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Categoría
Políticade la distancia
Mi padre me llama
«¡Pero cómo voy a ir! No tengo papeles y acá están mis hijos».
Estoy acá desde hace ya veinte años. Llegué como inmigrante. Y como tantas y tantas personas que venimos a este país, traje conmigo el sueño de ser alguien y ayudar a mis hijos a tener vidas mejores, más sencillas o menos sufridas. Eso es algo que poca gente piensa. Los inmigrantes no solo luchamos por nuestra vida, sino también por las de los que nos siguen, los que vienen detrás. Nuestros sacrificios no son por nosotros, sino por nuestros hijos, que son nuestra bendición. Uno de los míos, por ejemplo, ya está en la universidad. Verlo ahí hace que mi esfuerzo diario valga la pena.
Soy ama de casa y no trabajo, porque prefiero estar con ellos y vivir para ellos. Les hago su comida, les lavo, los llevo a la escuela. En el mejor sentido, les he entregado mi vida. Y claro que lo he sufrido, pero no cambio esa experiencia por nada, ni siquiera cuando pienso en todo lo que dejé atrás. He tenido la suerte de contar con el apoyo del padre de mis hijos. Igual que yo es inmigrante y tenemos la misma meta, las mismas ilusiones. Él trabaja y yo hago la comida. Todos los días, las semanas, los meses y los años. Es nuestro acuerdo y nuestra vida. Somos como un equipo, pues. Y por eso es que estamos llevando a los niños hacia donde queremos que estén. La ilusión es que todos estudien su carrera para que no sufran. Queremos que ellos no experimenten los dolores que nosotros soportamos al venir para acá con tantos sueños.
Como el sueño de uno es que los hijos salgan adelante, hay que sacrificar muchas cosas. Yo he tenido que resignarme a estar lejos de mi familia, sobre todo de mi padre. No poder verlo, no poder acompañarlo en sus últimos años, ha sido algo parecido a un castigo divino, algo que no creo merecer.
Mi papá tiene un problema de cáncer y por no tener papeles me he tenido que quedar acá, llena de tensión y angustia. No he podido ir a verlo para darle el apoyo que merece. En los últimos meses ha estado en quimioterapia y me llama y me pide que vaya. Insiste en que me necesita con él. ¡Pero cómo voy a ir! No tengo papeles y acá están mis hijos. La mitad de mi vida la he pasado aquí, en este país he construido todo lo que tengo. Vine cuando tenía veinte años de edad y ahora tengo cuarenta y dos. Aunque duele aceptarlo tengo el corazón dividido. A veces quisiera estar allá con mi padre, pero mis hijos también me hacen mucha falta, y ellos me necesita a mí. Y lo digo con el corazón en la mano: si tengo que elegir, los escojo a ellos. Doy todo por ellos.
Aquí nació mi hijo de veinte años, que hoy estudia en la universidad en Northridge. Es estadounidense y muy orgulloso de serlo. Yo también me enorgullezco, sobre todo cuando pienso en lo que ha sido mi vida. Venía embarazada de mi niño cuando entré a este país. Tengo otro en el bachillerato y otra en la secundaria. Todos van a la escuela, sin faltar ni un solo día. Esa es su responsabilidad y ellos lo saben. Si sus padres batallan es para que ellos puedan ser más de lo que fuimos nosotros. Es así de fácil y claro.
Mi nombre es María Sánchez y nací en Huetamo, a un ladito de Morelia, Michoacán. Mis padres siempre fueron muy humildes. Ordeñaban vacas, vendían leche en el rancho, hacían queso para vender. Así trataban de ganarse la vida. Fuimos gente pobre, del campo. Vivimos con lo único con lo que uno podía mantenerse: el ordeño de las vacas o la siembra. En México, en aquel tiempo no había más.
