La alegría de educar
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La alegría de educar

Josep Manel Marrasé

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  1. 160 pagine
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La alegría de educar

Josep Manel Marrasé

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Un conjunto de claves para mejorar los resultados en el aula ¿Cómo redescubrir día a día el universo de la educación? ¿Cómo seguir vibrando al entrar en el aula? ¿Cómo hacer de la práctica docente un verdadero placer? Tras muchos años dando clases en diferentes niveles y ámbitos, el autor ofrece un conjunto de claves prácticas para mejorar los resultados en el aula y, por tanto, la satisfacción personal y profesional del educador. Se trata de incorporar recursos del mundo del teatro, la música, la ciencia..., todo vale con el fin de detectar las ilusiones de los alumnos, que conforman el motor mental que los incita a la superación. ¿Un objetivo demasiado ambicioso en épocas de altas tasas de fracaso escolar y desencanto con el sistema docente? Por el contrario, el autor está convencido de que, para superar esta sensación de abatimiento y desencanto con el sistema educativo, precisamente hay que poner el listón más alto y aprovechar el potencial y talento de todas las personas que lo integran.

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Informazioni

Editore
Plataforma
Anno
2013
ISBN
9788415750888
1.
Las preguntas
¿Qué es enseñar?
«Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.»
Pitágoras
Han existido diversas propuestas y múltiples enfoques para intentar resolver esta cuestión, y no es de extrañar, porque acertar en la respuesta o acercarnos a ello es de una trascendencia absoluta. Muchas veces se afirma que la educación determina el futuro de las gentes, de las personas, del mundo. Esto parece evidente, pero existe una consideración previa: la excelencia educativa condiciona, sobre todo, la felicidad y el equilibrio personal, el de cada uno de nosotros.
Cuando hablamos de enseñar existen opiniones para todos los gustos, no existe un criterio universal; nos volveríamos locos intentando encontrar la piedra filosofal. Tenemos que partir, pues, de la humildad, de intentar aportar entre todos un poco más de luz o, por lo menos, unos trazos elementales, una guía básica. No podremos obtener una respuesta infalible. Los asuntos más directamente humanos son realmente complejos, porque no siguen una lógica del todo formal ni se obtienen de ellos resultados precisos. Como comento a menudo con mis alumnos, las Matemáticas son fáciles, sencillas, las personas sí que son difíciles y complicadas. Conocen la frase y la comparten; reconocen ya, desde jóvenes, el laberinto en el que nos movemos.
Generalmente, las verdades más sencillas son las menos discutidas. Los mecanismos que nos permiten pensar, nuestros sentidos, nuestra capacidad de amar, los mitos y complejos que nos pueden condicionar, la educación que hemos recibido se amalgaman en un todo extremadamente «fino» y sutil. Este conjunto define nuestra personalidad y nos hace reaccionar de una forma lenta más o menos predecible o súbita e inesperadamente. Sabemos que en cada alumno este conjunto que lo define es diferente. Conocemos también las tensiones que representan los ámbitos social y cultural para nuestra naturaleza humana; sobre estos temas escribieron Freud y otros muchos psicólogos. Por lo tanto enseñar, educar, requieren concentración, emoción y magia: en realidad, se trata de una aventura con final feliz.
Recuerdo mi primera clase. Estaba estudiando el tercer curso de Ciencias Químicas y necesitaba trabajar. No me disgustaba explicar, razonar, conseguir que alguien viera la luz donde había oscuridad. Ya había impartido muchas clases particulares y hacerlo me agradaba. Pero cuando entré en la primera aula se abrió otro universo, con muchos más matices, más cuestiones que atender, más caras que observar, más mentes que cultivar. Y la primera hora, la primera de los miles de horas que he disfrutado, con el grupo más numeroso: casi cuarenta adolescentes que intentaban comprender las bases de la Física y de la Química. El impacto fue enorme; sentía que la responsabilidad me superaba.
Eran alumnos inquietos, «habían hecho lo que habían querido» con el profesor anterior, y yo estaba avisado. Pero tuve paciencia, y tenía ilusión, quería que supieran, que entendieran, que se educaran. No existían soportes audiovisuales ni ordenadores; solamente la tiza, la pizarra y dosis abundantes de energía. Es como ascender a una cumbre por un camino angosto, no vale el desánimo, la contemplación del paisaje justifica el esfuerzo. Con tenacidad, lo fui consiguiendo: primero que me escucharan, después que fueran aumentando el interés y la participación. Aprendí también a gestionar mis emociones, mi voz, mi expresión, y me fui interesando cada vez más en ellos como personas. Entrar en un aula fue y sigue siendo una experiencia única.
