Amores que suman, amores que restan
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Amores que suman, amores que restan

Un viaje de ida y vuelta por los caminos del amor

Pedro Amoedo

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Amores que suman, amores que restan

Un viaje de ida y vuelta por los caminos del amor

Pedro Amoedo

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Amores que suman, amores que restan es una mirada diferente, sin prejuicios ni dobleces, sobre el sentimiento alrededor del cual la humanidad giró siempre y, posiblemente, girará hasta el final de los días. Pedro Amoedo nos invita a acompañarlo en un recorrido de ida y vuelta para visitar los múltiples caminos que el amor propone. Un viaje que nos sumergirá en las aguas de la pasión, un lugar profundo en donde no podremos evitar sentirnos identificados.El amor es un regalo que se acepta, se comparte y se perfecciona. Pero también puede no funcionar como realmente deseamos. Es ahí, entonces, donde debemos prepararnos para volver a intentarlo y entender que fracasar en una relación no necesariamente debe ser un drama, puede ser también una enseñanza, un aprendizaje y una nueva oportunidad.

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Informazioni

Editore
Bärenhaus
Anno
2019
ISBN
9789874109491

AMORES DE VERANO

Estos amores de inquietante expresividad, no siempre “impertinentes” o transgresores, se meten dentro nuestro sin pedir permiso y con un desparpajo comparable al del viento que se nos cuela entre las ropas, generando vínculos vulgarmente encasillados como “metejones, amoríos o calenturas de verano”.
Tienen el condimento de ser no convencionales, desinhibidos y, por lo general, fugaces, aunque algunos han perdurado transformándose en estables y románticos, según el caso. Y, además, tienen la particularidad de manifestarse en un ambiente distendido y con mayor exposición física, ya que durante el período estival nos tomamos un recreo de las obligaciones cotidianas sin preocuparnos mucho por la cantidad, o el tamaño, de las prendas que llevamos puestas.
Dejando de lado aquellos otros vínculos afectivos, que también suelen gestarse durante las vacaciones, los típicos “amores de verano” se dan: a) entre personas sin compromiso afectivo preexistente; y b) con una de ellas (y, a veces, las dos) involucradas en otra relación, por lo general transitando una crisis de pareja o descontentos por otras causas, que les hacen cuestionarse la continuidad o disolución de la vida en común.
Los amores de verano que se dan entre aquellos que están libres sentimentalmente al momento de conocerse son, a mi entender, atrapantes en todo sentido. Sin hacer distingos sobre las etapas de la vida que transitan, pues se manifiestan en adolescentes, adultos y también bastante mayores o con diferencias notables de edad entre ellos, son como una miscelánea de sentimientos y realidades en diferentes planos que derrocha imaginación en la conquista, imprimiéndole una fuerza particular a la unión.
Los diferentes grados de frenesí, intimismo y pasión en cada pareja son propios de la personalidad y de la experiencia que tengan, o no, cada una de los integrantes; pero la comunicación visual, los avances y retrocesos en el juego amoroso, los cosquilleos en la piel y la adrenalina que corre dentro les fluye por igual aunque lo disimulen por pudor. Son tan especiales que no solo conmueven a la pareja enamorada, sino que también involucran en mayor o menor medida al entorno; por eso mismo algunos los catalogan de “atrevidos”, sin que ello los desmerezca en absoluto, más bien todo lo contrario pues… son amores no reprimidos, honestos, en fin…, “amores de verano”.
Ahora bien, los que se dan entre personas comprometidas en una relación preexistente exudan una carga de infidelidad que obliga a los involucrados a moverse rozando lo clandestino. Tal vez por eso se los denomine “amores tramposos”; pues la trampa, si existe, puede inferirse como un plan consciente o inconsciente para engañar a su pareja.
