsis 2.7, 11, 17, 29; 3.6, 13, 22.
De la misma manera que revela al Padre, Jesús también revela al Espíritu Santo; el Espíritu a su vez revela a Jesús como el Mediador, y al Padre como «nuestro Padre», al cual clamamos diciendo «¡Abba! ¡Padre!» (Romanos 8.15). En su discurso de despedida, Jesús les enseñó a sus discípulos que debían esperar al otro abogado (paraklētos) que vendría desde el cielo. El Espíritu que habría liberado a Israel, guiado al pueblo hasta la Tierra Prometida y evacuado el templo cuando la nación quebrantó el pacto, será enviado para crear una nación santa procedente de todas las familias de la tierra. En el discurso de Juan 14–16, que estudiaremos ampliamente en otro capítulo, Jesús destaca la persona igual, aunque distinta, del Espíritu, en función de sus misiones respectivas de «venir» e «ir», «enviar» y «venir de nuevo». Este venir e ir, entrando y saliendo cada uno del otro dentro de la economía de la redención revela la relación pericorética existente entre estas divinas personas en su comunión eterna sin agotar esa incomprensible relación.5
En Hechos 5, Pedro enfrenta a Ananías y Safira, diciéndoles que le han mentido «al Espíritu Santo» (v. 3); ellos «no han mentido a los hombres, sino a Dios» (v. 4). En 2 Corintios 3, el apóstol señala al Hijo y al Espíritu llamándoles Señor: «Pero, cada vez que alguien se vuelve al Señor [Jesús], el velo es quitado» (v. 16). Se refiere a Éxodo 33.11, donde se afirma que el Señor hablaba con Moisés cara a cara, sin velo. Después pasa a hablar del Espíritu Santo: «Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y, donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Corintios 3.17). Pablo menciona ambas personas en el versículo 18: «Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor [de Cristo], somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu». Dios Espíritu es el que nos une a Dios Hijo y nos conforma a su imagen.
Este énfasis nos aleja de la herejía del subordinacionismo, según la cual el Hijo, o el Espíritu, es considerado como ontológicamente inferior al Padre. Pero esta formulación clásica también descarta el triteísmo, la idea de que las personas en realidad son tres dioses diferentes, cuya unidad consiste simplemente en que están de acuerdo y tienen un propósito en común, en lugar de tener una esencia que comparten por igual.6 El Espíritu Santo es Dios, exactamente de la misma manera y hasta el mismo punto en que lo son el Padre y el Hijo.
«DADOR DE VIDA»
Pero lo cierto es que el hecho de que las tres personas sean un Dios, iguales en esencia, no nos debe llevar a la conclusión de que son la misma persona. Históricamente, este ha sido el peligro del modalismo. Conocido también como sabelianismo, por el presbítero Sabelio, del siglo tercero, asociado con esta herejía, el modalismo sostiene que en realidad solo hay una persona divina que se revela a sí misma en una ocasión como el Padre, en otra como el Hijo y en otra como el Espíritu Santo. Las personas son simples apariencias o «máscaras», como las «personas» que usaba un solo actor que representaba diferentes papeles. Tanto el subordinacionismo como el modalismo son herejías que destacan la unidad de Dios a expensas de la genuina pluralidad de las personas.7 Estas herejías han tenido sus defensores a lo largo de toda la historia de la Iglesia, pero han sido especialmente atractivas para ciertas formas radicales de protestantismo (el socinianismo, llamado posteriormente unitarianismo) y han venido a caracterizar la teología liberal bajo la influencia de las ideas de Friedrich Schleiermacher.
En medio de grandes debates, la Iglesia antigua formuló un dogma común sobre la Trinidad que evadía estas herejías. Entre otras, hubo dos distinciones importantes que entraron en juego dentro de esta formulación. La primera distingue entre las misiones y las procesiones, conocidas también como las trinidades inmanente y económica.8 Esto no significa que en la realidad existan dos «trinidades», sino que hay una distinción entre la Trinidad en cuanto a su unidad y procesiones internas (que son necesarias), y en cuanto a la revelación de las operaciones del Dios Uno y Trino en el mundo (que son contingentes, o libres).
