Disenso
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Disenso

Ensayos sobre estética y política

Jacques Rancière, Miguel Ángel Palma Benítez, Leticia Flores Farfán

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Ensayos sobre estética y política

Jacques Rancière, Miguel Ángel Palma Benítez, Leticia Flores Farfán

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Disenso. Ensayos sobre estética y política ofrece un conjunto de ensayos que brindan un valioso punto de partida para entender las implicaciones políticas y estéticas del pensamiento de Rancière. Se trata de textos recientes, escritos entre 1996 y 2004, compilados por Steven Corcoran. Comienza con "Diez tesis sobre política", un resumen de la perspectiva política que Rancière desarrolla en Desacuerdo, posteriormente discute qué es la democracia y qué es el consenso. Este último es concepto clave dentro de su pensamiento ya que además de brindarle soporte para desarrollar su idea de disenso, le sirve de puente entre sus más grandes preocupaciones teóricas, así como en sus intervenciones en la política y estética actual.

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Informazioni

Anno
2019
ISBN
9786071663061
Argomento
Filosofia

Primera parte

La estética de la política

I. Diez tesis sobre la política1

Tesis 1. La política no es el ejercicio del poder. La política debe definirse en sus propios términos como un modo específico de actuar que es puesto en práctica por un sujeto específico y que tiene su propia racionalidad. Es la relación política lo que permite pensar el sujeto de la política y no al contrario.
Cuando la política se identifica con el ejercicio del poder y la lucha por conseguirlo, se prescinde de ella desde el principio. Más aún, cuando se concibe como una teoría del poder —o como una investigación en los terrenos de su legitimidad— también se prescinde de su forma de pensamiento. Si la política tiene una particularidad que la convierte en algo distinto a un simple modo de agrupación más amplio o una forma del poder que se caracteriza por su modo de legitimación, es porque concierne a un tipo de sujeto distintivo, y que le concierne bajo la forma de un modo de relación que le es propio. Esto es precisamente lo que dice Aristóteles en el Libro I de la Política, cuando distingue el dominio político (como el dominio sobre los iguales) de todos los otros tipos de dominio, y de nuevo en el Libro III, cuando define al ciudadano como aquel que «tiene parte en el hecho de gobernar y del ser gobernado».2 Toda la política está contenida en esa relación específica, en este «tener parte» (avoir-part)3 que debe ser interrogado sobre su significado y sus condiciones de posibilidad.
Una indagación sobre lo que es «propio» de la política debe distinguirse cuidadosamente de las propuestas actuales y muy extendidas sobre el regreso de la política. El contexto de consenso estatal que se ha desarrollado desde la década de 1990 ha traído consigo una abundancia de afirmaciones que proclaman el fin de la ilusión de lo social y el regreso a una forma «pura» de la política. Por lo común, estas afirmaciones también recurren a los textos aristotélicos antes mencionados, que se leen a través de las interpretaciones de Leo Strauss y Hannah Arendt. En ellas, el orden político «propio» generalmente se identifica con el del eu zē̃n —vivir con miras al bien—, en oposición al zē̃n —concebido como un orden de la vida simple—. En consecuencia, la frontera entre lo político y lo doméstico se convierte en la frontera entre lo político y lo social, y el ideal de la ciudad Estado, que se define por su bien común, se opone a la triste realidad de una democracia moderna que se proyecta como el dominio de las masas y de la necesidad. En la práctica, esta celebración de la política pura renuncia a la virtud asociada al bien político y la entrega a las oligarquías gubernamentales ilustradas por sus expertos. Es decir, la supuesta purificación de lo político, liberado de la necesidad social y doméstica, es equivalente a la pura y simple reducción de lo político a lo estatal (l’étatique).
Tras la bufonería del «regreso» de lo político y de la filosofía política que hoy se proclaman, hay un círculo vicioso que caracteriza a la filosofía política misma. Ese círculo vicioso consiste en la manera particular en que se interpreta el vínculo entre la relación política y el sujeto político; es decir, en la suposición de que hay un modo de vida «propio» de la existencia política, el cual nos permite deducir la relación política de las propiedades de un orden específico del ser e interpretarlo en relación con la existencia de un personaje que posee un bien o una universalidad específica, en contraste con el mundo doméstico o privado de las necesidades y los intereses. En resumen, la política llega a ser vista como la realización de un modo de vida propio de quienes están destinados a ella. Se plantea como el fundamento de la política el mismo reparto que, en realidad, es su objeto.
