Con ganas, ganas
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Con ganas, ganas

Santiago Álvarez de Mon

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Con ganas, ganas

Santiago Álvarez de Mon

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La presente obra constituye una reflexión lúcida sobre la alquimia que surge entre el talento y el esfuerzo como base de una vida aprovechada que sueña con la felicidad. En un mundo presidido por la incertidumbre, la diversidad y el cambio, el ser humano se interroga por sus señas últimas de identidad. Trascendiendo el efecto tribu, el autor propone un viaje gradual de descubrimiento personal desde dentro hacia fuera, desde el yo al nosotros, desde la peculiaridad de cada hombre y mujer a su dimensión comunitaria. El autor, a través del testimonio de figuras que han triunfado en ámbitos diversos, inspirado en su propia experiencia profesional, desgrana las claves que posibilitan el florecimiento de las aptitudes de cada persona, rastrea las fuentes de energía y pasión y explica las razones en las que en última instancia se sustenta el éxito. Con ganas, ganas es además un canto a la libertad, a la propia responsabilidad, a los placeres del alma y a la esperanza, ingredientes mediante los cuales la vida, con su insondable grandeza y el misterio que la envuelve, cobra todo su sentido. Ese partido mental interior es el que reclama la atención del autor. Como él mismo señala: "Toda persona, enfrentada a los continuos dilemas que la vida le presenta, ha de elegir qué actitud tomar. En este concepto esquivo e inquietante, en su lúcido manejo, nos jugamos la partida de la vida".

