De la carrera de la edad I
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De la carrera de la edad I

De ida

Gonzalo Celorio

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De la carrera de la edad I

De ida

Gonzalo Celorio

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Cercano a cumplir setenta años de edad, Gonzalo Celorio recoge en dos volúmenes aquellos textos, escritos durante cuatro decenios de producción literaria sostenida, que han transcurrido por el anchuroso camino del ensayo, si bien algunos de ellos, como el género lo admite y aun propicia, no son del todo ajenos a la ficción narrativa -crónicas, estampas, remembranzas, testimonios-.El volumen I, De ida, presenta las primeras etapas -caracterizadas por el impulso lírico, la pasión, el azoro, la vocación literaria, la voluntad de estilo— de una trayectoria en constante ascenso y maduración. Está integrado por cinco secciones, que se corresponden con cuatro libros y un opúsculo, ahora reordenados y enriquecidos

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Informazioni

Anno
2018
ISBN
9786071656155

MÉXICO, CIUDAD DE PAPEL

México, ciudad de papel

La hoja blanca poco a poco poblada de edificios, ventanas, corredores.
VICENTE QUIRARTE

UNO

Mi casa, la casa de ustedes, como acostumbra decir la cortesía mexicana para confusión de los visitantes extranjeros, está acomodada en uno de los pliegues de las almidonadas crinolinas del Ajusco, en un pueblo que tiene la gracia de llamarse San Nicolás y, en homenaje a los guajolotes, apellidarse Totolapan. Es un pueblo alto al que sube usted por la avenida del Hospital Ángeles. Atraviesa el fraccionamiento Fuentes del Pedregal, toma la calle de Matamoros y llega a un cementerio que está al lado de la vía del tren. Sigue por la calzada de la Soledad hasta que da con un segundo panteón, cuyas tumbas siempre florecidas rebasan la barda. Ahí da vuelta a la derecha, pasa un altar guadalupano trepado en la horqueta de un mezquite y antes de toparse con una cruz de atrio castigada en un recodo del camino, da usted vuelta a mano izquierda y sube por una callecita empinada y llena de baches que ostenta el formidable nombre de Progreso. Por este viacrucis llega usted a mi casa de San Nicolás Totolapan.
En este pueblo, que por supuesto pertenece al Distrito Federal y para más señas a la delegación La Magdalena Contreras, se acaba la Ciudad de México por el suroeste.
Mi dormitorio tiene dos ventanas encontradas: una mira, hasta ahora y no creo que por mucho tiempo, a un monte peinado de magueyes, respaldado por un cielo azul que todavía se viste de estrellas para salir de noche; la otra da a la esquina del norte y el oriente, igual que el ventanal de mi escritorio, desde el cual puedo adivinar toda la Ciudad de México, sepultada bajo una espesa nata de miasmas. Delante de los pocos cerros pelones por donde todavía no se encaraman las casas y que dan basamento a grandes antenas de telecomunicaciones, los edificios más altos de la ciudad se recortan sobre el ciclorama gris del paisaje, oscurecido por el humo negro de las fábricas, que se esparce cínicamente por el cielo.
De noche el panorama cambia. La ciudad parecería recuperar su antigua condición lacustre: el descomunal valle de México se vuelve un lago de luces palpitantes. No sé por qué las luces tiemblan permanentemente, como si respiraran, como si se movieran, como si fueran pequeñas embarcaciones en una gigantesca laguna.