Así, lo propio de la política se deja a un lado desde el principio si se le concibe como una forma de vida específica. La política no puede definirse de acuerdo con ningún sujeto preexistente. La «diferencia» propia de la política —lo que permite pensar su sujeto— debe buscarse en la forma de su relación. En la ya mencionada definición aristotélica del ciudadano, el sujeto (polítēs) recibe un nombre que se define por un tener parte (méthexis) en un modo de actuar (árjein) y, a la vez, en el padecer que corresponde a ese actuar (árjesthai). Si hay algo «propio» de la política, radica por completo en esta relación, que no es una relación entre sujetos sino entre dos términos contradictorios que definen a un sujeto. La política desaparece en cuanto se desata este nudo entre un sujeto y una relación, que es exactamente lo que ocurre en todas las ficciones especulativas y empiristas que buscan el origen de la relación política en las propiedades de sus sujetos y en las condiciones de su unión. La pregunta tradicional, «¿por qué motivo los seres humanos se agrupan en comunidades políticas?» siempre lleva implícita una respuesta, la cual da como resultado la desaparición del objeto que pretende explicar o fundar; es decir, la forma del tener parte político que entonces se desvanece en el juego de elementos o átomos de sociabilidad.
Tesis 2. Lo propio de la política es la existencia de un sujeto que se define por su participación en los contrarios. La política es un tipo de acción paradójica.
Las fórmulas que definen a la política como el dominio (commandement) sobre los iguales, y al ciudadano como el único que tiene parte en el hecho de gobernar y del ser gobernado, articulan una paradoja que exige una rigurosa conceptualización. Si queremos entender la originalidad de la fórmula aristotélica, deben dejarse a un lado las representaciones banales de la dóxa de los sistemas parlamentarios que invocan la reciprocidad de derechos y obligaciones. Tal fórmula nos habla de un ser que es el agente de una acción y, al mismo tiempo, la materia sobre la cual se ejerce esa acción. Ésta contradice la lógica convencional del actuar, según la cual existe un agente dotado de una capacidad específica para producir un efecto sobre un objeto, que, a su vez, se caracteriza por su aptitud para recibir ese efecto y ningún otro. Este problema de ninguna manera se resuelve mediante la clásica oposición que distingue entre dos modos de acción: la poíēsis, gobernada por el modelo de la fabricación que da forma a una materia, y la prãxis, que sustrae de esta relación el «inter-ser» (l’inter-être)4 de personas entregadas a la acción política. Sabemos que esta oposición, que reemplaza a la oposición entre el zē̃n y el eu zē̃n, sostiene una idea específica de la pureza política. Por ejemplo, en la obra de Hannah Arendt, el orden de la prãxis es un orden de iguales que poseen el poder de árjein, es decir, el poder de comenzar de nuevo (commencer): «Actuar —explica en La condición humana—, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega árjein, “comenzar”, “conducir” y finalmente “gobernar”)»; y Arendt concluye esta idea vinculando el árjein con el «principio de la libertad».5 Así, sólo una vez que se define un modo y un mundo propios del actuar, un vertiginoso atajo permite plantear una serie de ecuaciones entre «comenzar», «gobernar», «ser libre» y vivir en una pólis —como escribe Arendt, «ser libre y vivir en la pólis es lo mismo»—. Esta serie de ecuaciones encuentra su equivalente en el movimiento que engendra la igualdad ciudadana en la comunidad de los héroes homéricos, iguales en su participación en el poder de la arjḗ.
El primero en dar testimonio contra este idilio homérico es el mismo Homero. Contra Tersites, el «charlatán», el único orador público talentoso aunque no tiene ninguna autoridad para hablar, Ulises nos recuerda que el ejército griego tiene un jefe y sólo uno: Agamenón. De este modo nos recuerda el significado de árjein: caminar a la cabeza. Y si hay uno que va a la cabeza, necesariamente los otros caminan detrás. La línea entre el poder del árjein (es decir, el poder de gobernar), la libertad y la pólis no es recta sino discontinua. Para confirmar este punto basta con observar la manera en que Aristóteles caracteriza las tres posibles clases de gobierno dentro de la pólis, cada una de las cuales posee un título particular: el gobierno de los áristoi o «de la virtud», el gobierno de los olígoi o «de la riqueza», y el gobierno del dē̃mos o «de la libertad». En esta división, la «libertad» del dē̃mos aparece como una parte paradójica, una que, como nos dice el héroe homérico, y en términos muy claros, sólo tiene una cosa que hacer: callarse y agachar la cabeza.
En resumen, la oposición entre prãxis y poíēsis no nos permite resolver de ninguna manera la definición paradójica del polítēs. Por lo que respecta a la arjḗ, como en todo lo demás, la lógica convencional plantea que existe una disposición particular a actuar que se ejerce sobre una disposición particular a «padecer». La lógica de la arjḗ supone así una determinada superioridad que se ejerce sobre una inferioridad igualmente determinada. Para que exista un sujeto político —y, por tanto, la política— es necesario romper con esta lógica.
Tesis 3. La política es una ruptura específica con la lógica de la arjḗ. Ésta no supone simplemente una ruptura con la distribución «normal» de posiciones que define quién ejerce el poder y quién está sujeto a él; también exige una ruptura con la idea de que existen disposiciones «propias» a esas posiciones.
