Memorias del Nuevo Mundo
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Memorias del Nuevo Mundo

Homero Aridjis

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Memorias del Nuevo Mundo

Homero Aridjis

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Homero Aridjis nos sumerge en la atroz y maravillosa epopeya de la conquista de México y sus secuelas coloniales, haciéndonos oír la voz de un continente a través de los hombres que lo habitaron y transformaron. Huyendo de la Inquisición, Juan Cabezón de Castilla se embarca como gaviero a bordo de la Santa María, desembarca con Cristóbal Colón en la isla Guanahaní y más tarde pasa a México, donde asiste al encuentro de Hernán Cortés y Moctezuma.

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Informazioni

Anno
2014
ISBN
9786071623560
HOY se acaba el mundo. Si no para todos, para mí. Si no para mí, para los naturales de estas tierras. Hoy, postrero día de diciembre de 1559, los tzitzimimes, monstruos del crepúsculo, devorarán toda criatura humana si no brota fuego del pecho del cautivo.
A algunos hombres nos ha tocado en suerte vivir de dos maneras: una en el mundo de las cosas olvidadizas, otra en el espacio que llamamos Historia. También a algunos hombres nos puede pasar que muramos dos veces: una como individuos y otra como especie. Yo he sido semejante al espíritu del tiempo, del tiempo que causa movimiento escapando de los dedos. Mi vida se ha juntado con las vidas ajenas; en especial con aquellas de la Historia General. Los hombres y mujeres de mis recuerdos se han confundido conmigo, avanzando por su propio camino. Yo mismo, a fuerza de recontarme y precisarme, he dejado de ser yo, me he convertido en tercera persona.
Cada hombre, cada época, tienen su lenguaje, por pobres que sean. El mío, rudo y claro, vago y sombrío, es el de mis días. Mas no veo nada en el futuro que me inquiete. Si hoy se acaba el mundo, hoy se acaba el mundo y partiré en gran compañía. Una considerable muchedumbre estará conmigo en el último viaje aunque esté a solas con mi muerte. Pues en medio de la muerte universal, uno sólo se duele de la propia.
Casi centenario, aparezco ante mí mismo como en el primer día, sin nada entre las manos. A medida que me acerco a mi fin veo a los vivos bien muertos, a los muertos más reales y lo lejano más próximo. Bajo la luz incierta, me miro más memoria que cuerpo. Y me pregunto si lo que está sucediendo ahora no ha pasado ya, no ha sido algo que soñé y se realiza, o algo que anhelé y tengo ya el recuerdo.
Si fuera yo un cronista de Indias y no este hombre de barba y pelo blancos que modestamente escribe, diría de Juan Cabezón: “Vino con los primeros descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo un hombre flaco e insignificante que anduvo en nave, a caballo, en mulo y a pie miles de leguas en estas tierras. Buscó riquezas, pero siempre llegó tarde a una fortuna que se entregó a otros”.
El sol se ha puesto entre los volcanes y una forma azulina se asentó sobre ellos como una pirámide sin peso. El Popocatépetl quedó al oriente del día, el Iztaccíhuatl al poniente de la noche. Los sacerdotes de las antiguas idolatrías se dirigen al pueblo de Iztapalapa, “lugar de agua blanca”, o “lugar de piedras losas y de agua”, con el mismo cielo, aire y temperamento que la ciudad de México. Llevan en las manos utensilios rituales y la muerte en los ojos. Han apagado todos los fuegos y una oscuridad chicha empieza a cubrir el valle. Dedos de uñas largas indican desde los campos de nopales y magueyes, desde las acequias y las calles de tierra, desde la laguna grande y los charcos de agua dulce el lugar en el cielo donde hacia la medianoche deben figurarse las pléyades.
Las señales del fin son evidentes, dicen ellos en su lengua mexicana. Sólo los ciegos no ven ni los sordos escuchan. En unas cuantas horas, en la tiniebla plena todo ha de saberse. El fondo de los pozos y los corredores secretos de los templos mostrarán sus tesoros; los tzitzimimes bajarán sobre sus manos, los pies en el aire, famélicos de hombres.
Unos papas han dicho que el sol salió en el poniente y se metió en el oriente. Recorrió el día en sentido inverso, como un moribundo que vuelve al punto de su comienzo. Nubes crepusculares se posaron al alba sobre las cimas nevadas y el Popocatépetl mandó a los otros volcanes su mensaje de humo. Los agoreros interpretaron sus palabras. Los ignaros sólo se fijaron en los truenos.
