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eBook - ePub
Dunkerque
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Películas y vídeosUno
Supervivencia
A principios del verano de 1940, Anthony Irwin era un joven oficial del Regimiento de Essex. Mientras su batallón llevaba a cabo un repliegue táctico hacia la costa francesa, entorpecido por el flujo de refugiados, el acoso de la artillería y la aviación enemigas y el avance de la infantería alemana, Irwin, como la mayoría de los soldados y oficiales de su batallón, vivía la guerra por primera vez.
Vio sus primeros cadáveres una tarde, bajo el fuego de los bombarderos alemanes. Los dos primeros le impresionaron; los dos siguientes le hicieron vomitar, y posteriormente seguirían apareciéndosele en sueños durante años. La diferencia radicaba no en su forma de morir ni en lo espantoso de sus heridas, sino en la «obscenidad» de los dos últimos: desnudos, degradados, hinchados y deformes, encarnaban algo peor que la muerte.
Esa noche, su batallón sufrió un nuevo ataque. Desbordado por la situación, un joven soldado se echó a llorar. Irwin trató de llevarse al chico a un lado con intención de alejarlo de allí, pero el soldado, paralizado por la angustia, se negó a moverse. Lo único que cabía hacer —resolvió Irwin— era noquearlo. Ordenó a un sargento que le diera un buen puñetazo en la barbilla, pero el sargento erró el golpe y estrelló los nudillos contra la pared. El soldado, espabilado de repente, echó a correr, pero Irwin lo alcanzó, lo derribó y le dio un puñetazo en la cara dejándolo inconsciente.
Irwin se lo cargó al hombro y lo llevó a un sótano cercano. Estaba oscuro e Irwin pidió a gritos que le llevaran una luz. En medio de aquella quietud relativa, oyó voces de sorpresa, las voces de un hombre y una mujer y, al enfocarse sus ojos paulatinamente, distinguió a un soldado y a una camarera belga que estaban haciendo el amor en un rincón. ¿Quién podía reprochárselo?, se dijo Irwin. Teniendo la muerte tan cerca, era lógico que se aferraran a la vida con uñas y dientes.
Irwin era uno de los cientos de miles de oficiales y soldados de la Fuerza Expedicionaria Británica que se retiraban hacia la costa atravesando Bélgica. Habían llegado a Francia en barco después de que Alemania declarara la guerra el 3 de septiembre de 1939. Tras meses de una «guerra de mentirijillas», la mañana del 10 de mayo Alemania lanzó su Blitzkrieg contra el oeste de Europa y el grueso de las tropas británicas entró en Bélgica para ocupar las posiciones acordadas de antemano a lo largo del río Dyle. Allí formaron el flanco izquierdo del ejército aliado junto con las tropas francesas y belgas, para resistir el embate del Grupo de Ejércitos B hitleriano. Más al sur, el flanco derecho de los aliados estaba defendido por la poderosa Línea Maginot, una serie de fortalezas, casamatas y búnkeres que recorría la frontera franco-alemana.
Durante unos pocos días, en mayo de 1940, los aliados y los alemanes, igualados militarmente, parecieron abocados a librar otra guerra de trincheras y desgaste. Si había que fiarse de la experiencia, los alemanes tardarían poco en arremeter contra las robustas defensas de las líneas aliadas.
Los comandantes aliados recibieron, sin embargo, una amarga lección estratégica. Entre los flancos bien protegidos del ejército aliado se hallaba el macizo boscoso de las Ardenas, teóricamente inexpugnable y mal defendido por los franceses: solo cuatro divisiones de caballería ligera y diez divisiones de reservistas guarnecían un frente de más de ciento sesenta kilómetros de longitud. Y los alemanes tenía un plan para abrir una brecha en él.
Formulado originalmente por el teniente general Erich von Manstein, en mayo de 1940 dicho plan había pasado ya por siete borradores. Su objetivo era tender una trampa a los aliados lanzando un ataque inicial sobre Holanda y el norte de Bélgica al tiempo que la ofensiva principal se desencadenaba más al sur, en el frente, mucho más frágil, de las Ardenas. Encabezada por divisiones de tanques Panzer, la ofensiva cruzaría en primer lugar el río Mosa, se abriría paso por las inmediaciones de Sedán y avanzaría en dirección noroeste hacia la costa, partiendo en dos a los efectivos franceses para, finalmente, ir a reunirse con la ofensiva septentrional y rodear a la Fuerza Expedicionaria Británica.