También desde las alturas, desde el abra de los volcanes —hoy ausentes—, vieron los españoles por primera vez el entonces luminoso valle del Anáhuac y el prodigio de una ciudad anfibia, construida sobre la laguna y a sus riberas. Las calzadas rectilíneas. Las “calles de agua”, como las llamó fray Bartolomé de las Casas en alucinante comparación con Venecia —la ciudad fantástica por antonomasia—. Las fortalezas de piedra de cantería. Los imponentes templos. Los lujosos palacios. Las casas de calicanto. Una conjunción de cuarenta pueblos que, observados desde la serranía, hicieron conjeturar al dominico “que otra más graciosa ni alegre vista puede haber en el mundo”.
Esa visión maravillosa de los primeros españoles llegados a estas tierras fue cegada por los españoles mismos. A partir de que Hernán Cortés puso sitio y destruyó la Gran Tenochtitlan, la Ciudad de México hizo suyo, sin saberlo, el mito de Coyolxauhqui, la que se pinta de cascabeles las mejillas, quien fue precipitada desde la cúspide del templo por su hermano Huitzilopochtli, el joven guerrero, el que obra arriba, y yace desmembrada, rota, al pie de las alfardas del teocali. No deja de ser aterradoramente significativo que el gigantesco monolito del Templo Mayor que sobrevivió a la devastación de las huestes cortesianas sea, paradójicamente, la imagen misma de la destrucción, como si nuestra única permanencia fuera la de nuestro incesante aniquilamiento.
Más que el tiempo que la transforma y la corrompe; más que la naturaleza, que la hunde, la inunda y la estremece, la incuria de los hombres ha destruido sistemáticamente la ciudad que han edificado sus mayores.
La historia de la Ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones. Así como la ciudad colonial se sobrepuso a la ciudad prehispánica, la que se fue formando en el México independiente acabó con la del Virreinato, y la ciudad posrevolucionaria, que se sigue construyendo todavía, arrasó con la del siglo XIX y los primeros años del XX, como si la cultura no fuera cosa de acumulación sino de desplazamiento.
Igual que las urbes invisibles de Italo Calvino, México es una ciudad imaginaria, cuya historia, más que palparse, se adivina:
… la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.
En el escenario de tantas ciudades revocadas, una pirámide destruida que sólo muestra su intimidad exhumada, las columnas descoyuntadas de una iglesia primitiva, un claustro comido por una pastelería, un convento transformado en tienda de autoservicio, una arquería churrigueresca que no cobija a peregrino alguno, una fachada neoclásica que se mudó de casa, una iglesia atropellada por el Anillo Periférico y otra materialmente doblada por la avenida 20 de noviembre, una esbelta casa porfiriana sometida por dos edificios de espejos asfixiantes.
De los pasados esplendores de la Ciudad de México persisten, empero, las voces de quienes la cantaron, con líricos acentos, cuando era la región más transparente del aire; de quienes la describieron, azorados, cuando a ella llegaron allende el mar océano o la establecieron en lengua latina para darle cabida en las ciudades del mundo o la magnificaron con palabras hiperbólicas y artificiosas; de quienes la puntualizaron en términos científicos; de quienes la liberaron con sus discursos cívicos y sus artículos combativos y la relataron en sus costumbres y sucesos; de quienes hoy la registran, la definen, la inventan y la salvan de la destrucción merced a la palabra. Las voces, en suma, que la han construido letra a letra en la realidad perseverante de la literatura. La nuestra es una ciudad de papel.

