1. 11 DE SEPTIEMBRE: LECCIONES NO APRENDIDAS
4 DE SEPTIEMBRE DE 2002
De golpe, el 11 de septiembre muchos norteamericanos cobraron conciencia de que debían prestar mucha mayor atención a lo que el gobierno de su país hace en el mundo y a la forma en que esto se percibe. Se han abierto a la discusión muchas cuestiones que antes no estaban en los programas. Todo eso es para bien. También es una mínima muestra de cordura, si esperamos reducir la probabilidad de futuras atrocidades. Quizá sea reconfortante pretender que nuestros enemigos “detestan nuestras libertades”, como dijo el presidente Bush, pero no se puede decir que sea prudente ignorar el mundo real, que nos da lecciones diferentes.
El presidente no es el primero en preguntar “¿Por qué nos odian?” En una discusión de gabinete, hace 44 años, el presidente Eisenhower describió “la campaña de odio contra nosotros [en el mundo árabe], no de los gobiernos sino de la gente”. Su Consejo de Seguridad Nacional resumió las razones básicas: Estados Unidos apoya a gobiernos corruptos y opresores y “se opone al progreso político o económico” debido a su interés por controlar los recursos petroleros de la región.
Sondeos realizados en el mundo árabe después del 11 de septiembre revelan que hoy son válidas las mismas razones, y que a ellas se suma el resentimiento que provocan determinadas medidas políticas. Sorprendentemente, eso ocurre incluso entre los sectores privilegiados, prooccidentales, de la región. Citemos un solo ejemplo reciente: en el número del 1 de agosto de la Far Eastern Economic Review Ahmed Rashid, el especialista en la región internacionalmente reconocido, escribe que en Pakistán “va en aumento el enojo por el hecho de que Estados Unidos está permitiendo al régimen militar [de Musharraf] aplazar la promesa de la democracia”.
Hoy nos hacemos un flaco favor cuando preferimos creer que “nos odian” y “odian nuestras libertades”. Por el contrario, aquéllas son actitudes de personas a las que les gustan los norteamericanos y que admiran muchas cosas de Estados Unidos, incluidas sus libertades. Lo que detestan son las políticas oficiales que les niegan las libertades a las que ellas también aspiran.
Por estas razones, las vociferaciones de Osama bin Laden después del 11 de septiembre—como que Estados Unidos apoya a gobiernos corruptos y brutales, o que ha “invadido” Arabia Saudita—tienen cierta resonancia aun entre quienes lo desprecian y le temen. Los grupos terroristas esperan obtener apoyo y reclutas del resentimiento, el enojo y la frustración.
También debemos ser conscientes de que una gran parte del mundo considera que el régimen de Washington es terrorista. En los últimos años, Estados Unidos ha iniciado o respaldado, en Colombia, Nicaragua, Panamá, Sudán y Turquía, por mencionar sólo algunos casos, acciones que concuerdan con las definiciones oficiales de “terrorismo” que dan los norteamericanos... cuando le aplican el término a sus enemigos.
En Foreign Affairs, la revista más sobria del establishment, Samuel Huntington escribió en 1999: “Mientras Estados Unidos suele acusar a diversos países de ‘estados bandidos’, a los ojos de muchos países se está convirtiendo en una superpotencia bandida [...] la principal amenaza externa para sus sociedades.”
Estas percepciones no cambian por el hecho de que el 11 de septiembre, por primera vez, un país occidental fuera víctima en su propio suelo de un horrendo ataque terrorista, un ataque de un estilo muy familiar para las víctimas del poder occidental, que trasciende lo que se ha dado en llamar el “terror al por menor” del IRA, el FLN o las Brigadas Rojas.
El ataque terrorista del 11 de septiembre suscitó la áspera condena del mundo y una efusión de simpatía por las víctimas inocentes. Pero con matices. Una encuesta Gallup internacional de fines de septiembre mostró muy poco apoyo a un “ataque militar” de Estados Unidos a Afganistán. El apoyo más débil fue el de América Latina, la región que más ha experimentado la injerencia de Estados Unidos (2% en México, por ejemplo).
dp n="22" folio="3" ?Naturalmente, la actual “campaña de odio” en el mundo árabe es alimentada por la política estadunidense en Israel-Palestina e Iraq: Estados Unidos ha prestado una ayuda decisiva a la dura ocupación militar israelí durante los últimos 35 años.
