Los Cuatro Amores
eBook - ePub

Los Cuatro Amores

C. S. Lewis

Compartir libro
  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Los Cuatro Amores

C. S. Lewis

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es Los Cuatro Amores un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a Los Cuatro Amores de C. S. Lewis en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Theology & Religion y Religion. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN
9780062346988
Categoría
Religion

CAPÍTULO IV

La amistad

Cuando el tema de que hablamos es la amistad, o el eros, encontramos un auditorio preparado. La importancia y belleza de ambos ha sido reiteradamente destacada, y hasta exagerada una y otra vez. Aun aquellos que pretenden ridiculizarlos, como consciente reacción contra esa tradición de encomios, lo hacen también influidos por ellos. Pero muy poca gente moderna piensa que la amistad es un amor de un valor comparable al eros o, simplemente, que sea un amor. No puedo recordar ningún poema desde In Memoriam, ni ninguna novela que la haya celebrado. Tristán e Isolda, Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta tienen innumerables imitaciones en la literatura moderna; pero David y Jonatán, Pílades y Orestes, Rolando y Oliveros, Amis y Amiles no las tienen. A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite, por supuesto, que además de una esposa y una familia un hombre necesita unos pocos «amigos»; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de relación se describa como «amistades» demuestra c1aramente que de lo que se habla tiene muy poco que ver con esa philia que Aristóteles clasificaba entre las virtudes, o esa amicitia sobre la que Cicerón escribió un libro. Se considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida; un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida. ¿Cómo ha podido suceder eso?
La primera y más obvia respuesta es que pocos la valoran, porque son pocos los que la experimentan. Y la posibilidad de que transcurra la vida sin esa experiencia se afinca en el hecho de separar tan radicalmente a la amistad de los otros dos amores (el afecto y la caridad). La amistad es—en un sentido que de ningún modo la rebaja—el menos «natural» de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario y necesario. No tiene ninguna vinculación con nuestros nervios; no hay en él nada que acelere el pulso o lo haga a uno empalidecer o sonrojarse. Es algo que se da esencialmente entre individuos: desde el momento en que dos hombres son amigos, en cierta medida se han separado del rebaño. Sin eros ninguno de nosotros habría sido engendrado, y sin afecto ninguno de nosotros hubiera podido ser criado; pero podemos vivir y criar sin la amistad. La especie, biológicamente considerada, no la necesita. A la multitud o el rebaño—la comunidad—hasta puede disgustarles y desconfiar de ella; los dirigentes muy a menudo sienten de ese modo: los directores y directoras de escuelas, los rectores de comunidades religiosas, los coroneles y capitanes de barco pueden sentirse incómodos cuando ven surgir íntimas y fuertes amistades entre sus súbditos.
Este carácter «no natural», por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente por qué fue enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo fútil en la nuestra. El pensamiento más profundo y constante de aquellos tiempos era ascético y de renunciamiento al mundo. La naturaleza, la emociones y el cuerpo eran temidos como un peligro para nuestras almas, o despreciados como degradaciones de nuestra condición humana. Inevitablemente, por tanto, se valoraba más el tipo de amor que parece más independiente, e incluso más opuesto, de lo meramente natural. El afecto y el eros están demasiado claramente relacionados con nuestro sistema nervioso, y son demasiado obviamente compartidos con los animales. Los sentimos cómo remueven nuestras entrañas y alteran nuestra respiración. Pero en la amistad—en ese mundo luminoso, tranquilo, racional de las relaciones libremente elegidas—uno se aleja de todo eso. De entre todos los amores, ése es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles.