DOS

La Gran Tenochtitlan sobrevive en las descripciones de los frailes que con minuciosidad científica consignaron la historia y la cultura de la sociedad aborigen y las imágenes de los soldados metidos a cronistas que usaban, como dice Alonso de Ercilla en La araucana, ora la pluma, ora la espada, y que trasladaron a la realidad que estaban viviendo la fantasía que había alimentado la idea europea del ignoto occidente. Tendiendo el puente entre las novelas de caballería y las crónicas de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo recuerda su primera visión del valle del Anáhuac:
Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas como veíamos.
Y hasta Cortés, tan parco en el elogio si no es para magnificar la importancia de su empresa, no puede ocultar su estupor ante la Ciudad de México —a la que compara por su belleza con Granada y por su extensión con Córdoba y Sevilla— y con palabras mudas dice: “La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir, lo poco que diré creo que es casi increíble”.
Y es que la Gran Tenochtitlan es una ciudad improbable, que parece pertenecer más a la imaginación poética que a la realidad. Una ciudad fundada por los hombres pero ordenada y sostenida por el dios Huitzilopochtli, como se dice con una rara mezcla de orgullo y humildad en un poema de Nezahualcóyotl:
Flores de luz erguidas abren sus corolas
donde se tiende el musgo acuático, aquí en México,
plácidamente están ensanchándose,
y en medio del musgo y de los matices
está tendida la ciudad de Tenochtitlan:
la extiende y la hace florecer el dios:
tiene sus ojos fijos en sitio como éste,
los tiene fijos en medio del lago.
Columnas de turquesa se hicieron aquí
en el inmenso lago se hicieron columnas.
Es el dios que sustenta la ciudad,
y lleva en sus brazos a Anáhuac en la inmensa laguna.
Flores preciosas hay en vuestras manos,
con sauces de quetzal habéis rociado la ciudad,
y por todo el cerco, y por todo el día.
El inmenso lago matizáis de colores,
la gran ciudad de Anáhuac matizáis de colores,
oh vosotros nobles.
A ti, Nezahualcóyotl, y a ti, Moteuczomatzin,
los ha creado el que da la vida,
os ha creado el dios en medio de la laguna.
Sólo así se entiende que la gran ciudad que fue asiento del imperio azteca haya sido edificada en medio de la laguna salobre, en el lugar de la expulsión y del castigo. Cuando los mexicas llegaron al valle de México tras una peregrinación de siglos no encontraron acomodo en ninguna parte. Fueron execrados por los vecinos y si aquí pudieron sostenerse, como dicen los Anales de Tlatelolco, fue mediante la guerra y despreciando la muerte. De Chapultepec fueron echados a Tizapán, donde se alimentaban de serpientes. De ahí también fueron expulsados y obligados a refugiarse en el agua, en los pantanos, a esconderse entre los juncos. Huitzilopochtli entonces formula su trascendental designio, registrado como uno de los momentos épicos más sobrecogedores de la historia de los aztecas en la Crónica mexicáyotl: fundar una ciudad en un islote en medio de la laguna, desde donde habrán de someter a sus enemigos. “Con nuestra flecha y escudo nos veremos con quienes nos rodean, a todos los que conquistaremos, apresaremos, pues ahí estará nuestro poblado, México, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en que es desgarrada la serpiente…” Sólo por su fanatismo y su desdén al sufrimiento, pudieron crear y desarrollar ahí la gran ciudad que con los años llegó a ser la México-Tenochtitlan que conocieron los conquistadores. Una ciudad cruzada por canales y atada a tierra firme por largas y anchas calzadas. Una ciudad expandida merced a las canoas, que postergaron la utilización de la rueda, y a ese milagro de la agricultura que fueron las chinampas, jardines flotantes como colgantes fueron los de Babilonia. Agua y tierra, una ciudad que no desplazó a la naturaleza sino la acogió en su seno. El centro ceremonial, imponente, en el que sobresale, entre palacios y templos, el gran teocali de los sacrificios dedicado a Tláloc y Huitzilopochtli, y los huertos y jardines que albergan la abundancia y la variedad de plantas y de flores. Una ciudad que se cifra en aquellos versos de Carlos Pellicer que dan cuenta cabal del alma mexicana: “el gusto por la muerte y el amor a las flores”.
Ayudado por la erudita imaginación de Alfonso Reyes, veo una ciudad diurna por excelencia, cristalina en el aire y en el agua, espaciosa y clara; una ciudad apacible no obstante los rituales sangrientos de sus habitantes, cuya cultura hermanó la guerra con las flores para alimento de los dioses y permanencia del mundo:
Allí, donde se tiñen los dardos, donde se tiñen los escudos,
están las blancas flores perfumadas, las flores del corazón:
abren sus corolas las flores del que da la vida,
cuyo perfume aspiran en el mundo los príncipes: es Tenochtitlan.
Cortés justifica la destrucción de la ciudad de los aztecas como necesaria estrategia militar para imponer su dominio:
Y yo, viendo […] que había ya más de cuarenta y cinco días que estábamos en el cerco, acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la ciudad, que fuesen derrocando todas las casas de ellas del un cabo y del otro, por manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asolado.
De la minuciosa y dilatada descripción que Cortés hace del cerco de Tenochtitlan, queda, a pesar de la intención de su cronista, un coraje que no sólo se endereza contra la violencia del acontecimiento histórico, sino también, y más enconadamente, contra el autor, que lo es del relato y de la historia que consigna. No sería necesario leer los valiosos documentos de los informantes de Sahagún y de los redactores de los Anales de Tlatelolco para sentir el dolor del trance de la Conquista: basta la Tercera carta que Cortés le dirige a Carlos V. No hay palabras que puedan tapar esa “red de agujeros” por donde sale a borbotones la dignidad de un pueblo transgredido que en ese preciso momento, si se me tolera una digresión connotativa, deja de ser azteca para ser náhuatl solamente. A partir de la Conquista —y a resultas de ella— empiezan a distanciarse hasta la antinomia la palabra azteca y la palabra náhuatl —la diferencia específica y el género próximo, la civilización y la cultura, la organización social y la lengua—. La primer...

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