Las antinomias del realismo
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Las antinomias del realismo

Fredric Jameson

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Las antinomias del realismo

Fredric Jameson

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"Las antinomias del realismo es una historia de la novela realista del siglo XIX y de su legado. Una historia aquí relatada sin un ápice de nostalgia por unos logros artísticos que el movimiento mismo de la historia vuelve imposibles de recrear. Las obras de Émile Zola, Lev Tolstói, Benito Pérez Galdós y George Eliot son –en el sentido más profundo del término– inimitables, al tiempo que siguen dominando hasta la fecha la forma novela. Unas novelas que brotan a partir de la lucha por reconciliar las condiciones sociales de su propia creación con la historia de un modo de escritura; lo que en el ámbito anglosajón se denomina "novela modernista" es, justamente, una tentativa para solucionar dicho conflicto, como lo es también la novela comercial en cualquiera de sus cada vez más pobres variantes. Cuando hoy, en cualquier reseña, leemos "novela literaria" (o serious novels en inglés), asistimos al intento de lo que es una tarea imposible, la de regresar al pasado.Fredric Jameson examina las teorías más influyentes del realismo artístico y literario, abordando el sujeto mismo a partir de las condiciones previas, sociales e históricas, que condicionaron la aparición del realismo. La novela realista compaginaba una atención al cuerpo y sus estados emocionales y sensibles con un énfasis en la búsqueda de la realización individual dentro de los límites de la historia.En la escritura contemporánea, otras formas de representación –para las cuales el término "posmoderno" resulta demasiado simplista– se han visibilizado: por ejemplo, en la ficción histórica de una Hilary Mantel o en la pluralidad estilística de las novelas de un David Mitchell. La ficción contemporánea se revela entonces como protagonista de unos experimentos sorprendentes en la representación de las nuevas realidades de una totalidad social de alcance global, de la guerra tecnológica moderna y de unos desarrollos históricos que, a pesar de que saturan cada rincón de nuestras vidas, solo se hacen evidentes en muy contadas ocasiones, por medio de los más extraños dispositivos formales y artísticos.En una coda, Jameson explica cómo las narrativas "realistas" sobrevivieron al fin de la época del realismo clásico. Abundando en ello, Jameson argumenta, en favor del estudio riguroso de la cultura de masas y de la ficción popular, unas razones que trascienden el periodismo perezoso y los tópicos fáciles que asuelan la última hornada de estudios culturales.