Pero surgió entonces el Romanticismo y «la comedia lacrimógena» y el «retorno a la naturaleza» y la exaltación del sentimiento y, como séquito suyo, todo ese cúmulo de emociones que, aunque fuera a menudo criticado, perdura desde entonces. Por último surgieron la exaltación del instinto y los oscuros dioses de la sangre, cuyos hierofantes suelen ser incapaces de una amistad masculina. Bajo esa nueva consideración, todo lo que antaño se elogiaba en el amor de amistad comenzó a ir en contra suya. No había en él sonrisas llenas de lágrimas, ni finezas, ni ese lenguaje infantil que pudiera complacer a los sentimentales. No estaba suficientemente envuelto en sangre y visceralidad para que pudiera atraer a los primarios. Se le veía como un amor flaco y descolorido, como una especie de sustitutivo para vegetarianos de amores más orgánicos.
Otras causas han contribuido a eso. Para quienes—y ahora son mayoría—ven la vida humana como una vida animal más desarrollada y más compleja, todas las formas de comportamiento que no puedan mostrar el certificado de su origen animal y un valor de supervivencia resultan sospechosas. Los certificados de amistad no son muy satisfactorios. Una vez más, esa actitud que valora lo colectivo por encima de lo individual necesariamente menosprecia la amistad, que es una relación entre hombres en su nivel máximo de individualidad. La amistad saca al hombre del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la soledad, y aun más peligrosamente, porque los saca de dos en dos o de tres en tres. Ciertas manifestaciones de sentimiento democrático le son naturalmente hostiles, porque la amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. Decir «éstos son mis amigos» implica decir «ésos no lo son». Por todas estas razones, si alguien cree (como yo lo creo) que la antigua apreciación de la amistad era la correcta, difícilmente escribirá un capítulo sobre ella sino es para rehabilitarla.
Esto me obliga a llevar a cabo, como comienzo, una muy ardua tarea de demolición, porque en nuestra época se hace necesario refutar la teoría de que toda amistad sólida y seria es, en realidad, homosexual.
La peligrosa expresión «en realidad» es aquí importante. Decir que toda amistad es consciente y explícitamente homosexual sería, es obvio, demasiado falso; los pedantes se escudan tras la acusación menos palpable de que es homosexual «en realidad», es decir, inconscientemente, crípticamente, en un cierto sentido propio del Club Pickwick. Y esto, aunque no se puede probar, no puede tampoco nunca, desde luego, ser rebatido. El hecho de que no pueda descubrirse ninguna positiva evidencia de homosexualidad en el comportamiento de dos amigos no desconcierta en absoluto a esos pedantes. Dicen gravemente: «Esto es justo lo que se podía esperar». La mismísima falta de pruebas es así valorada como una evidencia; la falta de humo es la prueba de que el fuego ha sido cuidadosamente ocultado. Sí, supuesto que exista; pero primero hay que probar que existe. De otro modo estaríamos argumentando como uno que dijera: «Si en esa silla hubiera un gato invisible, parecería vacía; como la silla parece vacía, luego en ella hay un gato invisible».
La creencia en gatos invisibles quizá no se pueda refutar de un modo lógico, pero dice mucho acerca de quienes sostienen esa creencia. Los que no pueden concebir la amistad como un amor sustantivo, sino sólo como un disfraz o un elaboración del eros, dejan traslucir el hecho de que nunca han tenido un amigo. Los demás sabemos que aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, en cierto sentido, nada como la amistad se parece menos a un asunto amoroso. Los enamorados están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común. Sobre todo, el eros (mientras dura) se da necesariamente sólo entre dos. Pero el dos, lejos de ser el número requerido para la amistad, ni siquiera es el mejor, y por una razón importante.
Lamb dice en alguna parte que si de tres amigos (A, B y C) A muriera, B perdería entonces no sólo a A sino «la parte de A que hay en C», y C pierde no sólo a A sino también «la parte de A que hay en B». En cada uno de mis amigos hay algo que sólo otro amigo puede mostrar plenamente. Por mí mismo no soy lo bastante completo como para poner en actividad al hombre total, necesito otras luces, además de las mías, para mostrar todas sus facetas. Ahora que Carlos ha muerto, nunca volveré a ver la reacción de Ronaldo ante una broma típica de Carlos. Lejos de tener más de Ronaldo al tenerle sólo «para mí» ahora que Carlos ha muerto, tengo menos de él.