El Plan Manstein era extremadamente arriesgado, no solo porque cruzar una región boscosa planteaba enormes dificultades logísticas, sino porque los tanques Panzer eran aún un arma experimental. El éxito de la ofensiva dependía de una velocidad de avance sin precedentes, de un apoyo aéreo intensivo y, sobre todo, del factor sorpresa. Si los franceses descubrían el plan con antelación, no había duda de que fracasaría. En enero de 1940, no obstante, los belgas habían interceptado una copia del plan alemán anterior, que consistía en lanzar una gran ofensiva en Holanda y Bélgica. Era un calco evidente de la estrategia alemana durante la I Guerra Mundial, y los aliados no tenían motivos para sospechar que sus enemigos estuvieran sopesando un plan alternativo.
El Plan Manstein era tan arriesgado y se apartaba hasta tal punto de la tradición militar que la mayoría del alto mando alemán se negó a apoyarlo. Consiguió, sin embargo, el respaldo del influyente general Franz Halder, jefe del Estado Mayor del Alto Mando del Ejército, y del hombre cuya opinión contaba más que ninguna otra en la Alemania nazi: Adolf Hitler. De ahí que finalmente se ordenara poner en marcha la ofensiva.
Los franceses se llevaron una sorpresa mayúscula. Las fuerzas blindadas, con el Cuerpo Panzer al mando del teniente general Heinz Guderian como punta de lanza y el apoyo contundente de la Luftwaffe, atravesaron brutalmente las líneas enemigas y abrieron una enorme brecha en las defensas galas. Los carros de combate alemanes comenzaron a cruzar Francia a toda velocidad sin apenas encontrar resistencia, razón por la cual, a los pocos días de ocupar sus posiciones en Bélgica, los británicos —cuya capacidad para resistir no se ponía en duda— recibieron orden de replegarse. La tropa creía que su retirada debía obedecer a un motivo muy concreto. ¿Habían penetrado los alemanes por un sector cercano? ¿O se enviaba a su batallón a la retaguardia por haber incurrido en alguna falta?
En principio, las unidades británicas se retiraron por fases, pasando de una línea defensiva a otra. Pero a veces se replegaba toda una división en bloque, a fin de ocupar un hueco en algún punto lejano. A medida que la retirada cobraba impulso, aumentó la confusión y comenzaron a circular rumores. Uno de esos rumores resultó ser cierto: se decía que una potente ofensiva alemana en el sur amenazaba con rebasar al ejército británico. Mientras duró el repliegue, sin embargo, no se habló de evacuación ni se mencionó el ahora legendario nombre de Dunkerque.
En aquella retirada a marchas forzadas se hallaban presentes toda clase de efectivos, desde tropas de élite a soldados rasos sin preparación militar. Algunos iban a pie, avanzando en filas apretadas, o aislados y dando tumbos. Otros viajaban en camiones, a caballo, en tractores y bicicletas. Incluso se vio a unos cuantos, especialmente aguerridos, montados a lomos de vacas lecheras. Sometidos al fuego enemigo y escasos de víveres, el estado físico y anímico de los hombres del ejército británico era muy desigual.
Uno de ellos, Walter Osborn, del Regimiento Real de Sussex, afrontaba una situación especialmente difícil. Tras enviar al primer ministro Winston Churchill una carta anónima pidiéndole «unos días de permiso para los muchachos», había sido condenado a cuarenta y dos días de arresto por emplear «un lenguaje perjudicial para el buen orden y la conducta» de las tropas. Ahora, inmerso en el repliegue militar, se hallaba en desventaja respecto a sus compañeros. Cada vez que cesaban los combates, lo encerraban en un granero o un sótano para que siguiera cumpliendo su condena. No le parecía justo. «¡Uno tiene derecho a saber a qué atenerse!», se quejó a un policía militar de su regimiento.
Aún más inaudita era la situación de un soldado que viajaba en camión por la carretera de Tourcoing. Con su casco de acero, su abrigo caqui y su fusil, parecía un soldado cualquiera. Puede que el uniforme le viniera un poco grande, pero eso no era de extrañar. No se esperaba de los soldados que vistieran como Errol Flynn en La carga de la Brigada Ligera. Lo raro de este soldado en particular era que estaba casado con una recluta del Regimiento de East Surrey.
Se trataba en realidad de Augusta Hersey, una joven francesa de veintiún años recién casada con Bill Hersey, un almacenista del Primer Batallón de East Surrey. Se habían conocido en el café de los padres de Augusta cuando Hersey estaba destinado en Francia y, pese a la barrera idiomática, se habían enamorado. Hersey le pidió la mano de Augusta a su padre señalando el término mariage en un diccionario francés-inglés mientras repetía «su hija...».