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Informazioni

III
¿Es todavía posible hoy la novela histórica?
Greifst in ein fremdestes Bereich,
Machst frevelhaft am Ende neue Schulden,
Denkst Helenen so leicht hervorzurufen
Wie das Papiergespenst der Gulden.
[Tocas con la mano unos dominios del todo extraños para ti
y, temerario al fin, contraes nuevas deudas.
Piensas evocar a Helena con igual facilidad
que a ese fantasma de papel moneda.]
J. W. Goethe, Faust, Parte II, Primer Acto, vv. 6195-6199.
Bereits im »Saal des Thrones« hatte Mephisto die künftigen Schatzgräber auf die »Nachbarschaft der Unterwelt« (5017) aufmerksam gemacht. Denn die von der Geschichte zurückgelassenen und vergessenen Schätze warten […] wie historische Figuren im Hades auf ihre Wiederentdecker, die »Schatzbewußten« (5016). Was die Vergangenheit vergraben und begraben hat, versucht die Gegenwart heraufzuholen, wenngleich nur als das täuschende Bild, das sie sich von jener Vergangenheit macht. Eine archäologische Dimension ist den scheinbar einander so fremden Erscheinungen gemeinsam: dabei ersetzen Be­schwörung bzw. >Schatzanweisung< die Ausgrabung, so daß der Realitätsgehalt des durch Magie Beschworenen und des durch Papiergeld Angewiesenen ungewiß schwankt.
[Ya en la escena de la «sala del trono», Mefistófeles había recordado a los futuros buscadores de tesoros la «proximidad del inframundo»; ya que los tesoros abandonados y olvidados por la Historia esperan (…) a los «conocedores de tesoros» como esperan en el Infierno las figuras históricas a sus redescubridores. Lo que el pasado enterró y escondió, intenta el presente resucitarlo, aunque sólo sea como la imagen engañosa que uno se hace de aquel pasado. Hay, pues, una dimensión arqueológica común en todas estas apariencias supuestamente tan diferentes: la conjura o la «búsqueda del tesoro» reemplaza la excavación, de modo que el contenido de realidad oscila de modo incierto entre lo conjurado mediante la magia y lo que depende del papel moneda.]
Heinz Schlaffer, Faust Zweiter Teil. Die Allegorie des 19. Jahrhunderts, Stuttgart-Weimar, Verlag J. B. Metzler, 1998, p. 100.
Perry Anderson, en su histórico estudio sobre el género[1], nos recuerda que la novela histórica nunca ha sido tan popular ni tan abundante como en la actualidad, una afirmación que parece contradictoria a la luz del debilitamiento actual de la conciencia histórica y del sentido del pasado, hasta que se entiende esa producción como síntoma y como compensación simbólica.
¿Pero de qué tipo de novela histórica estamos hablando aquí? ¿De las «historias» de la editorial Harlequin, en las que se presenta un cuento romántico contra este o aquel drama de época? ¿De la reconstrucción, al estilo de la Escuela de los Annales, de los hábitos y costumbres peculiares de un segmento seleccionado del pasado? ¿De los intentos de reconstruir fielmente la situación histórica en la que esta o aquella figura histórica «real» tomó determinada decisión fatal? ¿De la «sensación» de un gran evento (Pompeya, la llegada de los conquistadores al Nuevo Mundo) a través de los ojos de un personaje imaginario (probablemente condenado a reproducir los movimientos de este o aquel paradigma subgenérico tan estereotipado al menos como el «cuento romántico» con el que comenzó esta enumeración)? La novela histórica parece condenada a hacer selecciones arbitrarias del gran menú del pasado, dividido en innumerables segmentos o periodos diversos y coloridos, para degustar los muchos sabores historicistas; siendo todo ello ahora, en plena globalización, de valor aproximadamente igual (o, como diría Ranke, «igualmente cercano a Dios»). En cuanto a los protagonistas, también son ahora más o menos equivalentes: Julio César, Huang Di, Genghis Jan, Stalin, Shaka…: elige según tu gusto o tu estado de ánimo actual, como reflejo del estatus ambiguo y en peligro del sujeto o identidad individual, ya no centrado o unificado y capaz de descomponerse en otras tantas posiciones de sujeto (o incluso de afrontar su propia extinción, como en la famosa «muerte del sujeto» postestructuralista). ¿Cómo confiar en la presencia y estabilidad de cualquiera de las figuras de relieve supuestamente histórico mundial del pasado, cuando hemos perdido las nuestras? En resumen, tenemos que vérnoslas aquí, como con el realismo, con una forma o género imposible que sin embargo, como sugiere Anderson, todavía se practica asiduamente.
Pero esa puede ser una razón excelente para suscitar más sospechas sobre el género en cuestión, que tan a menudo se ha tachado de servir a fines políticos, de los que el nacionalismo sólo es el más obvio. Pero el inventor de la forma moderna en sí misma, del que a menudo se ha creído que sintonizaba con el protagonista de su narración, aquel escocés coleccionista de materiales populares anecdóticos (como otros coleccionaban cuentos de hadas y canciones populares), tenía de hecho una finalidad más compleja, aunque no menos ideológica, en concreto la producción de la «britaneidad» y del nuevo concepto identidad de «Gran Bretaña». En cuanto al mejor novelista estadounidense del siglo pasado, su testimonio de la experiencia de la derrota ha caído bajo una luz más ambigua por la demostración pionera de Peter Novick de que el Sur, tras haber perdido la Guerra Civil, logró luego conquistar la profesión académica de la historia en Estados Unidos[2], abriendo las compuertas de una nostalgia no menos tóxica que la de la celebración británica en los años de posguerra del bien probado sistema de clases o del Raj. ¿Es posible, entonces, que una población socialmente nivelada y plebeyizada encuentre una gratificación fantástica en las imágenes de unas relaciones sociales jerárquicas y de unos anticuados sistemas de privilegio? Por otra parte, las historias románticas de Harlequin y similares sugieren que tales configuraciones también son propicias para las fantasías libidinales y el cumplimiento de deseos, de modo que la novela histórica se adecua formalmente a las necesidades de género y de clase (por no hablar de las racistas). Un género de ese tipo exige un sistema de prueba ideológica bastante más complejo que el que llevaría instintivamente al lector habitual a celebrar a los héroes y momentos históricos de resistencia heroica, derrota o incluso triunfo de otros pueblos. Hoy día, cuando la retórica de la nación ha sido suplantada en gran medida por la de los pequeños grupos (de cualquier tipo), se nos puede disculpar por preguntarnos qué puede hacer legítimamente por nosotros una forma tan contaminada.