Al ser amores que por sus características se desarrollan en secreto, generan una intimidad cómplice que potencia el deseo de próximos encuentros, liberando fantasías adolescentes y otras no tanto que, una vez satisfechas, es muy posible que tiendan a diluirse. Por esencia estos amores furtivos tienen alto voltaje erótico, pues se nutren de las energías ocultas, o postergadas, y se manifiestan explosivos y difíciles de controlar. Son tan atrapantes que desnudan nuestros deseos reprimidos haciéndonos perder la cabeza y, a menudo, nos impulsan a cruzar límites que jamás imaginábamos transgredir. Por eso también se los encasilla como “amores desarropados”; amores libertinos que, a medida que vamos recuperando el control de nuestros actos, se pierden en los recovecos del deber ser, quedándonos en algún lugar guardados como experiencias o simples desafíos que, quizá, no nos atrevamos o deseemos nuevamente repetir.
Los que me han confiado y otros que vi pasar cerca, que por su proximidad los sentí casi propios, fueron tan escurridizos, irreverentes e inesperados que llegué a considerarlos en su mayoría como travesuras juveniles, aunque los enredados en esas aventuras ya eran adultos. Pero también he conocido algunos que posiblemente haya que definirlos como “amores prestados”, pues fueron utilizados pura y exclusivamente como revancha para castigar el desamor de sus parejas formales.
En las vacaciones prolongadas, ya sea por exigencias laborales verdaderas o por las razones que se le ocurra argumentar al que necesita excusas, no es poco usual que uno de los integrantes de la pareja viaje a su lugar de trabajo los días hábiles, compartiendo con su familia solamente los fines de semana. A veces los que parten lo usan como pretexto, aprovechando la oportunidad para desembarazarse de responsabilidades familiares o para posibles infidelidades; y, también a veces, los que se quedan utilizan esos “días libres de control” para dar rienda suelta a sus fantasías o impulsos reprimidos. Reitero: “a veces, sucede”; no podemos generalizar lo particular. Y, mucho menos, debemos juzgar los actos ajenos; pero, que estas cosas a menudo pasan… pues sí, ocurren.
Por esas circunstancias de la vida, tuve la fortuna de proyectar y dirigir, por muchos años, un emprendimiento turístico junto al mar; y allí recogí experiencias que me permitieron ver a las personas y sus actitudes de modo diferente, despojándome de prejuicios y haciendo a un lado estrecheces de criterio. Desconozco los motivos pero, como les mencioné antes, sin proponérmelo ni buscarlo me convertí en confidente de muchos y “hombro prestado” de varias. Tal vez haya sido porque intuían que era reservado y para nada proclive a hacer comentarios sobre terceros, ni apreciaciones fuera de lugar; o, quizá, porque no podían soportar más la carga de sus desarreglos y necesitaban compartirla con alguien, y yo estaba cerca. No puedo precisarlo, y tampoco es necesario; pero lo cierto es que era frecuente que se abrieran conmigo. No defraudé a ninguna de esas personas, pues aún guardo sus secretos; ni las defraudaré, ya que fueron pactos tácitos entre personas respetuosas de los códigos, aun de los no escritos. De algunas me hice amigo, y todavía lo seguimos siendo; de otras, no tanto; pero continúo recordándolas por su valentía en mostrarse sin disfraz.
No me resultaba difícil identificar a quienes querían desahogarse o simplemente confiarme un secreto sin pretender consejos, ni opinión o sugerencia alguna de mi parte sobre su problema. Lo percibía en sus cambios de hábitos y horarios para llegar a la playa, cuando estaban sin sus parejas; en el modo de caminar de un lado al otro de la bahía, muy temprano por las mañanas, o al caer el sol; por el brillo de sus ojos, a pesar de sus intentos por ocultar los sentimientos; y por el cambio en sus posturas y ademanes, al compartir un café. Indicios; imperceptibles arrugas de tristeza en las comisuras que, al sostener una charla franca, desaparecían dándole lugar a alguna que otra sonrisa confirmando lo que había presentido.
Me relataron historias muy fuertes, con finales abruptos predecibles; y también otras, de más fácil resolución por caminos transitables. Todas llevaban implícitas la carga emocional de la pasión, la aventura y el deseo, ya sea de conquista o de revancha; pero la intensidad de las entregas variaba según los personajes y las razones que los impulsaron a enredarse en amores clandestinos. Y si bien eran diferentes unas de otras, por sus causas y las posibles consecuencias, generalmente tenían en común una premisa: Definir la continuidad o la ruptura de la pareja en problemas. Algunas lo lograron, otras no; pero… son cosas de la vida. Amores que suman y desamores que, aunque resten en la desdicha, si nos sirven de experiencia, con el tiempo… también suman.
