Sully
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Chesley B. Sullenberger III, Jeffrey Zaslow

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Chesley B. Sullenberger III, Jeffrey Zaslow

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Información

Año
2016
ISBN
9780718080518

1

UN VUELO QUE NUNCA OLVIDARÍAS

EL VUELO SOLO duró unos minutos, pero muchos de los detalles se me han quedado grabados de una manera vívida.
El viento venía del norte, no del sur, lo cual era poco corriente en esa época del año. Las ruedas del avión hicieron un sonido nítido y retumbante mientras se desplazaban por la pista de aterrizaje en una zona rural de Texas. Recuerdo el olor del aceite caliente del motor que llegaba a la cabina mientras me preparaba para despegar. También flotaba en el aire el olor de la hierba recién cortada.
Recuerdo claramente lo que sentí —una fuerte sensación de alerta— mientras me desplazaba hasta el final de la pista, repasaba mi lista de control y me preparaba para iniciar el vuelo. También recuerdo el momento en que el avión se elevó en el aire y cómo, solo tres minutos después, tendría la urgencia de regresar a la pista concentrado con intensidad en lo que hacía.
Todos esos recuerdos aún permanecen conmigo.
Un piloto puede despegar y aterrizar miles de veces en su vida, y gran parte de ello parece una bruma fugaz. Pero casi siempre, hay un vuelo en particular que desafía al piloto, le enseña o lo cambia, y la percepción sensorial de esa experiencia permanece para siempre en su mente.
He efectuado algunos vuelos inolvidables de los que tengo memoria, evocando gran cantidad de emociones y razones para reflexionar. Uno de ellos me llevó al río Hudson en Nueva York, un día frío de enero de 2009. Pero antes de este, quizá el más vívido es el que voy a describir: mi primer vuelo solo, un sábado por la tarde en una pista de hierba en Sherman, Texas. Aconteció el 3 de junio de 1967 y yo tenía dieciséis años.
Me aferro a este recuerdo, y a un puñado más, cuando reflexiono y pienso en todas las fuerzas que me moldearon como niño, como hombre y como piloto. Muchas lecciones, experiencias personales y personas, tanto en el aire como en tierra, han moldeado mi vida. A ellos estoy sumamente agradecido. Es como si esos momentos de mi existencia hubieran sido depositados en un banco hasta que yo los necesitara. Recurrí a esas experiencias de manera casi subconsciente mientras me esforzaba para acuatizar el vuelo 1549 en el río Hudson de una manera segura.
CUANDO TENÍA cuatro años, por un tiempo, quería ser policía y luego bombero. Sin embargo, a los cinco años supe exactamente lo que quería hacer con mi vida: volar.
Nunca vacilé una sola vez cuando esa posibilidad me vino a la cabeza. O, quizás, con más precisión, vino por encima de mi cabeza, en forma de aviones de combate que surcaban el cielo por encima de la casa de mi infancia, en las afueras de Denison, Texas.
Vivíamos a orillas de un lago en un lugar apartado, nueve millas al norte de la Base Perrin de la Fuerza Aérea. Debido a que era una zona tan rural, los aviones volaban muy bajo, a unos novecientos metros, por lo que siempre podía oírlos cuando se aproximaban. Mi padre me daba sus binoculares y me encantaba mirar a lo lejos, hacia el horizonte, preguntándome qué habría allá. Eso alimentó mi pasión por los viajes. Y en el caso de los aviones de combate, eran todavía más emocionantes porque se acercaban mucho y a una gran velocidad.
Eso fue en la década de 1950, y esos aparatos eran mucho más ruidosos que los aviones de combate de hoy día. Aun así, nunca conocí a nadie en el norte de Texas a quien le importara el ruido. Acabábamos de ganar la Segunda Guerra Mundial, por eso la Fuerza Aérea era motivo de gran orgullo. No fue sino hasta unas décadas después, cuando los residentes cercanos a las bases aéreas empezaron a hablar del ruido, que los pilotos sintieron la necesidad de responder a las quejas. Llevaban en sus autos una pegatina que decía: «El ruido de los aviones: el sonido de la libertad».
Cada aspecto de los aviones me resultaba fascinante: los diferentes sonidos que hacían, su diseño, las leyes físicas que les permitían volar vertiginosamente y, sobre todo, los hombres que los controlaban con una maestría evidente.
