El presente. Crónicas
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El presente. Crónicas

Ana Basualdo

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El presente. Crónicas

Ana Basualdo

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Más conocida por su único y extraordinario libro de cuentos, Ana Basualdo es, ante todo, periodista, un oficio que ha ejercido con pareja maestría por casi cincuenta años. El presente recopila por primera vez una selección de sus crónicas, las primeras escritas para el semanario Panorama a principios de los 70 y la última –sobre un bar en Barcelona como dinámica social– firmada antes de ayer. Este libro es un recorrido por épocas, lugares y personalidades muy distintos –Leonardo Favio y Amy Winehouse, Antonio Di Benedetto y Pablo Iglesias, la quinta de San Vicente y las confiterías de Buenos Aires–, pero un hilo dorado los enhebra a todos: la mirada y el oído prodigiosos de una cronista para la que cada palabra escrita brilla con luz propia.

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Informazioni

Anno
2020
ISBN
9789874063755

Barcelona

Las ciudades de Julio Cortázar

La Vanguardia, 29 de noviembre de 1983
–Sí, a esa ciudad yo la he soñado, no la he inventado. La soñé muchas veces, antes de escribir 62. Modelo para armar, pero lo más curioso es que, a pesar de haber escrito la novela y de haberla hecho aparecer allí, la sigo soñando. Es un sueño recurrente que empecé a tener más o menos a los treinta años. En el sueño, bajo (sí, para ir a esa ciudad, hay que bajar) e inmediatamente sé que estoy en la ciudad. No creas que yo solo sueño con esa ciudad imaginaria: también sueño con ciudades que sé que son Londres, Viena o París, pero esa es «la ciudad» y sé perfectamente cuándo estoy en ella. Lo sé tanto, y la sueño tan a menudo, que hasta llegué a hacer un plano, que voy perfeccionando a medida que pasan los años.
Leer algunas de sus novelas (e incluso algunos de sus cuentos) es al mismo tiempo, necesariamente, recorrer algunas ciudades. Buenos Aires y París, sobre todo. Los personajes no van y vienen funcionalmente por las calles de esas ciudades: caminan por ellas descifrándolas, convirtiéndolas en fuente de estados de ánimo, en depósito de sentimientos. No son nunca mera escenografía o marco de forzadas referencias realistas. La ciudad (calles, cafés, parques, metros, gentes) forman parte de la vida de los personajes, y no es quizá del todo banal recordar que Cortázar creció en Buenos Aires, donde existe una música popular, el tango, en que se le habla a la ciudad como si fuera una amante, y que luego se instaló en París, inspiradora de una poderosa mitología urbana. En las novelas y los cuentos de Cortázar, los personajes se encuentran, muchas veces, a la vez en dos ciudades. (Y más: «Su mano tendida abarcaba la cama, el cuarto, la ventana, el día, Nueva Delhi, Buenos Aires, Ginebra», se lee en 62). Ambas están incorporadas a su sistema sentimental y ellos viajan anímicamente de una a otra y analizan ese eterno vaivén de todas las maneras posibles. Sacralizan el vaivén y, a la vez, lo satirizan: lo sobrellevan como una condena y lo enarbolan con orgullo. «Del lado de acá» y «Del lado de allá» son los títulos de las dos partes básicas en que se divide Rayuela. Para Oliveira, el protagonista, una hoja de árbol recogida en un parque de París es, al mismo tiempo, la misma hoja recogida antes o después en un barrio porteño, y viceversa. El colmo de ese vaivén es «El otro cielo», uno de sus cuentos más extraordinarios:
–Es un cuento fantástico. El personaje es un argentino que, al atravesar un cierto lugar de Buenos Aires (el pasaje Barolo), de golpe entra en París, en otro pasaje. Y no solo entra en París sino en el pasado. El personaje vive en el Buenos Aires actual pero, de pronto, se abre un agujero en el tiempo y aparece en el París de 1870. Y yo también estoy en los dos lugares a la vez, casi todo el tiempo.
Cortázar descubrió en su adolescencia el pasaje porteño que luego transformaría en túnel mágico:
–Las galerías cubiertas siempre me han fascinado. En mi recuerdo, aquel pasaje estaba mal iluminado, era un poco tenebroso. Tenía algo turbio y esperanzadoramente pecaminoso. Recuerdo que había un cine donde se daban películas que llamaban «realistas» y que solo eran vagamente pornográficas pero que yo, por mi edad, no podía ver. Yo paseaba por allí con felicidad y temor. A mí me gustaba el Vivienne, porque está en el barrio donde vivió Lautréamont, aquel «pálido montevideano». En esas galerías cubiertas todo es distinto, y cualquier transgresión es posible. Al menos, uno se imagina que es así. Al menos, así lo imaginamos algunos escritores.
Creció en Banfield, provincia de Buenos Aires. Los tenores italianos perturbaban la quietud de la siesta mientras un adolescente inconcebiblemente alto empezaba a practicar ese eclecticismo que caracteriza la cultura rioplatense: se enternecía con las letras de tangos y leía a Mallarmé; sufría con el gemido áspero de Bessie Smith y leía a John Donne y a John Dos Passos; se estremecía con cada puñetazo de El Torito (célebre boxeador argentino) y escuchaba a Brahms. Entretanto, las mujeres de su familia seguían exaltándose con la ópera italiana:
–Para mi familia, el jazz que yo escuchaba era música de salvajes. También Wagner era para ellos música de salvajes. Yo era un romántico empedernido, un sentimental. La música –incluso el más barato de los boleros– me hacía cicatrices, y para mí estaba asociada a las diosas del cine de las que sistemáticamente me enamoraba: Marlene Dietrich, Irene Dunne. Fijate de qué época te estoy hablando. A mí me gustaba el buen jazz pero también, por motivos no exactamente musicales, el subjazz.
Caminaba por la plaza Irlanda, por el parque Lezama y las avenidas arboladas de Buenos Aires:
–Yo paseaba mucho, entonces. Es increíble lo que caminábamos, con los amigos, por la ciudad. Recorríamos el puerto, la zona turbia del Bajo, desde Retiro hasta la Boca, y conversábamos. Más que paseos, eran conversaciones móviles. Se compartía el mundo, en esos paseos.
Luego, se trasladó a París.
–No necesito estar en Buenos Aires para sentir, con los sentidos interiores, el olor de sus calles, el sonido (cada ciudad tiene un sonido distinto), el modo de hablar de sus gentes.
En París, como siempre dice, dejó de ser «meramente» argentino para convertirse en militantemente latinoamericano. Siguió escribiendo cuentos que funcionan como máquinas perfectas y también algunas novelas que funcionaron como biblias para toda una generación. También escribió una, impecable, que se menciona poco: 62. Modelo para armar. Allí aparecen ciudades reales pero, sobre todo, la que se le aparece en sus sueños. Es una ciudad cortada por un canal con navíos sin mástiles, con verandas y persianas de cañas, un hotel que se multiplica, ventiladores que dan vueltas en un cielo rosa, ascensores que avanzan en zigzag. La ciudad imaginaria irrumpe en cualquier esquina de la real, aunque siempre de manera imprevista: «Lo siento –dijo Tell–, pero la ciudad es así, uno entra y sale de ella sin pedir permiso y sin que se lo pidan» (62. Modelo para armar).
–La ciudad que sueño es de color blanco. Tiene algo de mármol. Hay un canal en el norte y muelles de mármol blanquísimo. No se parece a ninguna ciudad que yo haya visitado (a pesar de eso, no pierdo la esperanza de encontrarla alguna vez) pero, por momentos, muy vagamente, se parece a Venecia, quizá por lo del mármol. Yo sueño mucho (para un escritor, creo, son muy importantes sus sueños), y las imágenes son casi siempre de una extraordinaria nitidez, de una a veces inquietante precisión.
Rayuela acaba de cumplir veinte años…
–Sí. Hace poco me lo hicieron notar. Yo no me había dado cuenta.
Buena parte de la generación que tuvo esa novela como biblia a los veinte años vive, ahora, en este lado del Atlántico, y Cortázar ha podido conocer aquí a muchos personalmente:
–Pasaron muchas cosas, entretanto. Sí, fui conociendo en Europa, y por circunstancias no precisamente felices, a muchos de mis lectores de hace veinte o quince años. Rayuela creó –y, hay que decirlo, no solo en Argentina– una suerte de identificación que yo, mientras la escribía, jamás imaginé que podía provocar. Conocí a lectores fanáticos que llegaban a París con Rayuela como «guía azul» particular. En Caracas, en México, me encontré con matrimonios que habían bautizado a sus hijas con nombres como Magalí, porque incluía a la Maga. Con Rayuela sucedió un fenómeno inverso, creo, al de Cien años de soledad. La novela de García Márquez actúa por excentración: nos seduce porque refleja un mundo maravilloso, distinto del que nos rodea. Rayuela fue, para toda una generación, algo así como un espejo.
Ahora, Cortázar habla menos de Bessie Smith y de saxos míticos; menos de Michaux, de Thomas Mann, de Edgar Allan Poe, de René Daumal y de Felisberto Hernández. Habla menos de boxeadores como felinos y de formicarios inquietantes, menos de parques con figuras emboscadas y de magas que cruzan los puentes de París a la hora justa. Dice que apenas le alcanza el tiempo para otra cosa que no sea Nicaragua. No es del todo cierto: es uno de los pocos escritores famosos que contesta hasta la última de las cartas que recibe y, desde luego, sigue leyendo y escribiendo:
–Leo poesía. Mucha. En tres idiomas. En esta época de mi vida, leo sobre todo poesía.

Adolfo Bioy Casares:
«Todos somos unos pobres diablos heroicos»

La Vanguardia, 3 de junio de 1986
Nació en 1914, en el mismo barrio (a algunas manzanas de distancia) donde ahora vive. En esa época había, alrededor de la calle Quintana, donde nació, un tambo, una caballeriza con fuerte olor a alfalfa, un garaje llamado el Inca, un restaurante al que concurrían los choferes de taxi y un puesto de diarios cuyo dueño coleccionaba monedas. Por las mañanas, las vacas recorrían el barrio y eran ordeñadas impúdicamente en la puerta de todas las casas, menos en la de los Bioy Casares. Dueña la familia de una de las industrias lecheras más importantes del país, La Martona, cada uno de sus integrantes recibía leche propia y fresca todos los días. La leche era transportada hasta la casa de Hersilia Lynch de Casares (abuela materna de Bioy) y, de allí, distribuida a toda la parentela. Bioy inauguró su colección de amoríos desde muy niño: primero se enamoró de una tal Nélida y, en seguida, de su prima María Inés. Dice en su Cronología: «Mi amor no fue correspondido. Un día descubrí que María Inés me tenía lástima...

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