Uno viene de un pueblo y cuando llega a Estados Unidos sufre mucho. El cambio es muy difícil, pues se pasa de un lugar pequeño y medio dormido a una ciudad que no se detiene ni para respirar. Por eso, si los hijos al final alcanzan una vida mejor, entonces uno puede definitivamente sonreír. Y lo cierto es que todo se puede en este país. Eso sí es verdad. No hay límites para quien trabaja. Mis hijos no andan con lujos ni nada, pero aunque sea pobremente los hemos encaminado bien. Van por buen rumbo, creo yo. El más grande nos dijo hace poco que quiere ir a conocer la tierra de donde somos. Él no sabe lo que es Michoacán. Yo creo que cuando vea ese paisaje le va a parecer muy bonito. Aunque también es cierto que con toda la delincuencia que hay, ya uno no sabe. Mientras ese momento llega, mientras los hijos crecen, yo seguiré dedicándome al hogar y a ellos. Y además a ayudar a mi esposo. A veces también salgo a vender mis gelatinas, o en ocasiones una buena tanda de tamales. Salgo a vender todo eso para ganar algo más de dinero. La espalda me duele de vez en cuando. Pero uno no se puede detener. Cuando siento que me canso, me basta con pensar en mis hijos.
Sin embargo, con todo y eso, quisiera ver a mi padre. Desearía verlo una última vez para decirle lo que lo quiero y todo lo que siento. Acompañarlo en su enfermedad, pues. Tengo deseos de abrazarlo, de estar con él.
El carnicero y el horizonte
«Pasé toda mi adolescencia así, entre vísceras y sangre. Fue muy bonito, y hasta la fecha me sigue gustando».
Mi hermano mayor estaba muy chico cuando se lanzó a la aventura. No creo que tuviera más de quince años. Llegó acá y nos fue trayendo uno por uno. Al inicio trabajó como lavaplatos, pero no tardó en desempeñar el oficio que los cuatro traíamos desde México. Allá fuimos carniceros, y eso es lo que hacemos ahora. Mi padre no tenía nada que ver con la carnicería, pero como vivíamos con muy poco, a los hermanos nos tocó trabajar desde muy pequeños. Y fue en una carnicería de un mercado donde se presentó la oportunidad. En ese mercado había varios locales y los carniceros rápidamente se ofrecieron para enseñarnos el oficio. Así fue como empezamos en la actividad que se nos presentó para sobrevivir, y nosotros la aprovechamos.
Muchos podrían pensar que la carnicería es una profesión difícil, pero yo la encuentro muy bonita. Nosotros empezamos desde cero. Sabemos el negocio de principio a fin: desde la limpieza del local hasta destazar cualquier tipo de animal. Hay que ser muy ordenado cuando se trabaja la carne. Eso es lo que da la limpieza, que es lo que el cliente busca. También se debe mostrar naturalidad. Nunca tuve una reacción adversa al ver al animal muerto. Era mi trabajo, pues. Con el tiempo aprendí a aplanar un bistec, a limpiar la carne hasta dejarla perfecta. Pasé toda mi adolescencia así, entre vísceras y sangre. Fue muy bonito, y hasta la fecha me sigue gustando. Porque además puedes estar en contacto con la gente, hablarle de lo que les ofreces y convencerla. Un oficio muy lindo, de verdad.
Cuando llegué aquí, mi hermano me ayudó a conseguir trabajo de carnicero. Bien dicen que zapatero a tus zapatos, y pues... carnicero a la carne. Una vez que tuve un empleo, mi vida se fue desenvolviendo poco a poco. Fuimos aprendiendo la manera de trabajar aquí y al poco tiempo nos buscamos nuestro propio local. Acá en Estados Unidos se vende mucha carne para asar, sobre todo el diezmillo. Es importante aprender qué es lo que le gusta al cliente, porque no es lo mismo que en México. Los gustos son diferentes y los modos también. Hay que ser cuidadoso y sensible. Y así me fui haciendo de una clientela en esta ciudad, que se volvió mi hogar.