Hersey tuvo la buena suerte de que el capitán de su compañía fuera un sentimental que, saltándose numerosas normas del reglamento, accedió a que Augusta se retirara con el batallón, disfrazada con el uniforme del ejército. Así fue como la pareja se encontró huyendo del avance alemán. Pero el repliegue no tuvo un objetivo claro hasta que el comandante de las fuerzas británicas, lord Gort, llegó a la valerosa conclusión de que el único modo de salvar a una parte de su ejército era enviar a Anthony Irwin, a Walter Osborn y al resto de la Fuerza Expedicionaria Británica hacia Dunkerque, el único puerto que aún se hallaba en poder de los aliados, desde donde podría evacuarse por mar a una parte de las tropas.
Al llegar a Dunkerque, los soldados se hallaron ante una escena dantesca. El capitán William Tennant, nombrado oficial superior de Dunkerque por el Almirantazgo, se trasladó en barco desde Dover a Dunkerque en la mañana del 27 de mayo para encargarse de coordinar la Operación Dinamo. Entró en una ciudad en llamas: había escombros por todas partes, las ventanas habían reventado y el humo provocado por el incendio de una refinería inundaba la ciudad y sus muelles. Había muertos y heridos tendidos en las calles. Mientras caminaba por ellas, le cortó el paso una airada muchedumbre de soldados británicos armados con fusiles. Tennant consiguió salir del atolladero ofreciéndole al cabecilla del grupo un trago de su petaca.
Otro oficial de la Marina llegó a Dunkerque dos días después. Al acercarse desde el mar, contempló una de las imágenes más sobrecogedora que había visto nunca. Al este del puerto se extendían dieciséis kilómetros de playas cubiertas por completo de soldados británicos, diez mil en total. Cuando estuvo más cerca, vio que muchos se habían metido en el agua y que guardaban cola para subir a bordo de míseros botes de remos. Era una escena lamentable. ¿Cómo podía esperarse —se preguntaba el oficial— que una mínima parte de aquellos hombres consiguiera salir de allí?
Sin embargo, cuanto más se acercaba uno a las playas y más tiempo pasaba en ellas, más evidente se hacía que no había una sola imagen, ni una sola historia, que sirvieran como compendio de lo que estaba sucediendo. Un oficial del Regimiento Real de Sussex recuerda que, al llegar a la playa, un policía militar le saludó educadamente y, tras preguntarle por su unidad, le dirigió hacia una fila perfectamente alineada. En otra fila, en cambio, recibieron a un joven soldado de Comunicaciones gritándole: «¡Largo de aquí si no quieres que te peguemos un tiro!». Y un sargento de los Ingenieros Reales vio a un enjambre de soldados pugnando por subirse a una embarcación tan pronto como esta alcanzó los bajíos. En un intento desesperado por imponer orden antes de que volcara la barca, el marinero que la pilotaba sacó su pistola y disparó a uno de ellos en la cabeza. Los demás apenas reaccionaron. «Había tal caos en la playa», recuerda el sargento, «que a nadie le extrañó».
Cada soldado que esperaba en la playa o en el espigón (la larga escollera desde la que se evacuaban las tropas), o que avanzaba a lomos de una vaca, tuvo una vivencia distinta de la retirada. A menudo, estas vivencias se contradicen entre sí. Es imposible escoger un solo elemento simbólico: las playas cubrían una gran extensión de terreno y estaban ocupadas por miles y miles de personas cuyo estado físico y mental varió enormemente durante aquellos diez días intensos, en los que las condiciones cambiaban continuamente y a gran velocidad. ¿Cómo no van a contradecirse estas experiencias? El mundo entero se hallaba presente en aquellas playas.
Y la realidad era igual de compleja y desordenada una vez los soldados subían a bordo de los botes y barcos que debían devolverlos a Inglaterra. Bombardeados y acribillados por la Luftwaffe, atacados por las baterías costeras, temerosos de las minas y los torpedos, quizá fueran camino de la salvación, pero aún estaban muy lejos de ella. Un oficial del Regimiento de Cheshire se encontraba a bordo de un bote de remos que trasladaba a treinta soldados desde la playa a un destructor fondeado mar adentro. Mientras se acercaba el bote, el destructor levó de pronto el ancla y partió rumbo a Inglaterra. Presa de la desesperación, un capellán militar se levantó de un salto y gritó: «¡Señor! ¡Señor! ¿Por qué nos has abandonado?». El brusco movimiento hizo que entrara agua en la barca y todos comenzaron a increpar a voces al capellán. Unos segundos después, en respuesta a sus plegarias (o, más probablemente, al escándalo que armaron sus compañeros), el destructor dio media vuelta y volvió a recogerlos.