Monté mi primera maqueta de avión cuando tenía seis años. Era una réplica del Espíritu de St. Louis, el avión de Charles Lindbergh. Había leído mucho sobre «Lindy el afortunado» y aprendí que su vuelo a través del Atlántico no había sido realmente un asunto de suerte. Él planeó. Se preparó. Y perseveró. Eso fue lo que lo hizo heroico para mí.
En 1962, cuando tenía once años, leía todos los libros y revistas de aviación que podía encontrar. Fue también el año en que hice mi primer viaje en avión. Mi madre, una maestra de primer grado, me invitó a acompañarla a una convención estatal de la Asociación de Padres y Maestros [PTA, por sus siglas en inglés] en Austin; era también su primer viaje en avión.
El Aeropuerto Dallas Love Field estaba a 120 kilómetros al sur de nuestra casa y, cuando llegamos allí, parecía un lugar mágico, repleto de gente espectacular. Pilotos, azafatas, pasajeros bien vestidos con algún lugar adonde ir.
En la terminal, me detuve frente a la estatua recién erigida de un Texas Ranger [agente policial especial de la región]. La placa decía: «Un motín, un ranger», y narraba la historia apócrifa de un incidente en una pequeña ciudad en la década de 1890. Un sheriff de la localidad había llamado a una compañía de rangers para detener la violencia y, como solo apareció uno, los habitantes del pueblo se sintieron desconcertados. Habían pedido ayuda y se preguntaron si se la estaban negando. «¿Cuántos motines hay?», preguntó supuestamente el agente. «Si solo hay uno, todo lo que necesitan es un ranger. Me encargaré de eso».
También vi a otro héroe ese día en el aeropuerto. Las primeras misiones espaciales del Proyecto Mercury me habían cautivado, así que me emocioné cuando vi a un hombre bajito y delgado caminar por la terminal. Llevaba traje, corbata, sombrero, y su rostro me era completamente familiar. Reconocí que era el teniente coronel John «Shorty» Powers, el personaje de la televisión que era el locutor desde el centro de control. Sin embargo, no me atreví a acercarme a él. Alguien que podía entablar conversaciones con todos esos astronautas no querría que un chico de once años le molestara.
Era un día nublado, un poco lluvioso, y salimos a la pista para subir la escalera a nuestro vuelo de Braniff Airways, en un avión Convair 440. Mi madre llevaba guantes blancos y sombrero. Yo vestía chaqueta y pantalones. Era así como viajaba la gente en esa época: con su mejor ropa de domingo.
Nuestros asientos estaban al lado derecho de la aeronave. A mi madre le hubiera encantado mirar por la ventana, pero ella me conocía. «Toma el asiento junto a la ventana», me dijo, y antes de que el avión se moviera una pulgada, yo tenía la cara presionada contra el vidrio, absorbiéndolo todo.
Tenía los ojos completamente abiertos cuando el avión aceleró por la pista y comenzó a elevarse. Mi primer pensamiento fue que todo el paisaje parecía una maqueta de trenes. Y después pensé que quería vivir en el aire.
Pasaron unos cuantos años más ante de volar de nuevo. Cuando tenía dieciséis años, le pregunté a mi padre si podía comenzar clases de aviación. Él había sido cirujano dental en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial. Sentía un gran respeto por los aviadores y vio mi pasión con mucha claridad. A través de un amigo suyo, consiguió el nombre de un piloto de fumigación de cultivos llamado L. T. Cook, que tenía una pista de aterrizaje en su propiedad, no lejos de mi casa.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, el señor Cook había sido instructor en el Programa de Capacitación para Pilotos Civiles del gobierno federal. En aquel entonces, los aislacionistas no querían que Estados Unidos se involucrara en la guerra de Europa. Sin embargo, el presidente Roosevelt sabía que era probable que Estados Unidos participara en el conflicto y que se necesitarían miles de pilotos calificados. A partir de 1939, aviadores veteranos como el señor Cook se encargaron de instruir a civiles para estar listos en caso de que se declarara la guerra. El programa fue polémico en esa época, pero tal como resultaron las cosas, todos esos pilotos preparados ayudaron a los aliados a ganar la guerra. El señor Cook y los instructores de pilotos como él fueron los héroes anónimos a nivel estatal.