Al anochecer han aparecido los mendigos de los barrios de los indios con los viejos cueros de víctimas sacrificadas en honra de Xipe Tótec. Se los han puesto encima de las ropas y van de casa en casa pidiendo ayuda. Las gentes les dan calabazas, frijoles, mazorcas, mantas, plumas y hasta piedras preciosas. El hedor que despiden esos limosneros vestidos de pellejos secos, arrugados y rotos es tan fuerte que por las calles las gentes vuelven la cabeza y se tapan la nariz.
No sé si habrá luz mañana. No sé si escribo en los últimos momentos del tiempo. Dioses, sacerdotes y hombres de la religión antigua se niegan a morir, sombras furtivas engañan en los caminos dejando huellas negras y provocando ilusiones en los indios medrosos. San José Moctezuma me ha dicho que un caracol mexicano anunciará el fin. Quizás sea locura desperdiciar estas últimas horas del tiempo en escribir mis memorias, cuando debería encomendar mi alma a Dios..., o al señor de los muertos.
Año 2 Caña, 1559. El fin del mundo es cosa de los indios. Para los españoles, dormidos en la traza, no va a terminar el siglo, la ceremonia del Fuego Nuevo ya no se lleva a cabo. La última que se hizo fue en 1507, bajo el reinado de Moctezuma II, cuando los mexicanos renovaron su alianza con los dioses. Hace cincuenta y dos años se celebró la fiesta toxiuh molpilia, “átanse nuestros años”. Las cuatro figuras que han regido durante trece años el tiempo: tochtli, ácatl, técpatl y calli han cumplido su ciclo, vuelven la cuenta a su principio. A escondidas, los naturales idólatras, con las ropas que usaban en sus ofrendas al demonio, se dirigen a Iztapalapa, al cerro Uixachtlan, donde a la medianoche los papas sacarán lumbre del pecho de un cautivo, arrancándole el corazón. Pero si el astro que vive del corazón humano no renace, la noche perpetua caerá sobre estas tierras y los tzitzimimes saciarán su hambre mitológica y no quedará de nosotros más que olvido. Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, el sol diurno y el sol nocturno, serán difuntos sagrados, ilusiones del señor de la noche. Para el rito, los papas ya preparan el copal blanco, practican en las sombras los himnos al sol que entonarán mañana. El altar de la celebración será el pecho humano.
Por la calzada del sur, siete sacerdotes de los dioses vencidos van a Iztapalapa. En procesión, con la indumentaria y el paso grave de las deidades que representan, siguen el camino señalado por las huellas marcadas en el suelo. Son siete, igual que en el peregrinaje de sus ancestros en busca de Tenochtitlan. Silenciosos, semejantes a dioses, avanzan con lentitud. El sacerdote del barrio de Copulco, en ejercicio ritual, ensaya con los palillos que sacarán el fuego.
Viene primero el sacerdote de Quetzalcóatl, el cuerpo de hombre y la cabeza de pájaro, la máscara bucal con pico dentado y la lengua de fuera, el escudo con la espiral del viento y el adorno de plumas de guacamaya. El segundo es el sacerdote de Huitzilopochtli, con orejera de cabeza de colibrí, diadema curva sobre la frente con un soplo de sangre, la cara rayada con bandas azules y verdes, la barba y los labios rojos, en el cuello un manto de plumas azules y verdes, en la mano un bastón con serpientes azules. El tercero, el dios del espejo humeante, Tezcatlipoca negro, con los ojos vendados por un antifaz caído sobre la nariz, en el labio inferior un bezote, brazaletes y yelmo de pedernal, franjas negras, sandalias de obsidiana. A trechos se transforma en el Tezcatlipoca rojo, con una serpiente roja, pintura facial y maxtlatl rojos, junto a su cabeza las volutas de humo; y en el Tezcatlipoca azul, pintura corporal azul, en la cara rayas transversales azules y amarillas. El cuarto es el sacerdote de Xipe Tótec, nuestro señor el desollado, con máscara de piel humana y moño de puntas bifurcadas; en una mano el palo de sonajas. El quinto es el de Tláloc, con anillos azules alrededor del ojo, dientes de animal rapaz y sandalias de hule. El sexto es el de Centéotl, con el signo de Nahui-Ollin, 4-Movimiento. El último personifica a una anciana vestida de blanco; con círculos en las mejillas, la nariz para arriba blanca y la boca para abajo negra. Es el sacerdote, o la sacerdotisa, de Toci, nuestra abuela, la madre de los dioses, el corazón de la tierra, que viene barriendo el suelo, el pelo recogido con guedejas de algodón y penachos de plumas amarillas a manera de llamas brotando de su nuca.