Una manera de aminorar las tensiones entre Israel y Palestina sería dejar de aumentarlas—tal como lo hacemos—, no sólo al negarnos a sumarnos al consenso internacional de larga data que pide el reconocimiento del derecho de todas las naciones de la región—incluido el estado palestino—a vivir en paz y seguridad en los territorios hoy ocupados (quizá con algunos ajustes menores y mutuos en la frontera).
En Iraq un decenio de duras sanciones debidas a la presión norteamericana ha fortalecido a Saddam Hussein y al mismo tiempo provocado la muerte de cientos de miles de iraquíes, probablemente más personas “de las que han sido asesinadas por todas las llamadas armas de destrucción masiva a lo largo de la historia”, escribieron en 1999 en Foreign Affairs los analistas militares John y Karl Mueller.
Hoy las justificaciones de Washington para atacar a Iraq son mucho menos creíbles que cuando el primer presidente Bush saludaba a Saddam Hussein como aliado y socio comercial, cuando ya había cometido sus peores crímenes: Halabja, donde atacó a los kurdos con gases tóxicos, la matanza de al-Anfal y otros. En aquel tiempo el asesino Saddam, que contaba con el firme respaldo de Washington y Londres, era más peligroso que hoy.
En cuanto a un ataque de Estados Unidos contra Iraq, nadie, ni siquiera Donald Rumsfeld, puede evaluar de manera realista los posibles costos y consecuencias.
Los islamistas extremistas radicales esperan sin duda que un ataque a Iraq mate a mucha gente y destruya gran parte del país, lo que les proveerá muchos reclutas para cometer actos terroristas. 1 Cabe suponer que también ven con agrado la “doctrina Bush”, que proclama el derecho a realizar ataques contra amenazas potenciales, que pueden ser prácticamente ilimitadas. El presidente ha anunciado: “No se puede decir cuántas guerras serán necesarias para garantizar la libertad en la patria.” Es verdad.
Las amenazas están por doquier, aun en este país. El planteamiento de una guerra interminable presenta un peligro mucho mayor para los norteamericanos que los supuestos enemigos, por motivos que las organizaciones terroristas entienden muy bien.
Hace veinte años Yehoshafat Harkabi, ex director de la inteligencia militar israelí y destacado arabista, hizo una declaración que sigue siendo válida: “Ofrecerles una solución honorable a los palestinos, respetando su derecho a la autodeterminación: ésta es la solución al problema del terrorismo. Cuando desaparezca el pantano dejará de haber mosquitos.”
Israel gozaba a la sazón de esa virtual inmunidad contra el desquite dentro de los territorios ocupados que duró hasta hace muy poco. Pero la advertencia de Harkabi era acertada, y la lección se aplica más ampliamente.
Mucho antes del 11 de septiembre se entendía que con la tecnología moderna los ricos y poderosos van a perder su casi total monopolio de los medios de la violencia y pueden esperar ser víctimas de actos de barbarie en su propio suelo.
Si insistimos en crear más pantanos, habrá más mosquitos, con una asombrosa capacidad de destrucción.
Si dedicamos nuestros recursos a drenar los pantanos, atacando las raíces de las “campañas de odio”, no solamente podremos reducir las amenazas a las que nos enfrentamos sino también vivir a la altura de los ideales que profesamos y que, si decidimos tomarlos en serio, no están fuera de nuestro alcance.
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2. ESTADOS UNIDOS CONTRA IRAQ: UNA MODESTA PROPOSICIÓN
1 DE NOVIEMBRE DE 2002
Los afanosos esfuerzos de la administración Bush por tomar el control en Iraq—mediante la guerra, un golpe militar o algún otro medio—han suscitado diversos análisis de los motivos que los impulsan.