Por eso, la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, «Aquí llega uno que aumentará nuestro amor»; porque en este amor «compartir no es quitar».
Por supuesto que la escasez de almas afines—por no hacer consideraciones prácticas sobre el tamaño de las habitaciones y su acústica—pone límites a la ampliación del círculo; pero dentro de esos límites poseemos a cada amigo no menos sino más a medida que crece el número de aquellos con quienes lo compartimos. En esto la amistad muestra una gloriosa «aproximación por semejanza» al Cielo, donde la misma multitud de los bienaventurados (que ningún hombre puede contar) aumenta el goce que cada uno tiene de Dios; porque al verle cada alma a su manera comunica, sin duda, esa visión suya, única, a todo el resto de los bienaventurados. Por eso dice un autor antiguo que los serafines, en la visión de Isaías, se están gritando «unos a otros» «Santo, Santo, Santo» (Isaías, 6,3). Así, mientras más compartamos el Pan del Cielo entre nosotros, más tendremos de Él.
La teoría homosexual, por tanto, no me parece en absoluto plausible. Esto no quiere decir que la amistad y el eros anormal no se hayan nunca combinado. Ciertas culturas en ciertas épocas parecen haber tendido a esa contaminación. En las sociedades de guerreros era, me parece a mí, muy posible que esa mezcla se deslizara entre el maduro Valiente y su joven escudero o escolta. La ausencia de mujeres, cuando el hombre se hallaba en la guerra, tenía sin duda algo que ver con eso. Al determinar—si es que uno cree que necesita o puede determinarlo—dónde se insinuaba o dónde no la homosexualidad, debemos guiarnos con seguridad por pruebas, cuando las hay, y no por una teoría a priori. Los besos, las lágrimas y los abrazos no son en sí mismos una prueba de homosexualidad. Las implicaciones serían, en todo caso, demasiado cómicas: Hrothgar abrazando a Beowulf, Johnson abrazando a Boswell (una pareja manifiestamente heterosexual) y todos esos viejos centuriones, rudos y peludos, que aparecen en Tácito estrechándose entre sus brazos unos a otros y pidiendo un último beso cuando la legión se disolvía…, ¿eran todos afeminados? Si puede usted creer eso, es que es capaz de creer cualquier cosa. Desde una perspectiva histórica amplia, no son, por supuesto, los gestos demostrativos de la amistad entre nuestros antepasados, sino la ausencia de estos gestos en nuestra propia sociedad lo que requiere una explicación especial. Somos nosotros, no ellos, los que nos hemos salido del tiesto.
He dicho que la amistad es el menos biológico de los amores. Tanto el individuo como la comunidad pueden sobrevivir sin ella; pero hay alguna otra cosa, que se confunde a menudo con la amistad, y que la comunidad sí necesita, una cosa que, no siendo amistad, es la matriz de la amistad.
En las primeras comunidades, la cooperación de los varones como cazadores o guerreros no era menos necesaria que la tarea de engendrar y criar a los hijos. Una tribu donde no hubiera inclinación por una de esas tareas moriría, con la misma seguridad que la tribu que no tuviera inclinación por la otra tarea. Mucho antes de que la historia comenzara, los hombres nos hemos reunido, sin las mujeres, y hemos hecho cosas; teníamos que hacerlas. Y sentir agrado por hacer lo que es necesario hacer es una característica que tiene valor de supervivencia. No sólo debíamos hacer cosas sino que teníamos que hablar de ellas: teníamos que hacer un plan de caza y de batalla. Cuando éstas terminaban, teníamos que hacer un examen post mortem y sacar conclusiones para el futuro; y esto nos gustaba todavía más. Ridiculizábamos o castigábamos a los cobardes y a los chapuceros, y elogiábamos a los que se destacaban en las acciones de guerra o de caza.
—Él tenía que haber sabido que nunca podría acercarse al animal con el viento dándole de ese lado…
—Es que yo tenía una punta de flecha más ligera; por eso resultó.
—Lo que yo siempre digo es que…
—Se lo clavé así, ¿ves? Así como estoy sosteniendo ahora esta vara…
Lo que hacíamos era hablar del trabajo. Disfrutábamos mucho de la compañía de unos con otros: nosotros los valientes, nosotros los cazadores, todos unidos por una destreza compartida, por los peligros y los padecimientos compartidos, por bromas hechas en confidencia, lejos de las mujeres y de los niños.
