La tienda roja
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La tienda roja

Anita Diamant

  1. 368 páginas
  2. Spanish
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La tienda roja

Anita Diamant

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Información del libro

Profundamente conmovedora, La tienda roja combina una rica historia con el valor de la ficción moderna: una nueva visión de la sociedad bíblica femenina. Su nombre era Dina y en la Biblia apenas se la menciona para referirse a un violento suceso de venganza que protagonizaron su padre, Jacob, y sus hermanos Simeón y Levi. Única hija de Jacob entre los numerosos varones que este tuvo con Lía, su primera mujer, y con sus otras tres esposas, Zilpa, Raquel y Bilha, todas ellas hijas de Laban. Dina relata su propia historia creando una autentica evocación del mundo femenino en la época del Antiguo Testamento. En aquellos tiempos, las tradiciones, las historias familiares y los conocimientos en general se perpetuaban de generación en generación por medio del linaje materno. Y el traspaso de toda esta sabiduría tenia lugar en la "tienda roja, " espacio donde se recluían las mujeres cuando no podían aparecer ante los ojos de los hombres: durante los días del ciclo femenino, después de los partos y en momentos de enfermedad. Allí, Dina explicara las historias de sus "cuatro madres, " a partir del día en que Jacob apareció en las tierras de su tío Laban, así como el azaroso traslado de su familia desde las Mesopotamia hasta Canaán, y mas tarde su emigración a Egipto.Pero La tienda roja no es simplemente una reconstrucción del libro del Génesis desde el punto de vista de la mujer, sino una novela histórica minuciosamente investigada que nos introduce en el riquísimo mundo de las tradiciones mas ancestrales. Todo un acopio de normas y conductas imprescindibles para la supervivencia en tierras áridas y desoladas que, además de constituir la base de las religiones judeocristianas, siguen vigentes en algunos rincones del mundo hasta el día de hoy.