Al final, la inmensa mayoría de la Fuerza Expedicionaria Británica arribó a Inglaterra sana y salva desde Dunkerque. Casi todas las tropas llegaron en navíos de la Armada o en grandes buques mercantes; las famosas barquitas (algunas tripuladas por gente corriente; la mayoría, por marineros profesionales) se utilizaron principalmente para trasladar a los soldados desde las playas a los navíos fondeados frente a la costa. Pero, de haber sido masacradas o capturadas las tropas, no hay duda de que Gran Bretaña se habría visto obligada a buscar un acuerdo de paz con Hitler. La historia habría tomado, por tanto, un rumbo mucho más sombrío y el mundo actual sería muy distinto al que conocemos.
Ello contribuye a explicar por qué Dunkerque (una derrota calamitosa seguida por una evacuación a la desesperada) se ha convertido en un hecho glorioso, en un símbolo de cómo una catástrofe mundial puede convertirse en un triunfo colectivo. Mientras que el Día del Armisticio y otras conmemoraciones relacionadas con la II Guerra Mundial son celebraciones teñidas de tristeza y centradas en la pérdida de vidas humanas, el aniversario de la evacuación de Dunkerque es una fiesta en la que una multitud de pequeñas embarcaciones recrea la travesía del Canal. Dunkerque simboliza la esperanza y el afán de supervivencia, lo mismo que simbolizó desde el principio.
Al iniciarse la evacuación, la situación militar británica era tan comprometida que, como en la caja de Pandora, solo quedaba la esperanza. El domingo 26 de mayo, se observó un día nacional de oración en Inglaterra. Los oficios religiosos celebrados en la abadía de Westminster y la catedral de San Pablo tuvieron su reflejo en los actos celebrados en iglesias y sinagogas de toda Gran Bretaña, así como en la mezquita londinense de Southfields.
El arzobispo de Canterbury afirmó en su sermón que Inglaterra necesitaba y merecía la ayuda de Dios. «Se nos ha llamado a ocupar nuestro lugar en un poderoso conflicto entre el bien y el mal», dijo, dando a entender que los principios morales de Gran Bretaña estaban imbuidos de santidad porque «representan la voluntad divina». Dios estaba con Inglaterra y solo Él sabía cómo derrotar al diabólico enemigo. No es de extrañar, por tanto, que la evacuación, calificada por Winston Churchill de milagrosa, asumiera un cariz cuasi religioso. El arzobispo, al parecer, tenía razón, puesto que Gran Bretaña se vio favorecida por la suerte. Ello vino a corroborar las opiniones de escritores como Rupert Brooke y Rudyard Kipling, y contribuyó a dar origen a un concepto que, transcurridas siete décadas y media, aún sigue vigente: el «espíritu de Dunkerque».
Definido como la negativa a rendirse o a ceder a la desesperación en tiempos de crisis, el espíritu de Dunkerque parece haber arraigado espontáneamente en el imaginario colectivo. A su regreso a Inglaterra, la mayoría de los soldados se veían a sí mismos como lamentables despojos de un ejército pisoteado. Muchos sentían bochorno, y la inesperada acogida que obtuvieron los desconcertó. «Nos metieron en un tren y allá donde paráramos», recuerda un teniente del Regimiento de Infantería Ligera de Durham, «la gente nos ofrecía café y tabaco. Dedujimos de aquella tremenda alegría que éramos héroes y que habíamos conseguido una especie de victoria, aunque saltaba a la vista que nos habían derrotado sin paliativos».
A principios de junio, Nella Last, un ama de casa de Lancashire, escribió en su diario:
«Esta mañana, mientras desayunaba tranquilamente, estuve leyendo y releyendo las noticias sobre la evacuación de Dunkerque. Tuve la sensación de que un arpa vibraba y resonaba en lo más profundo de mi ser (...) Me olvidé de que era una mujer madura que a menudo está cansada y tiene jaquecas. La...
Índice
- Contenido
- Prefacio
- «No la veo como una película de guerra. La veo como una historia de supervivencia»: una entrevista de Joshua Levina al director Christopher Nolan Joshua Levine entrevista al director Christopher Nolan
- 1. Supervivencia
- 2. Como nosotros
- 3. El largo, el corto y el alto
- 4. Grandes esperanzas
- 5. Contraataque
- 6. Frenar a los Panzer
- 7. Evasión a Dunkerque
- 8. Sin atisbos de un milagro
- 9. Un milagro
- 10. ¿Dónde está la RAF?
- 11. Un nuevo Dunkerque
- Agradecimientos
- Bibliografía selecta