Cuando lo conocí, era un hombre de cincuenta y tantos, sensato y muy profesional. Fumigaba cultivos la mayor parte del tiempo, pero si veía a alguien que pareciera tener la inteligencia y el temperamento para volar, lo recibía en calidad de estudiante.
Supongo que le gustó mi aspecto y mi talante. Yo era un chico alto, tranquilo, serio, y también respetuoso, porque mis padres me habían enseñado a ser respetuoso con las personas mayores. Yo era el clásico introvertido y él no era un hombre dado a la conversación. Notó que yo tenía serias intenciones de aprender a volar y que mi entusiasmo era evidente a pesar de mi carácter reservado. Dijo que me cobraría seis dólares por cada hora de vuelo. Esa tarifa incluía el combustible. Me pidió otros tres dólares por hora por su trabajo como instructor. Mis padres pagaban la tarifa del avión y, luego de volar treinta minutos, yo solo le debía 1,50 dólares por su tarifa de instructor; le pagaba con el dinero que ganaba trabajando como conserje de una iglesia.
Tengo libros de registro que datan de varias décadas y que cubren miles de vuelos. Y el primero de ellos comienza con una anotación que hice el 3 de abril de 1967, cuando el señor Cook voló treinta minutos conmigo. Lo hicimos en una Aeronca 7DC, una avioneta de dos plazas. Tenía hélices, era muy básica y había sido fabricada en la década de 1940. Ni siquiera tenía radio. Puse mis manos sobre los controles en la primera oportunidad que tuve y no las aparté de allí.
Me senté adelante, el señor Cook se acomodó detrás con sus controles, e hizo lo que muchos pilotos llaman «seguimiento». Eso significa que mantendría las manos cerca de su palanca, de modo que pudiera asumir el mando de inmediato si yo tenía problemas con la mía. Observaba mis movimientos y me gritaba instrucciones por el ruido del motor. Tal como hacían tantos pilotos en los primeros años, utilizaba un megáfono de cartón para dirigir su voz a mi oído derecho. Hablaba solo cuando era necesario y rara vez me felicitó. Sin embargo, en las semanas que siguieron, sentí que él pensaba que yo estaba aprendiendo y que tenía los instintos apropiados. Yo estudiaba también todas las noches en casa, pues cursaba clases por correspondencia que me prepararon para el examen escrito para obtener la licencia de piloto privado. El señor Cook percibió mi dedicación.
A veces yo iba a su casa para la siguiente clase, pero él no estaba. Entonces conducía en dirección al pueblo porque sabía exactamente dónde encontrarlo: en la tienda Dairy Queen. Terminaba su café, dejaba una propina en la mesa y regresábamos a la pista.
Me dio dieciséis lecciones en los dos meses siguientes, cada una con un promedio de treinta minutos en el aire. Para el 3 de junio, mi tiempo total de vuelo sumaba siete horas y veinticinco minutos. Ese día me llevó a volar y, después de diez minutos en el aire, me dio un golpecito en el hombro.
«Muy bien», me dijo. «Prepárate para aterrizar y llévala al hangar». Hice lo que me dijo y, cuando llegamos, saltó de la avioneta. «Bien», señaló. «Vuela y aterriza tres veces sin mí».
No me deseó suerte; no era su costumbre. No estoy diciendo que fuera malhumorado o insensible. Era una persona reservada y práctica. Obviamente, él había decidido que estaba listo para emprender el vuelo. Confiaba en que no me estrellaría con su avioneta y que todo saldría bien.
Hoy en día un joven no podría volar solo con tanta rapidez. Los aviones son más complejos. Existen todo tipo de requisitos y asuntos de seguros que deben resolverse antes de que alguien pueda volar solo. El sistema de control del tráfico aéreo es más complicado. Y los instructores resultan ser más protectores, se preocupan más, y son más cautelosos.
Pero ese día en el campo del norte de Texas, yo no tenía que lidiar con el control del tráfico aéreo ni con regulaciones complicadas. Éramos solo la avioneta y yo, además del señor Cook, que me observaba desde abajo.
Como el viento venía del norte, yo tenía que ir al extremo opuesto de la pista para poder despegar en esa dirección. No era la dirección habitual, pero me orienté y me preparé para el despegue.
La pista era más baja en el extremo sur y tenía una pendiente ascendente hacia el norte. Y a pesar de que el señor Cook acababa de cortar la hierba de la pista, no era tan suave como una pavimentada ni como una alfombra verde artificial.