Anatol Lieven, miembro de alto rango de la Carnegie Endowment for International Peace [Fundación Carnegie para la Paz Internacional], de la ciudad de Washington, observa que los esfuerzos de Bush se ciñen a “la clásica estrategia moderna de una oligarquía de derecha en peligro, que consiste en desviar el descontento de las masas hacia el nacionalismo” por medio del miedo a enemigos externos. El objetivo de la administración—dice Lieven—es “la dominación unilateral del mundo mediante la superioridad militar absoluta”, razón por la cual gran parte del mundo siente tanto temor y antagonismo hacia el gobierno estadunidense lo que, con frecuencia, y erróneamente, se describe como sentimiento “antinorteamericano”.
Si se examinan los antecedentes de la actitud belicosa de Washington se refuerza y hasta se amplía la interpretación de Lieven.
A partir de los ataques del 11 de septiembre los republicanos han tomado la amenaza terrorista como pretexto para impulsar su programa político de derecha. Para las elecciones legislativas la estrategia ha desviado la atención de la economía para dirigirla a la guerra. Por supuesto, los republicanos no quieren que cuando la campaña presidencial empiece la gente ande haciendo preguntas sobre jubilaciones, empleos, seguridad social y otros asuntos. Más bien quieren que ensalcen a su heroico líder por haberlos rescatado de la inminente destrucción a manos de un enemigo de colosal poder, y que salgan resueltamente al encuentro de la siguiente fuerza poderosa empeñada en nuestra destrucción.
Las atrocidades del 11 de septiembre también ofrecieron la oportunidad y el pretexto para poner en marcha los viejos planes de apoderarse de la inmensa riqueza petrolera de Iraq, componente central de los recursos del Golfo Pérsico que en 1945 el Departamento de Estado describió como “una prodigiosa fuente de poder estratégico, y uno de los más grandes tesoros en la historia del mundo”. El control de las fuentes de energía alimenta el poderío económico y militar de Estados Unidos, y el “poder estratégico” se traduce en una palanca para controlar el globo.
Otra interpretación es que la administración cree exactamente lo que dice: de la noche a la mañana Iraq se ha convertido en una amenaza para nuestra existencia y para sus vecinos. Así que debemos asegurarnos de que las armas de destrucción masiva de Iraq y los medios para producirlas sean destruidos, y Saddam Hussein, el monstruo mismo, sea eliminado. Y rápidamente. La guerra debe iniciarse este invierno (2002/2003). El próximo será ya demasiado tarde. Para entonces puede que la nube atómica que predice la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice ya nos haya consumido.
Supongamos que esta interpretación sea correcta. Si los poderes del Oriente Medio le temen más a Washington que a Saddam, como parece, esto no haría más que revelar su limitada comprensión de la realidad. Y no es más que una mera coincidencia el hecho de que el próximo invierno ya se estará llevando a cabo la campaña presidencial.
Así que si adoptamos la interpretación oficial nos vemos frente a una pregunta inevitable: ¿Cómo podemos alcanzar las metas anunciadas? A partir de esos supuestos, vemos de inmediato que el gobierno ha ignorado una alternativa sencilla a la invasión de Iraq: dejar que lo haga Irán. Este sencillo plan se ha pasado por encima, quizá porque parecería una locura, y con razón. Pero resulta instructivo preguntarse por qué.
La modesta proposición es que Estados Unidos inste a Irán a invadir Iraq, proporcionando a los iraníes, desde una prudente distancia, el necesario apoyo logístico y militar (misiles, bombas, bases, etc.). Así, “por poder”, un polo del “eje del mal” se apoderaría del otro.
La propuesta tiene muchas ventajas sobre las otras opciones. Para empezar, Saddam sería derrocado, más bien hecho añicos, junto con todos los que se encuentren cerca de él. Sus armas de destrucción masiva también serían destruidas, junto con los medios para producirlas.
En segundo lugar, no habría bajas norteamericanas. Es cierto que morirían muchos iraquíes e iraníes, pero eso no tiene mayor importancia. Los círculos pro Bush—muchos de ellos reaganitas reciclados—apoyaron decididamente a Saddam después de que atacara a Irán en 1980, sin pensar en el enorme costo humano, ni entonces ni durante el subsecuente régimen de sanciones.