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Información

Editorial
Scribner
Año
2014
ISBN
9781501103797

Segunda parte

Mi historia

1

No estoy muy segura de que mis primeros recuerdos sean verdaderamente míos, porque cuando los traigo a la memoria siento la respiración de mis madres en cada palabra. Pero sí recuerdo el sabor del agua de nuestro pozo, brillante y frío contra mis dientes de leche. Y estoy segura de que me alzaban fuertes brazos cada vez que me tambaleaba, de modo que no tengo memoria de algún momento en mi temprana vida en que me sintiera sola o asustada.
Como todos los hijos amados, sabía que era la persona más importante en el mundo de mi madre. Y la más importante no sólo para mi madre, Lía, sino también para mis madres-tías. Aunque ellas adoraban a sus hijos, yo era la única a la que vestían y mimaban mientras los niños andaban peleando en el barro. Yo era la única que seguía estando en la tienda roja con ellas, mucho después de haber pasado la época del destete.
Cuando era un niño de pecho, José era mi compañero constante, primero mi hermano de leche y después mi amigo más íntimo. A los ocho meses se irguió y fue hasta donde estaba yo, a mi lugar preferido, al frente de la tienda de mi madre. Aunque varios meses mayor, yo todavía no podía tenerme en pie, probablemente a causa de que a mis tías les gustaba mucho levantarme. José me alargó las manos y me puse de pie. Mi madre dijo que como recompensa por enseñarme a caminar, yo le enseñé a hablar. A José le gustaba contar a la gente que la primera palabra que había pronunciado fue «Diná», aunque Raquel me aseguró que era la palabra correspondiente a «mamá», o sea «ema».
Nadie pensó que Raquel concebiría otro hijo después del horrible trance que había pasado con José, de modo que él y yo recibimos el trato que se da a los frutos últimos de una esposa principal. De acuerdo con la costumbre de los viejos tiempos, el hijo más joven hereda la bendición de la madre, y de un modo u otro, los padres hacen lo mismo. Pero José y yo éramos mimados y malcriados también porque éramos los recién nacidos, los hijos menores de nuestras madres y la alegría de nuestro padre. También éramos las víctimas de nuestros hermanos mayores.
Con el tiempo, los hijos de Jacob formaron dos tribus separadas. Rubén, Simeón, Leví y Judá ya eran casi hombres en el momento en que aprendí sus nombres. A menudo viajaban, transportando el ganado con nuestro padre, y como grupo, poco tenían que ver con nosotros, los pequeños. Rubén era, por naturaleza, amable con los niños, pero nosotros evitábamos a Simeón y a Leví, que se reían de nosotros y molestaban a Talí y a Isa, los gemelos.
—¿Cómo sabéis cuál de vosotros dos es cuál? —preguntaba Leví para burlarse. Simeón era todavía peor.
—Si uno de vosotros dos muere, vuestra madre no se consolará hasta que tenga otro exactamente igual.
Eso hacía llorar a Talí siempre.
Me parecía ver añoranza en el modo en que Judá observaba nuestros juegos. Él era ya demasiado mayor para jugar con nosotros, pero era el más joven de los hermanos mayores, de modo que debió de sufrir algo parecido. A menudo Judá me subía sobre la espalda y me llamaba «Ahati», «hermanita». Yo lo consideraba mi campeón entre los jóvenes adultos.
Al principio, Zabulón era el líder de los menores, y podría haber sido un enemigo de no ser porque lo adorábamos y lo obedecíamos voluntariamente. Dan era su lugarteniente, leal y dulce como es de esperar de un hijo de Bilhá. Gad y Aser eran salvajes, testarudos y compañeros de juego difíciles, pero eran tan buenos haciendo imitaciones terriblemente fieles del modo de caminar inseguro de Labán y de su discurso de borracho, que les perdonábamos todo a cambio de alguna de sus representaciones. Neftalí, al que siempre llamábamos Talí, e Isacar o Isa, trataban de dominarnos a José y a mí porque eran dos años mayores. Nos llamaban las criaturas, pero al rato se sentaban con nosotros en el suelo y arrojaban piedrecillas al aire, para ver cuántas podíamos coger con la misma mano. Fue nuestro juego favorito, hasta que yo empecé a coger diez piedras y ellos sólo cinco. Entonces mis hermanos declararon que aquel juego era cosa de mujeres y nunca más volvieron a jugarlo.