Lo más básico de todo es que del Padre, el Hijo es eternamente engendrado, y el Espíritu procede eternamente. Estos son actos necesarios ab intra; es decir, dentro de la vida de la Trinidad, sin tener en cuenta la existencia de nadie o de nada externo a esta vida (ad extra). En otras palabras, el Padre no existió en la soledad y después decidió engendrar al Hijo y al Espíritu. No hay Dios y nunca ha habido otro Dios que no sea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: necesario, eterno, inmutable. En la película Jerry Maguire, estrenada en 1996, el protagonista (representado por Tom Cruise) le dice a su esposa: «Tú me completas». En cambio, en la creación no hay nada que pueda completar jamás a Dios. El Dios Uno y Trino es eterna e intercambiablemente completo en la naturaleza que comparten las tres personas, así como en su amor y gozo mutuos. Las obras externas de las personas divinas en la economía de la creación, redención y consumación no constituyen de manera alguna la identidad, ni de las personas, ni del ser divino que ellas comparten. Dios no pasa por ningún llegar a ser o ninguna autorrealización de su identidad a partir de su participación en la historia.
Pero entonces tenemos las obras externas de la Trinidad, que son hechas por libre voluntad, como la creación y la redención. Estas obras son reveladas en la economía de la creación y de la gracia. Por ejemplo, el envío del Hijo y del Espíritu «cuando se cumpliera el tiempo» se distingue cualitativamente del engendrar eterno del Hijo y de la procesión del Espíritu. Y, sin embargo, la encarnación del Hijo hecha por libre voluntad y el derramamiento del Espíritu en la historia «encajan», o son consonantes con las procesiones eternas. Puesto que es el Hijo el que es eternamente engendrado por el Padre, resulta adecuado que haya sido él, y no el Padre o el Espíritu, el que se hiciera carne por nosotros y por nuestra salvación. Pero él es eternamente lo anterior, aun en el caso de que nunca se hubiera tomado la decisión de crear un mundo o de enviar al Hijo a redimirlo. La economía, esto es, lo que Dios decide hacer en la historia, revela la verdad acerca de la vida intratrinitaria, pero no la comprende ni la agota.
Por una parte, la Trinidad inmanente es revelada realmente en la economía histórica. Las misiones (esto es, el envío del Hijo y el del Espíritu) son coherentes con la verdad acerca de Dios en cuanto a que él está en las procesiones eternas del Padre que engendra, el Hijo engendrado y el Espíritu Santo, aliento de Dios. Por otra parte, no nos podemos limitar a deducir los secretos de la Trinidad inmanente a partir de la economía. Por ejemplo, el papel formativo del Espíritu en la encarnación no conlleva el que el Hijo proceda del Espíritu. Tampoco esta afirmación de Jesús, «El Padre es más grande que yo» (Juan 14.28), implica que el Hijo sea inferior al Padre en eternidad.
La segunda máxima reconocida a lo largo del tiempo, que presenté al principio de este capítulo, es que las obras externas de la Trinidad no están divid...

Índice

  1. Contenido
  2. Reconocimientos
  3. Abreviaturas
  4. Introducción: «Azulados, pero difíciles de ver»
  5. 1. Señor y dador de vida
  6. 2. El Espíritu Creador
  7. 3. La preparación de un cuerpo: El Espíritu en la historia de la redención
  8. 4. El Espíritu del juicio del último día y de poder
  9. 5. Un intercambio de lugares: El discurso de despedida
  10. 6. La era del Espíritu
  11. 7. El bautismo en el Espíritu
  12. 8. El don de la salvación
  13. 9. El Espíritu es el que da
  14. 10. La forma en que da el Espíritu
  15. 11. El Espíritu de gloria
  16. 12. El Espíritu y la novia
  17. Índice escritural
  18. Índice temático