Mi nombre es David Martínez. Nací en el estado de Guanajuato, aunque crecí en el Distrito Federal. Mis padres tuvieron doce hijos en total. De esos, cuatro estamos acá en Estados Unidos. Todos los hombres de la familia hicimos el viaje al norte y las mujeres se quedaron en México. Mis hermanas están allá en la capital. Cuando éramos chicos, mi padre trabajaba en una fábrica de mosaico y luego fue estibador de costales de maíz. Se dedicaba a cargar sobre el lomo los bultos de grano que llevaban a los molinos para hacer la masa. Un trabajo muy, pero muy duro. Yo le agradezco mucho que con todo ese esfuerzo me diera una infancia feliz. Mis padres tenían sus problemas, pero nada grave. Ambos nos dieron todo lo que pudieron, y eso se los agradeceré toda la vida. Sin embargo, con el paso de los años, mis hermanos y yo nos dimos cuenta de que el futuro estaba en otra parte.
Lo único difícil para mí es que todo este tiempo mis hijos han estado allá con su mamá. Al principio fue muy duro, pero pues ahora siento que ya me acostumbré. Los extraño mucho, claro. Llevo esa nostalgia dentro de mí. A veces los veo por la computadora, pero no es lo mismo. Hace ya diecisiete años que no los veo cara a cara. Toda una vida sin abrazarlos. El mismo tiempo que tengo sin ver a mi madre. No he podido regresar, porque así es la realidad de los que vivimos acá. Uno puede ir para allá, pero eso sería lo mismo que jugarse el destino en un volado. Volver a mi vida acá sería mucho más peligroso. Claro que uno siempre está con el pensamiento de ir y regresar. Muchas veces me pongo triste y pienso que ya, que no me va a importar nada y me iré a México pase lo que pase. Pero, luego me tranquilizo y pienso que regresar sería muy difícil. Lo que más quisiera es poder ver a mis hijos. Son parte de mí. Y lo que es parte de uno ya no sale de ti, siempre lo traes dentro. Quisiera ver a mi gente y besarla. Quisiera vivir momentos con ellos otra vez. Pero lo cierto es que, por ahora, eso no es posible. Por lo pronto me concentro en el amor que tengo con mi pareja acá y evito pensar en la distancia. A veces mejor trato de no pensar en esa situación. Si lo hiciera, solo le daría paso a la melancolía. Y la melancolía no es buena, pienso yo.
Y ya no era la misma
«Nosotros nos volteábamos a ver nuestros platos de frijoles y nopales y nos preguntábamos: “¿Y por qué no podemos ir para allá?”».
Todo el mundo me conoce como Pepe Benítez, aunque mi nombre original es José Benítez García. Adopté ese sobrenombre después de dejar mi carrera de músico, que duró muchos años. Antes era José; ahora simplemente soy Pepe. Nací en el estado de Jalisco, en un lugar que se llama Tamazula de Gordiano. Los recuerdos de mi infancia son lindos, pero también tristes. Siempre estábamos en busca de comida. Así de básica era nuestra vida. Sufríamos de una escasez dolorosa. Lo que hacíamos en mi pueblo era cortar caña, ya que crecimos en una región azucarera. A eso fue que me dediqué primero. Se trata de una labor muy pesada, pero muy bonita, pues el campo es noble y siempre provee.
Además de trabajar en los cañaverales también reuníamos botellas, hierro o cobre de los basureros para vender. Trabajábamos mucho y en lo que fuera. Éramos muy jóvenes y aparte de poder comer teníamos la ilusión de tener dinero para divertirnos aunque fuera un poco. Nuestra meta era juntar suficiente como para ir al cine. Nos encantaba ver películas y escapar un poco de nuestra realidad. Así, en esa lucha, pasé buena parte de mi infancia. Ya un poco más grande, cuando podía aguantar montones de caña sobre la espalda, empecé a trabajar de cargador. Todo el día me lo pasaba con los hombros llenos, de los campos a los contenedores y de regreso, una y otra vez. Gracias a Dios aprendí después a manejar, y entonces me encomendaron llevar los camiones hasta el ingenio. Ese hubiera sido mi destino si no hubiera elegido este camino que me trajo a Estados Unidos.