A los seis años, José y yo nos habíamos hecho cargo de la banda de los menores, porque éramos los mejores en inventar historias. Nuestros hermanos nos llevaban desde el pozo hasta la tienda de mi madre y hacían una profunda reverencia ante mí, su reina. Simulaban morir cuando José, su rey, los señalaba con el dedo. Los enviábamos a luchar contra los demonios y a traernos grandes riquezas. Ellos coronaban nuestras cabezas con guirnaldas de hierbas y besaban nuestras manos.
Recuerdo el día en que terminó el juego. Talí e Isa estaban haciéndome los honores, amontonando piedras pequeñas como si fuera un latar construido para mí. Dan y Zabulón nos abanicaban con hojas. Gad y Aser bailaban ante nosotros.
Entonces aparecieron nuestros hermanos mayores. Rubén y Judá sonrieron y siguieron andando, pero Simeón y Leví se detuvieron y se echaron a reír.
—¡Ved como los niños llevan de la nariz a los mayores! Esperad a que le contemos a nuestro padre que Zabulón y Dan son burros de carga de quienes no les llegan a la cintura. Los hará esperar otros dos años para dejarles venir con nosotros a los prados de hierba alta.
No dejaron de burlarse hasta que José y yo nos quedamos solos, abandonados por nuestros compañeros de juego, que de pronto se vieron reflejados en los fríos ojos de sus hermanos.
Después de eso, Zabulón y Dan no quisieron hilar más para nuestras madres, y después de muchos ruegos fueron admitidos para ir con los hermanos mayores a las colinas. Los dos pares de gemelos, cuando no estaban quitando maleza o ayudando en el huerto, jugaban solos, y los cuatro se volvieron una tribu separada que jugaba a cazar y a las competiciones de lucha.
José y yo estrechamos nuestra relación, pero no encontrábamos mucha diversión los dos solos. Ninguno de los dos doblaba una rodilla ante el otro a cambio de una historia, y José tuvo que soportar las burlas de sus hermanos, que no lo dejaban en paz porque sólo jugaba conmigo. Había pocas niñas en nuestro campamento, las mujeres decían en broma que Jacob había emponzoñado el pozo para que no las hubiera. Traté de hacerme amiga de las escasas hijas de las siervas, pero yo era en algunos casos demasiado mayor y en otros demasiado pequeña para sus juegos, y así, cuando pude transportar un cántaro de agua del pozo, comencé a considerarme un miembro más del círculo de mi madre.
No es que los niños fueran abandonados a sus propios juegos. Tan pronto como teníamos edad suficiente para acarrear algunos leños, nos ponían a trabajar eliminando maleza e insectos del huerto, llevando agua, cardando lana o hilando. No recuerdo desde cuándo mi mano se acostumbró a manipular el huso. Recuerdo que me reprendían por mis equivocaciones, porque la lana se me enredaba y por las irregularidades de mi hilado.
Lía era la mejor madre, pero no la mejor maestra. Tenía habilidad natural, de modo que no podía entender cómo una niña no podía hacer algo tan simple como la envoltura de un hilo. A menudo perdía la paciencia conmigo.
—¿Cómo puede ser que una hija de Lía tenga dedos tan torpes? —dijo un día, mirando el enredo que había hecho de mi trabajo.
La odié por aquellas palabras. Por vez primera en mi vida odié a mi madre. Enrojecí de rabia mientras las lágrimas me saltaban de los ojos y arrojé en el barro el hilado de aquel día. Fue un acto terrible de despilfarro y falta de respeto, y pienso que nadie, ni siquiera yo misma, podía creer que hubiera hecho tal cosa. En un instante, el fuerte bofetón de la palma de su mano contra mi mejilla resonó en el aire. Yo estaba más sorprendida que lastimada. Aunque mi madre pegaba a mis hermanos alguna que otra vez, nunca me había levantado la mano a mí.
Me quedé un largo rato en aquel lugar, observando cómo se le contraía la cara de dolor por lo que había hecho. Sin decir palabra di media vuelta y corrí hasta encontrar el vientre de Bilhá, donde lloré y lamenté la terrible injusticia que se había cometido conmigo. Le conté a mi tía todo lo que atormentaba mi corazón. Lloré sobre mis dedos inútiles, que nunca eran capaces de manipular bien la lana, ni de manejar el huso con habilidad. Temía haber avergonzado a mi madre por haber sido tan inútil. Y estaba avergonzada por el odio que había sentido repentinamente hacia aquella a quien amaba enteramente.
Bilhá me acarició el pelo hasta que dejé de llorar y me ofreció un pedazo de pan mojado en vino dulce.
—Ahora te enseñaré el secreto del huso —dijo poniendo un dedo en mis labios—. Es algo que tu abuela me enseñó, y ahora me toca a mí enseñártelo a ti.