En el Libro III de Leyes (690e), Platón emprende un inventario sistemático de los títulos (axiṓmata) que se requieren para gobernar y los títulos correlativos para ser gobernado. De los siete que él conserva, cuatro son títulos tradicionales de los puestos de autoridad y están basados en una diferencia natural: la diferencia de nacimiento. Quienes están calificados para gobernar son aquellos que «nacieron antes» o «de manera distinta». De esta forma se fundamenta el poder de los padres sobre los hijos, de los viejos sobre los jóvenes, de los amos sobre los esclavos y de los nobles sobre los siervos. El quinto título es presentado como el principio de los principios, el único que da forma a todas las demás diferencias naturales: es el poder de aquellos que tienen una naturaleza superior, del fuerte sobre el débil, un poder que tiene el desafortunado atributo, discutido a detalle en el Gorgias, de ser absolutamente indeterminado. A ojos de Platón, el único título valioso es el sexto: el poder de aquellos que saben sobre aquellos que no. De este modo, hay cuatro pares de títulos tradicionales que, a su vez, están subordinados a dos pares teóricos: la superioridad natural y el dominio de la ciencia. La lista debería detenerse ahí. Sin embargo, Platón enuncia un séptimo título que puede determinar quién está calificado para ejercer la arjḗ. Lo llama la «elección de los dioses» o, en otras palabras, la elección «mediante sorteo». Platón no abunda en él, pero claramente esta elección de régimen, que irónicamente se dice que es «de dios», también se refiere al régimen que sólo un dios puede salvar: la democracia. Así, la democracia se caracteriza por el sorteo o la completa ausencia de cualquier título para gobernar. Es el estado de excepción en el que los opuestos no pueden funcionar, en el que no hay ningún principio de repartición de roles. «Tener parte en el hecho de gobernar y de ser gobernado» es algo muy distinto a la reciprocidad. Al contrario, es la ausencia de reciprocidad lo que constituye la esencia excepcional de esta relación, y esta ausencia de reciprocidad descansa en la paradoja de un título que es una ausencia de título. La democracia es la situación específica en la cual la ausencia de títulos es lo que otorga el título para ejercer la arjḗ. Es el comienzo sin comienzo, una forma de dominio (commandement) del que no domina. En esta lógica, la especificidad de la arjḗ —su redoblamiento, es decir, el hecho de que siempre se precede a sí misma en el círculo de su propia disposición y ejercicio— queda destruida. Pero esta situación de excepción es idéntica a la condición misma que hace posible la especificidad de la política en general.
Tesis 4. La democracia no es un régimen político. En cuanto ruptura de la lógica de la arjḗ, es decir, de la anticipación del dominio en su disposición, es el régimen mismo de la política como una forma de relación que define un sujeto específico.
Lo que hace posible la méthexis propia de la política es la ruptura con todas las lógicas que distribuyen las partes conforme al ejercicio de la arjḗ. La «libertad» del pueblo, que constituye el axioma de la democracia, tiene como contenido real la ruptura con el axioma de la dominación, es decir, con cualquier tipo de correlación entre la capacidad para gobernar y la capacidad para ser gobernado. El ciudadano que tiene parte en el hecho de «gobernar y de ser gobernado» sólo puede concebirse a partir del dē̃mos como figura que rompe con todas las formas de correspondencia entre una serie de capacidades correlacionadas.
Así, la democracia no es un régimen político en el sentido de que forme una de las posibles constituciones que definen las maneras en que las personas se reúnen bajo una autoridad común. La democracia es la institución misma de la política, de su sujeto y de su forma de relación.
La democracia, lo sabemos, fue un término inventado por sus adversarios, por todos aquellos que tenían algún «título» para gobernar: antigüedad, nacimiento, riqueza, virtud o conocimiento. Al usar la palabra democracia como término de escarnio, estos adversarios marcaron un giro sin precedentes en el orden de las cosas: el «poder del dē̃mos» significa que quienes gobiernan son aquellos cuya única característica en común es que no poseen un título para gobernar. Antes que ser el nombre de una comunidad, el dē̃mos es el nombre de una parte de la comunidad: los pobres. Pero precisamente «los pobres» no designa una parte de la población económicamente desfavorecida, sino sólo a las personas que no cuentan, que no tienen ningún título para ejercer el poder de la arjḗ, ningún título por el cual ser tomadas en cuenta.
Esto es precisamente lo que dice Homero en el episodio de Tersites ya mencionado. Ulises golpeará con su cetro en la espalda de aquellos que insistan en hablar si pertenecen al dē̃mos: el grupo indiferenciado de los que están «fuera de la cuenta» (anárithmoi). Esto no es una deducción sino una definición. Ser parte del dē̃mos es estar fuera de la cuenta, no tener voz para hacerse escuchar. Un extraordinario pasaje del canto XII de la Ilíada ilustra este punto. En él, Polidamante se queja de que Héctor ha ignorado su opinión; «contigo —dice—, si uno pertenece al dē̃mos no tiene derecho a hablar».6 Ahora bien, Polidamante no es un rufián como Tersites; es el hermano de Héctor. El término dē̃mos no designa una categoría social inferior; el que pertenece al dē̃mos, el que habla cuando no tiene que hablar, es quien toma parte en aquello de lo que no tiene parte.
Tesis 5. El pueblo, que es el sujeto de la democracia, y por tanto el sujeto atómico de la política, no es el conjunto de miembros de la comunidad ni la clase trabajadora de la población. Es la parte suplementar...

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