Mis padres eran gente buena, pero la ignorancia los rebasó. Ninguno sabía leer. Y es que, tristemente, mi padre se entregaba mucho a la bebida y no nos pudo dar lo que necesitábamos. Éramos ocho de familia, muchas bocas que alimentar. Mi padre era músico y tenía mucho talento. Pudo haber llegado muy alto, pero el alcohol lo afectó rápidamente y dejó de trabajar siendo todavía muy joven. Mi madre fue la que nos enseñó a todos a vender y ganarnos la vida. Ella también ayudaba con mucha voluntad. Por ejemplo, a pesar de un cansancio que para mí era muy evidente, mi madre cargaba con una artesa, que es como una mesa con muchos compartimentos. En cada cajoncito tenía algo diferente para ofrecer: pinole, semillas de calabaza, garbanzos. Cada cosita la vendía a cinco o diez centavos, y así iba juntando algo de dinero poco a poco. Ella era una persona muy firme, pero muy noble. Mi padre también, pero siempre estaba muy callado. No era violento ni cariñoso, simplemente vivía encerrado en su cabeza. Ahora creo que el alcohol fue como una prisión íntima, que lo metió en su propio mundo y le echó candado. Nunca supimos de un cariño, de una caricia que viniera de mi padre. Nunca tuvo una palabra linda con sus chavos. Nunca nos dio la bendición ni nos deseó felicidad. Que en paz descanse y espero me perdone por lo que pienso, pero yo le echo la culpa al alcohol y a la propia ignorancia de mi viejo. No supo defenderse ni salir adelante de esa cárcel que el vicio le impuso. En cuanto a sus hijos, fue el hambre la que nos empujó a buscarnos la vida. A mí me llevó hasta Estados Unidos.
Nosotros veíamos que la gente llegaba con carros bonitos, gente de mi pueblo que volvía con cosas lindas e historias todavía mejores. Nos decían que acá había trabajo y una manera de prosperar. Nos enseñaban fotos de más carros, ropa nueva, hamburguesas jugosas. Nosotros nos volteábamos a ver nuestros platos de frijoles y nopales y nos preguntábamos: «¿Y por qué no podemos ir para allá?». Y para allá fuimos. ¿Qué se le va a hacer? Uno siempre va a buscar la vida a donde la vida está. Yo entré por Tijuana a finales del año 1973. Viajé solo. Me acuerdo de que todavía estaba el río y el puente de madera. Por ahí pasaban los carros hacia el otro lado. Tijuana era casi pura tierra, pero desde ahí mismo noté una diferencia. ¡Los carros estaban tan baratos! Que si este por doscientos dólares, este otro por cuatrocientos. Al ver todo aquello pensé que todo en la vida era posible. Me había ido muy ilusionado de mi pueblo, pero también triste. Mi mamá en particular no me quería dejar ir. Me agarraba del cuello y me decía que no me fuera. Todavía puedo oírla diciendo: «¡No te vayas! ¡No te vayas!». Sin embargo, aun así me fui.
Pasarían cinco años para que la viera otra vez. Mi mayor ilusión era estar con mi madre de nuevo y tenía la esperanza de verla igualita a como la dejé. Mi sorpresa más grande fue cuando llegué al aeropuerto de Guadalajara y finalmente la vi. Había cambiado muchísimo. Estaba muy diferente, muy acabada. Parecía una mujer rebasada por la tristeza o la nostalgia, o por alguno de esos sentimientos que consumen. Fue entonces que le pedí a Dios que me diera valor para ir a visitarla cada año. Después de esa fecha, aunque no tenía papeles, cada año fui a ver a mi mamá. Así estuve por más de tres décadas hasta que murió, hace ya siete años. Quiero pensar que fui un buen hijo para ella, a pesar de las dificultades.
Mientras tanto, traté de construir una vida en Estados Unidos. Recuerdo que el primer trabajo que tuve me pareció una broma. Yo estaba acostumbrado a cortar caña, a una pura labor pesada. Y cuando llegué acá a un restaurante a lavar platos, pues se me hizo fácil. Los estadounidenses se quejaban y yo pensaba: «Estos no saben lo que es trabajar de verdad».