Enseñar es, pues, conducir a la mejora, optimizar, ampliar el horizonte. Se trata de que las generaciones futuras estén formadas por personas más éticas, más felices y más competentes que nosotros. Como reza un proverbio chino, «si el alumno no supera al maestro, ni era bueno el alumno, ni era bueno el maestro». Ésta debiera ser nuestra pretensión y cada día deberíamos recordarlo. Enseñar es conseguir avances en cada uno de nuestros alumnos. Y hacerlo bien –o aproximarnos lo más posible a ello– requiere analizar, contrastar, innovar; cada día, cada clase, nos ofrece algún punto de interés y alguna cuestión que mejorar.
Educar es una aventura que siempre tiene un final feliz.
Dominamos la materia que impartimos, pero éste no es el núcleo de la competencia docente, el secreto radica en sentir y comunicar. Ya empezamos a vislumbrar en qué consiste enseñar. Como ya estamos sumando muchos infinitivos, nuestra suma «educar» tendrá un resultado elevado, habrá valido la pena ir incorporando ingredientes. Pensemos por un momento en la importancia de estos últimos sumandos; ¿podemos mejorar, innovar si no aportamos sentimiento?, ¿es posible ilusionar sin comunicar?
Tenemos que sentir el aula, hacerla nuestra, convertirla en un espacio con vida propia, sumergirla en una actividad continua y apasionante. Nada de esto es posible sin gestionar las emociones; todo nuestro pensamiento y nuestras acciones tienen que estar orientados a conseguir que la imbricada red emocional de cada alumno se ponga en marcha; enseñar consiste en activar las diferentes redes y las conexiones entre ellas, la red social del aula. Todo esto no es posible si nosotros mismos, como educadores, no entrenamos nuestras propias emociones y no procuramos la mejora de su expresión.
Es reconfortante ver cómo se producen avances en las gestiones emocionales de docentes y alumnos. He vivido de cerca muchos casos en los que este crecimiento conjunto se ha hecho patente. Profesores con ciertos conflictos causados por la no utilización de estas redes durante su primer curso o sus primeros meses, van descubriendo los ajustes necesarios a su gestión emocional y van consiguiendo más resultados positivos en este sentido.
Enseñar se parece, en cierta forma, a un proceso de investigación, a un proceso constante de búsqueda y mejora. Es imprescindible ser sensibles a las redes emocionales y tenemos que asumir el sumando más importante del resultado educar: gestionarlas lo mejor posible. Debemos ajustar con cuidado nuestras emociones, como ajustamos el dial de una emisora cuando oímos distorsiones del sonido. Con el autocontrol emocional perseguimos una graduación idónea de las emociones, que nos hagan sentir bien y hagan sentir bien a los que nos rodean. Puede ser igual de nocivo ejercer un control excesivo, puramente represor o, por el contrario, no «filtrarlas» en absoluto. En nuestro caso, tenemos que adecuar nuestras propias emociones a las señales sensibles que recibimos, con el fin de crear un ámbito de afectos y complicidades; si lo conseguimos, la clase va a funcionar.
Si creamos un ámbito de afectos y complicidades, la clase va a funcionar.
Los procesos de gestión emocional son en cierta manera equivalentes a los mecanismos de gestión de la atención, de la energía mental y otros relacionados. Mel Levine incide sobre la gestión de la energía mental desde la observación y la vigilancia, el esfuerzo, la gestión del descanso y la gestión de la coherencia.[1] Para estar pendientes de estos aspectos, tenemos que conocer al alumno desde el primer día de curso y tomar pequeñas medidas a diario para paliar desequilibrios y aumentar su ilusión y su esfuerzo. Hemos nombrado incluso la gestión del descanso, que influye decisivamente en su rendimiento, al igual que la alimentación.
Hablo con mis alumnos de estos temas; les aporto sugerencias, les aconsejo y comento con las familias las horas que duermen y su dieta. Todo esto, que parece tan lejano a algunos docentes, creo que forma parte de la pedagogía. Les comento que a primera hora, lo mejor es ducharse y tomar un zumo de naranja con azúcar –si puede ser natural–, alguna tostada y un vaso de leche. Todo esto, después de un buen descanso. Hay que cuidar el cuerpo para que el alma se sienta libre, pueda crear. Algunos me hacen caso y me comentan que se sienten mejor, que se notan más dispuestos, con más energía. Tendríamos que hablar más a menudo de estas cuestiones elementales, propias del sentido común y del sentido total de la persona, del equilibrio del cual ya hablaban los clásicos griegos.
Hemos apuntado hacia metas muy altas, pero no son inalcanzables, no constituyen una utopía; enseñar es todo esto, se trata de un proceso ambicioso que comporta un interés real por el alumno, un fondo ético imprescindible y la gestión óptima de nuestra inteligencia social. Tenemos que hablar también de ética; como la sal para la comida, es aquello de lo que no podemos prescindir. La ética debe impregnar todos los otros aspectos. Por poco informados que estemos, por poco que conozcamos la Historia, sabemos que los problemas y los sufrimientos que padecen millones...

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