De los cuatro barrios de los indios vienen los naturales, el hombre que escribió La leyenda de los soles, en la lengua mexicana, el año de 1559; una mujer que anda al borde de la oscuridad y cuyo rostro no tiene facciones, como un reloj sin cifras en la carátula; y una gran cantidad de criaturas que uno creía extintas o a punto de desaparecer; las que, andando, andando, irán a caer en la boca del Mictlan.
Por las calles de agua transitan las canoas con bastimentos; y a las espaldas de las casas de adobe, las mujeres están paradas en los camellones sembrados de legumbres y hierbas medicinales. Muchachos lampiños atraviesan las arboledas con sauces, pero sin árboles frutales, protegidos por la noche, con un rumor acuoso, como si salieran de las albercas de agua dulce y de las aguas salobres del lago de Texcoco.
Del oriente y el poniente, del norte y el sur acuden viejos cacarañados, sobrevivientes de la plaga de viruelas que trajo a la Nueva España un negro en un barco de Pánfilo de Narváez. De Azcapotzalco y Coyoacan, de Meztitlan y Tuzantla, de Hueyapan y Tetela surgen los escapados de las hambrunas y las epidemias. De los cerros bajan los cuerpos cargados de trabajos por los conquistadores y los encomenderos, señores de sus vidas y sus ánimas. Los esclavos herrados en la cara, con las marcas en la frente, en la boca, en las mejillas, pasan a escondidas del alguacil de vagabundos y el alguacil del campo, que tienen facultad para recoger indios y negros fugitivos de las minas y las casas, devolverlos a sus legítimos dueños y recibir por cada negro cinco pesos de oro, por cada natural medio peso de oro y por cada bestia que cogieren haciendo daños en huertas y heredades un peso de oro.
Aparecen los señores principales que abandonaron el maxtlatl y la tilma por la camisa, los cuellos almidonados y los jubones españoles. Muy elegantes con cactli y sombrero de lana negra, con zapatos de lustre y trasquilados por barbero, pero todavía aficionados al mercado de perros de Acolman, al de pájaros de Otumba y al de esclavos de Azcapotzalco. Los siguen las mujeres descalzas, con naguas y huipil, obrados en casa o comprados en los tianguis de San Juan, San Hipólito o Santiago. Atrás de los de atrás, se divisan los pobres macehuales, en carnes muchos de ellos, con sólo manta encima; moran en casas de adobe de una pieza, se echan en petates, comen en cazuelas de barro y tienen a manera de puerta un agujero en la pared desnuda. Muy cerca de ellos, o entre ellos, se apresuran los pescadores del lago de agua salada, que viven de charales blancos y amarillos; y los del lago de agua dulce, que se nutren de camarones, cangrejos, ranas y renacuajos; los que en el tiempo de secas salen a cazar patos al amanecer con gritos y palos, o escondiendo la cabeza en una calabaza.
En las casas de los indios todos los fuegos han muerto, los ídolos han sido arrojados a las acequias, ahogados en la laguna. Los utensilios para preparar la comida han sido quebrados y sólo se conserva para el hambre inminente el maíz, el frijol, la tuna. Los hombres, con máscaras azules de maguey, armados de macanas y dardos, miran desde las terrazas y los agujeros de las paredes hacia el cerro Uixachtlan. Las mujeres y los niños también se han cubierto el rostro con pencas de maguey. Los infantes no deben dormir, porque si ceden al sueño pueden convertirse en ratones. Las hembras preñadas han sido encerradas en las trojes, porque si no sale fuego del pecho del cautivo se volverán animales feroces que devorarán a los seres humanos. Si paren durante este tiempo, los másculos serán nombrados Molipilli, Xiuhtli, Texiuh, Xiuhquen, Quetzaloxiuh; las féminas Xiuhcue, Xuihcozol, Xuihnenetl, “muñequilla del año del fuego”.
A la espera de un milagro no cristiano, por la calzada de Iztapalapa avanzan los papas furtivos, quienes, aguardando el día de San Juan, San Pedro, San Hipólito, San Francisco, San José y Santo Domingo, la Semana Santa y la Natividad, han honrado a Huitzilopochtli, Xipe Tótec, Tláloc, Toci y Tezcatlipoca; quienes, asistiendo al santo sacrificio de la misa y recibiendo los sacramentos han hecho de Jesucristo uno de sus dioses, conforme a la costumbre que tienen de admitir como suyos dioses ajenos.