Solo, y en el extremo de la pista de aterrizaje por primera vez en mi vida, comprobé el encendido y la presión del aceite. Me aseguré de que el motor, el timón, el elevador y los alerones estuvieran funcionando correctamente. Repasé todo lo que había en mi lista. Y mientras sujetaba con firmeza la palanca de control, respiré, solté los frenos y empecé a despegar. El señor Cook me había dicho que despegaría más rápido de lo que estaba acostumbrado. ¿Por qué? Porque la avioneta estaría más liviana, pues él no iría a bordo.
Cuando ese tipo de aeroplano se dirige por una pista y está listo para volar, simplemente despega. Pero cuando un nuevo piloto está listo para volar solo, alguien tiene que decírselo. Ese alguien fue el lacónico señor Cook, asintiendo a un lado mientras yo me elevaba en el aire y él se veía más y más pequeño en la pista debajo de mí. Yo le estaba agradecido.
Sentí una libertad estimulante al subir a 240 metros sobre la tierra y volar en círculo por el campo de aviación. También sentí una cierta sensación de maestría. Después de escuchar, ver, hacer preguntas y estudiar duro, yo había logrado algo. Estaba allí, solo y en el aire.
No creo que estuviera sonriendo por mi buena fortuna. Estaba demasiado ocupado en concentrarme para sonreír. Y también sabía que el señor Cook me miraba desde debajo de su gorra de béisbol, con la cabeza hacia arriba. Quería lucirme delante de él y hacer todo correctamente. No quería que tuviera una larga lista de cosas por las cuales criticarme cuando aterrizara.
Fue como si pudiera oír su voz mientras volaba. Utiliza el timón para mantener los mandos coordinados. Él no estaba en la avioneta, pero sus palabras aún estaban conmigo.
Yo estaba demasiado ocupado para contemplar el paisaje. Sobrevolé un pequeño estanque y vi el pueblo de Sherman a mi izquierda. Pero mi objetivo no era disfrutar de la vista, sino volar lo bastante bien para que el señor Cook me dejara hacerlo de nuevo.
Él me había ordenado realizar la maniobra habitual rectangular alrededor de la pista de aterrizaje, lo cual tomaba casi tres minutos de vuelo, para que yo pudiera practicar cosas como tocar la pista, elevarme de nuevo en el aire y luego regresar para hacerlo de nuevo. Tenía que hacerlo tres veces antes de iniciar el aterrizaje final.
Mi primer vuelo solitario duró apenas nueve minutos aproximadamente, pero yo sabía que era un primer paso crucial. Había hecho mi tarea: en 1903, Orville Wright había recorrido una distancia de treinta y seis metros en su primer vuelo y se había elevado seis metros en el aire durante solo doce segundos.
El señor Cook me recibió cuando todo había terminado y, mientras apagaba el motor, me dijo que había hecho lo que me había pedido. Yo no era ningún «as», pero sabía que había pasado la prueba. Él me dijo que estaría fumigando cultivos en su otra avioneta gran parte del verano y que podía practicar por mi cuenta en su Aeronca. Acordamos que iría cada ciertos días para perfeccionar mis habilidades y volar solo por seis dólares la hora.
Ahora, a mis cincuenta y ocho años, tengo 19.700 horas de vuelo en mi haber. Sin embargo, puedo trazar mi experiencia profesional hasta esa tarde. Fue un punto de inflexión. Yo había volado menos de ocho horas en total, pero el señor Cook hizo que me sintiera seguro. Me había permitido descubrir que podía volar y aterrizar un avión de manera segura. Ese primer vuelo solo fue una confirmación de que ese sería mi sustento y también mi vida.
No lo pensé mucho en ese momento, pero ahora me doy cuenta de que mi incursión en el mundo del pilotaje fue muy tradicional. Era así como las personas habían aprendido a volar desde el principio: un piloto mayor y curtido le enseña los fundamentos a un joven en una pista de hierba bajo un cielo despejado.
Reflexiono y aprecio mucho haber sido tan afortunado. Fue un comienzo maravilloso.
NADIE MÁS en mi escuela secundaria estaba interesado en ser piloto, así que me hallé solo en mi búsqueda. Tenía amigos, pero muchos chicos me veían como un muchacho tímido, estudioso y serio, que siempre iba a la pista de aterrizaje y l...

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