El hombre del paleolítico pudo o no haber llevado un garrote al hombro, como un bruto, pero ciertamente era miembro de un club, una especie de club que probablemente formaba parte de su religión, como ese club sagrado de fumadores, donde los salvajes, en Typee de Melville, se reunían todas las noches de su vida «maravillosamente a gusto».
¿Y mientras tanto qué hacían las mujeres? No lo sé, cómo podría saberlo yo: soy un hombre, y nunca he espiado los misterios de Bona Dea, la protectora de las mujeres. Seguramente tenían frecuentes rituales de los que los hombres estaban excluidos. Cuando, como sucedía a veces, tenían a su cargo la agricultura, adquirirían ciertas habilidades, conseguirían logros y triunfos comunes, igual que los hombres. Aun con todo, quizá su mundo no fue tan marcadamente femenino como fue masculino el de sus compañeros los hombres. Los niños permanecían con ellas; tal vez los ancianos también. Pero sólo hago suposiciones; además, sólo puedo rastrear la prehistoria de la amistad en la línea masculina.
Este gusto en cooperar, en hablar del trabajo, en el mutuo respeto y entendimiento de los hombres, que diariamente se ven sometidos a una determinada prueba y se observan entre sí, es biológicamente valioso. Usted puede, si quiere, considerarlo como un producto del «instinto gregario»; a mí me parece que, considerarlo así, es como dar un largo rodeo para llegar a algo que todos comprendemos hace tiempo mucho mejor que nadie ha comprendido la palabra «instinto»: algo que tiene lugar actualmente en miles de salas de espera, salas de estar, bares y clubes de golf: yo prefiero llamar a eso compañerismo, o «clubismo».
Este compañerismo es, sin embargo, sólo la matriz de la amistad. Con frecuencia se le llama amistad, y mucha gente al hablar de sus «amigos» sólo se refiere a sus compañeros; pero esto no es la amistad en el sentido que yo le doy a la palabra. Al decir eso no tengo la menor intención de menospreciar la simple relación de club: no menospreciamos la plata cuando la distinguimos del oro.
La amistad surge fuera del mero compañerismo cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común algunas ideas o intereses o simplemente algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro, o su cruz. La típica expresión para iniciar una amistad puede ser algo así: «¿ Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único».
Podemos imaginar que entre aquellos primitivos cazadores y guerreros, algunos individuos—¿uno en un siglo, uno en mil años?—vieron algo que los otros no veían, vieron que el venado era a la vez hermoso y comestible, que la caza era divertida y a la vez necesaria, soñaron que sus dioses quizá fueran no sólo poderosos sino también sagrados. Pero si cada una de esas perspicaces personas muere sin encontrar un alma afín, nada, supongo yo, se sacará de provecho: ni en el arte ni en el deporte ni en la religión nacerá nada nuevo. Cuando dos personas como ésas se descubren una a otra, cuando, aun en medio de enormes dificultades y tartamudeos semiarticulados, o bien con una rapidez de comprensión mutua que nos podría asombrar por lo vertiginosa, comparten su visión común, entonces nace la amistad. E, inmediatamente, esas dos personas están juntas en medio de una inmensa soledad.
Los enamorados buscan la intimidad. Los amigos encuentran esta soledad en torno a ellos, lo quieran o no; es esa barrera entre ellos y la multitud, y desearían reducirla; se alegrarían de encontrar a un tercero.
En nuestro tiempo, la amistad surge de la misma manera. Para nosotros, desde luego, la misma actividad compartida—y, por tanto, el compañerismo que da lugar a la amistad—, no será muchas veces física, como la caza y la guerra; pero puede ser la religión común, estudios comunes, una profesión común, e incluso un pasatiempo común. Todos los que compartan esa actividad serán compañeros nuestros; pero uno o dos o tres que comparten algo no serán por eso amigos nuestros. En este tipo de amor—como decía Emerson—, el «¿Me amas?» significa «¿Ves tú la misma verdad que veo yo?». O, por lo menos, «¿Te interesa?» La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia puede ser amigo nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros en la solución.