Bilhá me puso sobre su regazo, para el cual yo era ya demasiado mayor. Los brazos de ella apenas tenían longitud suficiente para rodear mi cuerpo, pero allí me senté, como una recién nacida, abrazada y segura mientras Bilhá me contaba la historia de Uttu al oído:
—Una vez, antes de que las mujeres supieran cómo hacer hebras de la lana y tela de las hebras, la gente andaba desnuda sobre la tierra. Se quemaban con el sol durante el día y temblaban de frío por la noche, y sus hijos perecían.
»Pero Uttu oyó el llanto de las madres y tuvo lástima de ellas. Uttu era la hija de Nanna, dios de la luna y de Ninhursag, la madre de las llanuras. Uttu le preguntó a su padre si ella podía enseñar a las mujeres cómo hilar y tejer para que sus hijos pudieran vivir.
»Nanna protestó y dijo que las mujeres eran demasiado estúpidas para recordar el orden del cortado, lavado y peinado de la lana, la fabricación del telar y la ejecución de la trama y la urdimbre. Y sus dedos eran demasiado torpes para adquirir el arte del hilado. Pero como Nanna amaba a su hija, la dejó hacer.
»Uttu fue primero al este, a la tierra del río Verde, pero las mujeres de allí no hicieron a un lado sus tambores y flautas para escuchar a la diosa.
»Uttu fue entonces al sur, pero llegó en medio de una terrible sequía, cuando el sol les había robado los recuerdos a las mujeres. “Lo único que necesitamos es lluvia —dijeron ellas, olvidándose de los meses durante los que sus hijos habían muerto de frío—. Danos lluvia o vete.”
»Uttu viajó al norte, donde las mujeres vestidas de pieles eran tan feroces que se cortaban los pechos para estar preparadas para la interminable cacería. Aquellas mujeres eran demasiado vehementes para aprender las delicadas artes de la rueca y el telar.
»Uttu fue al este, donde sale el sol, pero se encontró con que los hombres habían robado la lengua de las mujeres y entonces ellas no podían responderle.
»Como Uttu no sabía cómo hablar a los hombres, fue a Ur, que es el vientre del mundo, allí encontró a una mujer llamada Enhenduanna, que deseaba aprender.
»Uttu llevó a Enhenduanna en su regazo y envolvió a Enhenduanna en sus grandes brazos, y puso sus doradas manos sobre las manos de cera de Enhenduanna y guió su mano derecha y su mano izquierda.
»Uttu dejó caer un huso hecho de lapislázuli, que hacía girar una enorme bola azul flotando en el cielo dorado y soltaba hilo hecho de luz de sol. Enhenduanna se quedó dormida en el vientre de Uttu.
»Mientras Enhenduanna dormía, ella hiló sin verlo ni saberlo, sin esfuerzo ni fatiga. Ella hiló hasta que hubo hilo suficiente para llenar los almacenes enteros del gran dios Nanna. Éste estuvo tan complacido que permitió a Uttu ense ñar a las hijas de Enhenduanna cómo hacer cerámica, cómo trabajar el bronce, hacer música y vino.
»Después de eso, la gente dejó de comer hierbas y de beber agua y comió pan y bebió cerveza. Y sus hijos, arropados con mantas de lana, ya no murieron de frío sino que crecieron para ofrecer sacrificios a los dioses.
Mientras Bilhá me contaba la historia de Uttu, puso sus manos hábiles sobre mis manos torpes. Olí el suave almizcle que brotaba del cuerpo de la más joven de mis tías, oí su voz dulce y líquida y olvidé todos los pesares de mi corazón. Y cuando terminó la historia, me enseñó que el hilo de mi huso estaba tan bien hecho y era tan fuerte como el propio trabajo de Lía.
Besé a Bilhá cien veces seguidas y fui corriendo a enseñarle a mi madre lo que había hecho. Me abrazó como si hubiera regresado de la muerte. No volvió a abofetearme nunca más. Y yo llegué a disfrutar del trabajo de convertir burujones de lana en finas y fuertes hebras que se transformaban luego en prendas de vestir, en mantas para la familia y en artículos para comerciar. Aprendí a dejar que mis pensamientos vagaran adonde quisieran mientras mis manos seguían su propio camino. Incluso cuando envejecí e hilé lino en vez de lana, recordaba el olor de mi tía y cómo pronunciaba el nombre de la diosa Uttu.
* * *
Le conté a José la historia de Uttu la tejedora. Le conté la historia del viaje de la gran diosa Innana a la tierra de los muertos y de su matrimonio con el rey pastor, Dumuzi, cuyo amor aseguró la abundancia de dátiles, vino y lluvia. Eran historias que oía en la tienda roja, contadas y vueltas a contar por mis madres y ocasionalmente por la esposa del comerciante que se refería a los dioses y a las diosas con nombres extraños, y a veces daba un final diferente a las historias antiguas.