Lo que voy a relatarles a continuación no es una infidencia, y tampoco una violación del pacto de silencio que juré mantener, pues los personajes no fueron clientes habituales ni amigos; solo personas de paso, cuyos nombres no recuerdo, así como tampoco supe de ellos después de que se marcharon. Sucedió hace muchos años, promediando un diciembre atípico por la regularidad del tiempo y la mansedumbre del océano.
Por dos semanas consecutivas, desde el lunes hasta el jueves, una joven pareja, con dos pequeños, alquilaba una sombrilla frente al mar disfrutando reservadamente de la vida, como si el mundo no existiese a su alrededor. Ella era realmente hermosa; y él, el prototipo de hombre que cualquier integrante del género masculino anhela ser: atractivo, varonil, atento con su mujer y dedicado con los niños. Tanto sus vecinos de playa, como empleados del balneario y turistas ocasionales, miraban embobados a la bella mujer y a su apuesto acompañante pues estos, sin perder la línea ni pasar por desubicados, se demostraban tanto amor que se volvía imposible ignorarlos. A la distancia, así como a pocos pasos, era factible percibir lo intenso de sus miradas y la atracción mutua de esos cuerpos tallados el uno para el otro. Una envidiable pareja, sin dudas. Pero, así como aparecieron…; una semana antes de navidad los dejamos de ver.
Faltando unas horas para la cena de fin de año, que tradicionalmente hacíamos para íntimos y familiares, uno de los invitados (personaje muy carismático y amigo de varias temporadas) me llama por teléfono pidiéndome que hiciera una excepción y agregase cuatro lugares en la mesa que compartiría conmigo. El socio de un acaudalado cliente suyo, con su esposa y dos hijos, se alojaban en el mismo hotel y quería presentármelos, además de no dejarlos sin compañía para recibir el año nuevo. Obviamente le dije que sí, que contase con ello.
Cuando vi entrar a la atractiva mujer, de largos y rubios cabellos, caminando con despreocupada elegancia, y detrás de ella a un sujeto que no reconocí como el apuesto joven que solía abrazarla en los atardeceres frente al océano, evitando una sonrisa de complicidad les ofrecí compartir nuestra mesa, como le había prometido a mi amigo. Eligieron sus lugares: ella tomó asiento frente a mí; y él, a su lado. Éramos más de un centenar esa noche y, como en todas las celebraciones en la costa, los chicos iban y venían a los gritos, haciendo lo que les daba la gana, mientras nosotros rogábamos se cansaran pronto para despedir el último día de diciembre con los tímpanos sanos.
A medida que el rejunte de mocosos se fue calmando, las charlas de los mayores cobraron fuerza; y tanto las risas alegres de la mayoría de los invitados, como los desvaríos alcohólicos de unos pocos que tomaban de más, colmaron el salón. Entre estos últimos, y ocupando un lugar de privilegio por su idiotez, se encontraba el marido de la hermosa mujer. Realmente era un tipo insoportable; se jactaba, con voz aflautada, de su habilidad para los negocios financieros, despreciando a la gente pobre pues la consideraba solo apta para tareas serviles. Y, mientras se relamía con sus expresiones egocéntricas, que ya nadie escuchaba por insoportables y aburridas, su mujer no dejaba de mirarme a los ojos con un brillo extraño, como diciéndome: “¿Te das cuenta de por qué lo hago?”.
Aprovechando que faltaban pocos minutos para el nuevo año, y harto de soportar las imbecilidades del sujeto que se creía un “ganador”, fui en busca de aire fresco en la terraza que daba al mar. Dieron las doce y estallaron los festejos. Besos, abrazos y chocar de copas hermanaron a propios y extraños que, buscando con quién brindar, se habían acercado al parador. Puertas adentro, el restaurante semejaba un teatro irreverente en el cual actores, actrices, ujieres y público se confundían en un sinfín de sentimientos que no solo a los artistas les está permitido expresar. Afuera, yo respiraba el aire salobre refugiándome en ese escenario privilegiado que las noches de verano suelen regalarnos a s...

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