Tengo cuatro hijos y una esposa. Todos son estadounidenses. Pero, mis hijos quieren mucho a México. Yo me los llevaba desde muy chicos a visitar a mi mamá. Era un riesgo muy grande, pero creía que esa era la mejor decisión. Nos íbamos a México y luego yo regresaba por el cerro. Me detuvieron varias veces, pero me tocó toparme con gente de inmigración que tenía buenas entrañas, buenos sentimientos. Nunca me trataron mal. Pero ahora sería diferente. Aquellos eran otros tiempos y otros agentes de la patrulla fronteriza, gente mejor que la de ahora. Cuando ya estaba por terminar la década de los ochenta obtuve mis papeles y eso nos dio tranquilidad. Hoy en día me dedico a apoyar talentos artísticos. En mis tiempos fui músico y tuve suerte de que me fuera bien. A lo largo de los años aprendí a tocar varios instrumentos. Veía, preguntaba, y así fui aprendiendo guitarra y bajo. Aquí encontré rápido un grupo para tocar con ellos. Los conocí en una iglesia y formamos un lindo conjunto allá en San Fernando. Nos iba bien, y como todos éramos solteros, todo nuestro dinero iba de vuelta al coro. Fuimos como hermanos por muchos años. Pero todo se acabó una noche en la que nos robaron cada cosa que teníamos. Desde los trajes, los instrumentos... todo se lo llevaron. El trabajo de años, desaparecido para siempre. En minutos, adiós a todo. El golpe fue tan fuerte que decidí dejar la música. Un año entero me alejé. Luego volví, pero ya no fue lo mismo. Ahora solo soy músico cuando sueño. Y con eso me basta. Gracias a Dios y a este país, no tengo de qué quejarme.
De padres desconocidos
«A mí no me importa si fui adoptada o no, ella es mi mamá».
Llegué a Estados Unidos a estudiar inglés cuando no había ni cumplido la mayoría de edad. Me han dicho que nací en Acapulco hace alrededor de treinta años. Mi nombre es Dulce y tengo tres hijos. Antes de llegar acá viví con mi madre en Ensenada y un tiempo en el Distrito Federal. Después, por ahí a los diecisiete años, decidí venir por un tiempo y perfeccionar mi inglés. Lo hablaba muy mal y quería superarme. La vida se encargó del resto. Han pasado algunos años y aquí sigo. Por desgracia, desde que vine para los Estados Unidos no he podido regresar. Hace muchos años que no veo a mi mamá. La extraño y pienso mucho en ella, pero mi vida está acá.
Mis días siempre corren al ritmo de mis hijos. Primero me embaracé de mi niño, Jaziel, que tiene diez años ahora. No sé a dónde se fue su papá, simplemente desapareció. Mi hijo es especial: tiene distrofia muscular de Duchenne. Se encuentra en una silla de ruedas, pero siempre sonríe. Está enfermo, pero siempre muestra un rostro alegre, iluminando a todo aquel que lo mira o saluda. Ese niño es mi ejemplo y mi razón para luchar. ¿Cómo me voy a deprimir cuando él encuentra siempre un motivo para estar feliz? Al papá de las niñas —Dulce y María, de ocho y siete años— lo conocí acá, en el trabajo. Él es de Jalisco. Hasta la fecha seguimos juntos él y yo, sin importar todas las dificultades. Fui muy afortunada al encontrarlo, porque él ha sido un padre para mis tres hijos. Mi vida ha resultado complicada, pero siempre he logrado salir adelante. No pienso que haya otra manera de vivir. Simplemente no me gusta mirar hacia atrás, sino a lo que sigue, a lo que sigue.
Nunca conocí a mis padres. He sabido que mi mamá, la que me trajo al mundo, es de México. De mi padre conozco todavía menos detalles, pero sé que era originario de Jamaica. No sé qué fue de sus vidas ni dónde están ahora. Lo ...
Índice
- Cover Page
- Title Page
- Copyright Page
- Dedication
- Contenido
- Prólogo: La mesa de León
- Introducción: La historia de la mesa
- PADRES AUSENTES
- MADRES HEROICAS
- CICATRICES DE LA DISTANCIA
- RAÍCES EN UNA NUEVA TIERRA
- HIJOS DE DOS CULTURAS
- LA CONQUISTA DEL NORTE
- Agradecimientos