Se advertirá que la amistad repite así, en un nivel más individual, y menos necesario desde el punto de vista social, el carácter de compañerismo que fue su matriz. El compañerismo se da entre personas que hacen algo juntas: cazar, estudiar, pintar o lo que sea. Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos ampliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán cazando, pero una presa inmaterial; seguirán colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de camino, pero en un tipo de viaje diferente. De ahí que describamos a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro, mirando hacia adelante.
De ahí también que esos patéticos seres que sólo quieren conseguir amigos, nunca podrán conseguir ninguno. La condición para tener amigos es querer algo más que amigos: si la sincera respuesta a la pregunta «¿Ves la misma cosa que yo?» fuese «No veo nada, pero la verdad es que no me importa, porque lo que yo quiero es un amigo», no podría nacer ninguna amistad, aunque pueda nacer un afecto; no habría nada «sobre» lo que construir la amistad, y la amistad tiene que construirse sobre algo, aunque sólo sea una afición por el dominó, o por las ratas blancas. Los que no tienen nada no pueden compartir nada, los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta.
Cuando dos personas descubren de este modo que van por el mismo camino secreto y son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácilmente pasar—puede pasar en la primera media hora—al amor erótico. A no ser que haya entre ellas una repulsión física, o a no ser que una de ellas ame ya él otra persona, es casi seguro que tarde o temprano pasará eso. Y al revés, el amor erótico puede llevar a la amistad entre los enamorados; pero esto, en lugar de borrar la diferencia entre ambos amores, los clarifica incluso más. Si alguien que, en sentido pleno y profundo, fue primero amigo o amiga, y gradual o súbitamente se manifiesta como alguien que también se ha enamorado, no querrá, es claro, compartir ese amor erótico por el amado con un tercero; pero no sentirá celos en absoluto por compartir la amistad. Nada enriquece tanto un amor erótico como descubrir que el ser amado es capaz de establecer, profunda, verdadera y espontáneamente, una profunda amistad con los amigos que uno ya tenía: sentir que no sólo estamos unidos por el amor erótico, sino que nosotros tres o cuatro o cinco somos viajeros en la misma búsqueda, tenemos la misma visión de la vida.
La coexistencia de amistad yeros también puede ayudar a algunos modernos a darse cuenta de que la amistad es en realidad un amor, y que ese amor es incluso tan grande como el eros. Supongamos que usted ha sido tan afortunado que se ha «enamorado» y se ha casado con una amiga suya. Y supongamos que les dan a elegir entre estas dos posibilidades: «O ustedes dos dejarán de estar enamorados, pero seguirán siempre estando juntos en la búsqueda del mismo Dios, la misma Belleza, la misma Verdad, o bien, perdiendo la amistad, conservarán mientras vivan el éxtasis y el ardor, toda la maravilla y el apasionado deseo de eros. Elijan lo que quieran». ¿Cuál escogeríamos? ¿De qué elección no nos arrepentiríamos después de haberla hecho?
He insistido en el carácter «innecesario» de la amistad, y esto requiere ciertamente una mayor justificación de la que hasta ahora le he dado.
Podría alegarse que las amistades tienen un valor práctico para la comunidad. Toda religión civilizada se inició entre un grupo reducido de amigos. Las matemáticas empezaron realmente cuando unos pocos amigos griegos se juntaron para hablar de números y líneas y ángulos. Lo que hoyes la Royal Society fue originariamente la reunión de unos pocos caballeros que en sus ratos libres se juntaban para discutir cosas por las que ellos, y no muchos más, sentían afición. Lo que ahora llamamos Movimiento Romántico, en un tiempo «fue» Wordsworth y Coleridge, hablando incesantemente—al menos Coleridge—de una secreta visión que les era propia. Del Comunismo, del Movimiento de Oxford, del Metodismo, del movimiento contra la esclavitud, de la Reforma, del Renacimiento, de todos ellos, sin exagerar mucho, puede decirse que empezaron de la misma manera.
Algo de esto hay; pero casi todos los lectores podrían pensar que algunos de esos movimientos eran buenos para la sociedad, y otros malos. El conjunto de la lista, si es aceptada, tendería a demostrar que, en el mejor de los casos, la amistad es tanto un posible riesgo como un beneficio para la comunidad. Y aun como beneficio tendría no tanto un va...

Índice