Como brotados de la noche misma, marchan los papas sombríos, flacos por el ayuno, el cabello hasta la cintura, los mantos negros hasta los pies, el rostro tiznado, las uñas largas, oliendo a azufre, a carne descompuesta. A hurtadillas de los frailes habían mantenido secretamente las creencias de sus antepasados, habían escondido los códices en sus casas; y, en lo alto de los cerros y a la entrada de los pueblos, habían colocado dioses detrás de las cruces de los frailes.
Tras de ellos surgen niños con cabellera pegajosa de sangre, las orejas deshechas por habérselas atravesado con espinas de maguey, el rostro embetunado; talonean tamemes de poco precio; trotan esclavos herrados en los labios o junto a la boca; deambulan los caballeros que tenían por dios al Sol y llamaban a su fiesta Nahui-Ollin, 4-Movimiento, con la figura de una mariposa rayada y caracoles como aquellos que tocaban en el sacrificio de los cautivos; circula una joven vestida de azul, con pelo de hombre, plumas blancas y negras, representando a la Mujer Blanca, a la diosa Iztac Cihuatl.
Al poner la vista en el cerro Huixachtlan, Uixachtécatl o Huixachtepetl, el Cerro de la Estrella, Cerro de las Acacias (o entre las Acacias), donde se asienta el templo del dios del fuego, distingo a los nueve señores de las horas de la noche, al dios negro de nariz larga, al dios murciélago y a Xólotl, el dios buboso de los gemelos y las criaturas deformes, con cabeza humana y fauces y cuerpo de perro negro. Trae un sol negro en la espalda, el bulto funéreo del astro muerto. Se adelanta a él un viejo de rostro despellejado y párpados excoriados; dientes, barbas y pelos blancos, uñas de manos y pies larguísimas. Es un indio de Tecomastlahuac, con fama de nahual espanta hombres y chupa niños, puede convertirse en coyote, víbora o esfumarse en el aire. Lo acompañan Tlazaltáotl, diosa de las inmundicias, y Xochipilli, dios de las flores. Perdido en la oscuridad, envuelto en ella, de la misma sustancia que la noche, llega Mictlantecuhtli, con una máscara dorada, el cuerpo un traje de cenizas, en la mano un búho traspasado por una flecha.
En medio de la procesión aparece el cautivo que van a sacrificar en la ceremonia del Fuego Nuevo. Ungido, con ropas blancas, los cabellos de la coronilla cortados, me recuerda a Quintalbor, el simulacro de Hernán Cortés que mandó Moctezuma para engañarnos cuando veníamos camino a México. Pero no es él, es un conquistador casi desconocido para el mundo, no para mí: Gonzalo Dávila. El papa de rojo que lo conduce, Pedro de la Cruz, lo llama afectuosamente Cortés Molipili, Malinche Xiuhtenentl, Dávila Mopili, Gonzalo Xiuhtenentl. Martín de Nuestra Señora trata de divertirlo, porque el sustituto del fenecido marqués del Valle se entristece, acordándose de que pronto va a morir. Borracho por el brebaje que le han dado, flota en el espacio vago de sí mismo, lucha desesperadamente por despertar; pero vencido por una euforia ante la que no puede rebelarse, se abandona enseguida a una alegría aterrorizada. Y ríe, como si lo que le sucede le pasara a otro, le ocurriese en un sueño o fuese el recuerdo de algo vivido en otra existencia.
Rezagado en la procesión, tropieza al fondo de la calzada un indio viejo, harapiento y descalzo, con un gorro de algodón cubriéndole la frente y las orejas. Al vislumbrarme se detiene, temeroso de mí, y mira en torno suyo para cerciorarse de si no hay soldados conmigo. En ese momento, un español vestido de negro, de estatura regular, facciones menudas, ojos pequeños y barba rala, lo zarandea de los hombros.
—Te cogí, hechicero —le dice, sin que el natural parezca entenderle—. Habla o te arranco el alma. Lázaro Martín, mi alguacil de la estancia de Iztacalco y nahuatlato, va a traducirme todo lo que vas a confesar.
—Yo, señor Castilla, soy un macehual desorejado —balbucea el indio viejo.
—Mi nombre no es Castilla, soy don Vasco de Puga, oidor de la Real Audiencia, al servicio de don Felipe II, por la gracia de Dios, de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalem...
—Señor don Vasco de Puga, eso ya lo oí pregonar debajo del portal, en la plaza pública, por don Diego Hernández, pregonero.
—¿No estás desoreja...

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