Es probable que Saddam use armas químicas. Pero la cúpula de hoy apoyó firmemente a la “Bestia de Bagdad” cuando empleó armas químicas contra Irán en la época de Reagan, y cuando usó gases contra “su propio pueblo”: los kurdos, que eran su propio pueblo en el mismo sentido en que los cherokees son el pueblo de Andrew Jackson.2
Los actuales planificadores de Washington siguieron apoyando a la Bestia después que cometió con mucho sus peores crímenes; incluso le proporcionaron los medios para desarrollar armas de destrucción masiva, nucleares y biológicas, justo hasta el momento de la invasión de Kuwait.
Bush padre y Cheney también autorizaron de hecho la matanza de chiitas por parte de Saddam en marzo de 1991, en pro de la “estabilidad”, como se explicó discretamente a la sazón. Le retiraron el apoyo por sus ataques a los kurdos únicamente debido a la enorme presión internacional y nacional.
En tercer lugar, la ONU no constituiría ningún problema. No habrá necesidad de explicarle al mundo que la ONU no cuenta más que cuando sigue las órdenes de Estados Unidos.
Cuarto, sin duda Irán tiene mejores cartas de presentación que Washington para hacer la guerra y para dirigir un Iraq ya sin Saddam. A diferencia de la administración Bush, Irán no tiene antecedentes de haber apoyado al homicida Saddam ni su programa de armas de destrucción masiva.
Podría objetarse, y con razón, que no se puede confiar en el gobierno iraní, pero esto sin duda puede decirse también de los que siguieron ayudando a Saddam aun después de haber cometido sus peores crímenes.
Lo que es más, nos ahorraríamos la vergüenza de profesar una fe ciega en nuestros dirigentes, como la que con justeza ridiculizamos en los estados totalitarios.
Quinto, la liberación será recibida con entusiasmo por gran parte de la población, mucho más que si la invasión es de los norteamericanos. La gente se dará vítores en las calles de Basra y de Karbala, y podremos elevar nuestra voz junto con la de los periodistas iraníes al proclamar la nobleza y la justicia de los liberadores.
Sexto, Irán podrá avanzar hacia el establecimiento de la “democracia”. Como la mayoría de la población es chiita, Irán tendrá menos dificultades que Estados Unidos para permitirles opinar en un gobierno posterior.
No habrá ningún problema para tener acceso al petróleo iraquí; para las compañías norteamericanas será tan fácil como lo sería, ahora mismo, explotar los recursos energéticos de Irán, si Washington se los permitiera.
Acepto que la modesta proposición de que Irán libere a Iraq es una locura. Su único mérito es que es mucho más razonable que los planes que hoy por hoy se están poniendo en práctica... o lo sería si las metas que la administración profesa tuvieran alguna relación con las verdaderas.
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3. ARGUMENTOS CONTRA LA GUERRA EN IRAQ
3 DE MARZO DE 2003
La nación más poderosa de la historia ha proclamado que tiene la intención de controlar el mundo por la fuerza, dimensión en la cual es reina suprema. Evidentemente el presidente Bush y sus cohortes están convencidos de que los medios violentos que tienen en las manos son tan extraordinarios que pueden ignorar sin miramientos a quienquiera que se les interponga.
Las consecuencias podrían ser catastróficas en Iraq y en el resto del mundo. Estados Unidos puede cosechar una tormenta de represalias... y redoblar la posibilidad de un Armagedón nuclear.
Bush, Cheney, Rumsfeld y compañía están comprometidos con una “ambición imperial”—escribe G. John Ikenberry en el número de septiembre/octubre (2002) de Foreign Affairs—, con “un mundo unipolar en el que Estados Unidos no tiene ningún competidor a su altura” y en el que “ningún estado ni coalición podría jamás retarlo en su papel de líder global, protector y sancionador”. Dicha ambición incluye sin duda el control muy ampliado de los recursos y las bases militares del Golfo Pérsico para imponer una forma preferida de orden en la región.
Antes aun de que la administración empezara a batir los tambores de guerra contra Iraq, había ya sobradas advertencias de que la temeridad de Estados Unidos conduciría a una proliferación de las armas de destrucción masiva y del terrorismo como forma de disuasión o de revancha.
Ahora mismo Washington le está dando al mundo una lección muy repulsiva y peligrosa: si quieren defenderse de nosotros, más les vale imitar a Corea del Norte y representar una amenaza creíble. De otra manera los demoleremos.
Ha...