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Informazioni

Editore
Plataforma
Anno
2010
ISBN
9788415750918
1.
Claves de una sociedad paradójica:
la educación, única salida
Buscamos otras cualidades por no saber buscar las nuestras,
y nos salimos fuera de nosotros por no saber estar dentro.
En vano nos encaramamos sobre unos zancos, pues aún
con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas.
Michel de Montaigne
En este capítulo no pretendo presentar un diagnóstico completo y riguroso de las tendencias socioculturales que afectan a la sociedad de hoy. Simplemente, me voy a limitar a dar unos trazos ligeros sobre algunos de los aspectos que más influyen en nuestra manera de organizar la convivencia. Vendrían a ser el telón social de fondo en el que se enmarcan el drama o la comedia de la vida del hombre.
Una primera nota distintiva es el progresivo e imparable envejecimiento de la población. Aunque el deterioro perturbador de las tasas de natalidad en los países occidentales parece haberse detenido –pequeña, fresca y bienvenida inyección de juventud–, los avances de la ciencia en su lucha contra las enfermedades siguen alargando la vida humana. A nadie se le ocultan las enormes implicaciones que esto tiene, no sólo para la creación, desarrollo y seguimiento de nuevos servicios para la «vejez», sino para la salud y robustez de los presupuestos estatales. Contrario a prácticas inexplicables que aparcan a profesionales en una edad ideal para aunar pujanza física, madurez intelectual y solvencia técnica –ciertas medidas de jubilación desafían la inteligencia y la justicia– , la situación insostenible de las arcas públicas aconseja estirar o retrasar la edad de jubilación. Unos países lideran ese cambio, pero todos, unos detrás de otros, tendrán que recorrer esa vía. Independientemente de la coyuntura económica, queda para la reflexión esta opinión de Sabato: «[…] los jóvenes ya no quieren tener hijos, no cabe mayor escepticismo».[1] Juventud incrédula y retraída, una triste contradicción.
Una segunda característica es que la inmigración es un fenómeno que ha llegado para quedarse. Siendo España tradicionalmente un país de emigrantes –todavía recuerdo, de mis veranos gallegos de la infancia, escenas desgarradoras de despedida en el aeropuerto de Santiago de Compostela, viendo partir para Argentina, Suiza… a hombres decididos y rotos por la separación–, ahora nos toca recibir a las buenas gentes de otros países. No sé, habría que preguntarles cómo somos como anfitriones, me temo que no somos tan acogedores y abiertos como pensamos. Las últimas encuestas publicadas permiten dudar de nuestra hospitalidad y nuestra capacidad de recepción.
Tercer factor: la tardía, imparable y grata incorporación de la mujer al mundo profesional. Nos va a obligar a todos, a ella y sobre todo a nosotros, los hombres, a trabajar de un modo más inteligente y razonable. No es casual que sean ellas las que más presionen para que esa reunión eterna convocada a las seis de la tarde se abrevie y agilice. Su extraordinaria sensibilidad para el tiempo, otras dimensiones de su plural personalidad la requieren, irá salpicando a varones acostumbrados a hacer del trabajo el centro de su jornada. Corolario natural de estos movimientos irreversibles es una realidad crecientemente diversa y heterogénea. Si hablo de diversidad lo hago en los mismos términos que R. Roosevelt Thomas Jr.: «Los líderes del futuro diferenciarán entre representación y diversidad. La representación se referirá a la presencia de múltiples razas y de los dos géneros en el lugar del trabajo, mientras la diversidad se referirá a las diferencias, semejanzas y tensiones que pueden existir y existen entre los elementos de esas mezclas diferentes de gente».[2] Con todo respeto pero con claridad, reducir la diversidad a una cuota representativa es una patada al sentido común. Imponer manu militari presencias mínimas del otro sexo, de espaldas a criterios como talento, experiencia y potencial me parece reducir el problema a su mínima expresión. Lo que deberíamos hacer es eliminar todas las barreras y discriminaciones que encuentra la mujer en su carrera profesional –algunos agravios en los sistemas de compensación y promoción son insultantes–, castigar al infractor, promover mecanismos de dirección y evaluación más justos e innovadores, hacer un uso más sensato del tiempo invertido, implantar horarios flexibles, favorecer la autonomía individual, diseñar e implantar indicadores de control relacionados con la contribución objetiva al proyecto común, no al número de horas de oficina consumidas, y así, despejado el suelo de minas tramposas, que cada persona vuele en la dirección que su talento, motivación y esfuerzo le permita. Para mí, hablar de la diversidad es como hablar de la complejidad, de la incertidumbre, del cambio. Es una carta más de la baraja con la que hemos de jugar la partida que nos ha tocado en suerte, y cuanto antes lo aceptemos y entendamos, mejor. Viene a ser como el agua al pez, éste no la cuestiona ni rechaza, es su universo natural. Sea bienvenida la diversidad; dirigir no es más que reconocer, respetar y fomentar la diferencia para ponerla al servicio de un fin común.
No puede faltar en este somero repaso una referencia a la revolución que conllevan las nuevas tecnologías. Nuestras formas de trabajar, convivir, relacionarnos, están siendo directísimamente afectadas en esta era virtual. Para algunos, Internet es la forma alternativa de vivir y comunicarse de personas solitarias y problemáticas incapaces de charlar con el que tienen al lado. La red vendría a ser el lugar de encuentro de una multitud de solos desarraigados y extraños. Para otros, Internet es un sitio donde nuestro intrínseco afán de comunidad y relación encuentra una cálida tribuna. Muchas iniciativas sociales, muchos movimientos solidarios irrumpen y se canalizan a través de la red. En ella coinciden personas normales y activas que la utilizan como complemento a sus modos tradicionales de interacción. No voy a entrar en un maniqueísmo estéril, dejo las posiciones más antagónicas y extremas para los talibanes de uno y otro bando. A los efectos de este trabajo me basta con celebrar y admirar los increíbles avances tecnológicos alcanzados, que nos hacen la vida mucho más grata y fácil. Hoy mismo me he conectado con tres profesores, uno en California, otro en Argentina y otro en Shanghai, con una rapidez y una facilidad que ya damos por sentadas. Dicho esto, añadiría dos consideraciones. Una, la tecnología, por sí misma, es aséptica, no tiene vida propia. Su bondad o maldad depende del uso que haga de ella el hombre. Igual que puedo leer el periódico digital, cultivarme con una obra de arte, preparar una presentación divertida, montar un reportaje fotográfico, tener un detalle con la persona amada, puedo arrastrarme en el lodazal de una pornografía degradante, chatear de manera compulsiva porque no me respeto ni me encuentro, o utilizar la violencia para crear adicción en nuestros jóvenes. Sin ser un mojigato, alucino con algunos juegos, productos y ofertas, no entiendo cómo son legales. No me dejan fumar (no lo he hecho nunca) pero en cambio le permiten a mi hija María, pongo por caso, 13 años, empantanarse en la mierda. Y luego nos escandalizamos con los índices de agresividad, sofisticación y maldad de nuestros escolares. Nosotros, los adultos, les damos las mejores ideas. Si no invertimos en el ordenador más increíble que conozco, el cerebro humano, si no hacemos gimnasia mental, esta sociedad que rinde culto al cuerpo, que presta pleitesía a la imagen, los otros ordenadores se volverán en nuestra contra. Hay demasiada gente enganchada peligrosamente a la red, drogatas de la tecnología, como para minimizar la enjundia del problema planteado.
Esto me lleva a la segunda reflexión. Siendo todos ciudadanos de la sociedad de la información –ése es el término acuñado universalmente–, sospecho que no todos pertenecen a la sociedad del conocimiento. Este paso requiere de una cabeza bien amueblada, dueña de los conocimientos, las habilidades y las actitudes necesarios para saber cuándo enchufar y apagar la máquina. Recibir, buscar, almacenar, ordenar, priorizar la información, y decidir conforme a ella, distinguiendo el heno de la paja es el paso que nos permite obtener la carta de ciudadanía de la sociedad del saber. Recuperen en su retina la última vez que sufrieron en el AVE una conversación altisonante e inoportuna, que escucharon un móvil en el teatro, en el avión, que percibieron que su interlocutor no estaba con usted porque permanecía enchufado a la blackberry, que los miembros del equipo de dirección disipaban su atención mientras atendían su correo electrónico, que los datos y los mails se amontonaban sin ton ni son, y sobran más explicaciones. Superávit de información, déficit de orden, precisión e inteligencia, es una peligrosa combinación. Para los afortunados ciudadanos que pueblan la sociedad del saber, ir de ésta a la sociedad de la sabiduría, del acervo científico acumulado a dominar los secretos del arte de vivir, eso ya es para ...

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