José, a su vez, me contó la historia de la ofrenda de Isaac y el milagro de su salvación, y de los encuentros de nuestro abuelo Abraham con los mensajeros de los dioses. Me dijo que nuestro padre, Jacob, hablaba con El de sus padres, por la mañana y al atardecer, aunque no hiciera sacrificios. Nuestro padre decía que el dios sin forma ni rostro, ni más nombre que «el dios», llegaba a él por la noche, en sus sueños y de día, sólo cuando no había nadie más, y que Jacob estaba seguro de que el futuro de sus hijos sería bendecido por esta divinidad.
José me describió el terrible bosque de terebintos de Mamre, donde nuestra bisabuela hablaba con sus dioses todos los días al atardecer y adonde algún día nos llevaría nuestro padre a hacer una libación en nombre de Saray. Aquéllas eran las historias que José le oía contar a Jacob, sentado entre nuestros hermanos mientras las ovejas y las cabras pastaban. Yo consideraba que las historias de las mujeres eran más hermosas, pero José prefería los cuentos de nuestro padre.
Nuestra conversación no era siempre tan elevada. Compartíamos el secreto del sexo y de la cópula y nos reíamos, perplejos, al pensar en nuestros padres comportándose como los perros en medio del campo. Los chismes acerca de nuestros hermanos eran interminables. Observábamos la rivalidad entre Simeón y Leví, que podía terminar a golpes por un asunto tan trivial como el de dónde poner un palo junto a un árbol. Había un desafío constante, también, entre Judá y Zabulón, los dos bueyes entre los hermanos, pero la suya era una batalla bien intencionada para demostrar cuál era el más fuerte, y ambos eran capaces de aplaudir la habilidad del hermano para levantar rocas grandes o cargar corderos ya crecidos en un prado.
José y yo observábamos que los hijos de Zilpá se estaban volviendo los adalides de mi madre, porque Gad y Aser estaban un poco confundidos por las excentricidades de su propia madre. La ineptitud de Zilpá para hacer un pan decente los conducía a la tienda de Lía. No entendían ni valoraban la capacidad de Zilpá en el telar ni había forma de que se enteraran de su talento para contar historias. De modo que ellos llevaban al regazo de mi madre sus pequeños trofeos: flores, piedras de colores brillantes, restos de nidos. Ella les acariciaba la cabeza y los alimentaba y ellos se sentían orgullosos como pequeños héroes.
Por otra parte, Talí e Isa, los gemelos del propio vientre de Lía, no le tenían mucho apego. No les gustaba parecerse tanto y culpaban a su madre por eso. Hacían todo lo que podían para diferenciarse y casi nunca se los veía juntos. Isa se pegaba a Raquel, que parecía encantada por sus atenciones y lo dejaba cargar y buscar en lugar de ella. Talí se hizo muy amigo del hijo de Bilhá, Dan, y a los dos les gustaba dormir juntos en la tienda de Bilhá, atendiendo a las palabras de su hermano mayor Rubén, que también iba en busca de la paz y quietud que rodeaban a mi tía.
Lía trató de sobornar a Isa y a Talí para que volvieran, prometiéndoles dulces y pan extra, pero estaba demasiado ocupada con el trabajo de la familia para prestar excesiva atención a dos de sus muchos hijos. Y ella no sufría de falta de amor. Cuando la encontré observando a uno de sus hijos que iba hacia la tienda de otra madre al caer la noche, le di un tirón en la mano. Entonces ella me levantó y nuestros ojos se encontraron y me besó en una mejilla y luego en la otra, y luego en la punta de la nariz. Esto siempre me hacía reír, lo que a su vez hacía que se dibujara una cálida sonrisa en el rostro de mi madre. Uno de mis...

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Estilos de citas para La tienda roja

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Diamant, A. (2014). La tienda roja ([edition unavailable]). Scribner. Retrieved from https://www.perlego.com/book/781841/la-tienda-roja-pdf (Original work published 2014)

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Diamant, Anita. (2014) 2014. La Tienda Roja. [Edition unavailable]. Scribner. https://www.perlego.com/book/781841/la-tienda-roja-pdf.

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Diamant, A. (2014) La tienda roja. [edition unavailable]. Scribner. Available at: https://www.perlego.com/book/781841/la-tienda-roja-pdf (Accessed: 14 October 2022).

MLA 7 Citation

Diamant, Anita. La Tienda Roja. [edition unavailable]. Scribner, 2014. Web. 14 Oct. 2022.