Mientras tanto, la victoria y sus celebraciones triunfalistas han caído en todas partes bajo una sombra de duda, ya que se supone que los vencedores se corrompen siempre de inmediato, convirtiéndose en «el Estado». La convicción de que las revoluciones siempre son confiscadas, si no derrotadas, no inspira un esfuerzo por repensar y revitalizar el concepto de revolución como tal, sino más bien la glamurización del testimonio y la memoria y la fetichización de los llamados «lieux de mémoire». La industria del Holocausto debería ofrecer una legitimación renovada para la novela histórica como forma[3], pero las historias orales y la documentación local, que llenan el mercado, desplazarían a las ficciones si no estuvieran ya paralizadas por el problema formal de narrar lo colectivo.
En el capítulo anterior simplifiqué el «pentágono dramático» de Kenneth Burke reduciéndolo a una oposición entre el acto y los agentes por un lado y la escena por otro, descubriendo así que habíamos acabado reproduciendo simplemente una oposición muy antigua y estigmatizada filosóficamente entre el sujeto y el objeto, que nadie tiene gran interés en perpetuar. Pero esta renuencia tiene menos que ver con la forma de la oposición binaria como tal, que con su omisión de un elemento fundamental en el esquema, un tercer componente perdido en todas esas definiciones y conflictos, que es simplemente la colectividad como tal. Dejemos que el gran poema de Brecht sobre el cambio dinástico en las sociedades tradicionales evoque su omnipresencia invisible:
Wenn das Haus eines Großen zusammenbricht
Werden viele Kleine erschlagen.
Die das Glück der Mächtigen nicht teilten
Teilen oft ihr Unglück. Der stürzende Wagen
Reißt die schwitzenden Zugtiere
Mit in den Abgrund.
[Cuando se vino abajo la casa de un grande
muchos pequeños resultaron dañados.
Los que no comparten la fortuna de los poderosos
a menudo comparten sus desgracias. El carro que cae
arrastra consigo al abismo a los bueyes sudorosos][4].
Lo individual y lo colectivo se oponen aquí en las personas del señor y el súbdito, pero cada uno de ellos se opone de modo diferente a la Escena, en el sentido del modo de producción en el que se desarrolla esa lucha de clases (aquí el llamado modo de producción asiático, hoy el del capitalismo). Es tentador caracterizar la novela histórica como la intersección entre la existencia individual y la Historia, el rayo de las guerras y revoluciones que golpean de repente una aldea pacífica o una vida cotidiana urbana. En otro lugar tomé prestada la fórmula heideggeriana que expresa el surgimiento y la retirada simultáneos del Ser para caracterizar textos que, de una forma u otra, y excepcionalmente, «hacen que la Historia aparezca», aunque sea de forma intermitente[5]. Desdichadamente para la teoría literaria, tales textos no tienen por qué ser siempre novelas históricas. De hecho, como veremos más adelante, el principal teórico de la novela histórica (Georg Lukács) se ve llevado por su compromiso con la visión representativa de las tendencias históricas profundas (el futuro de la sociedad que secretamente opera en su presente) a la conclusión implícita de que nuestra verdadera novela histórica, hoy día, no es en absoluto la novela histórica, sino más bien el realismo como tal.
Por eso, si queremos mantener la novela «histórica», parece que nos veremos forzados a retroceder desde nuestra alternativa sujeto / objeto y a optar, pese a nosotros mismos, entre algunos Acontecimientos históricos fechados y nombrados (la caída de Savonarola, la Expedición Siciliana, la invasión de Rusia por Napoleón) y esa cosa escénica más general que es un periodo histórico, un marco o una cultura (Tenochtitlán, la era de los barcos balleneros, alguna distopía de un futuro lejano, o Nueva York en la década de 1950), todos los cuales solemos visualizar espacialmente, y no temporalmente.
Pero ya que la Historia también tiene una historia, la relación entre esos polos variará considerablemente desde su cuasi invención hacia la época de la Revolución francesa. Antes de ella, la crónica de los reinados de reyes y reinas (que pasaba por historiografía) dejaba poco espacio para la diferencia y el cambio social o cultural, para la historicidad o el historicismo, una forma de conciencia que se puede decir que data de la «Querelle des anciens et des modernes» (1687-1714)[6].
Pero los reyes y las reinas, la historia dinástica, sobrevivieron a las crónicas en la forma de esos protagonistas más nobles que nosotros (como podría decir Northrop Frye, siguiendo a Aristóteles), y, bajo el disfraz de lo que Hegel llamó «individuos histórico mundiales», dominaron la novela histórica al menos hasta que formas más modernas de nacionalismo –los protagonistas alegóricos de la nación y el pueblo– ocuparon su lugar, y las clases más bajas de campesinos y proletarios comenzaron a aparecer esporádicamente.
Aparecieron entonces los grandes líderes (o dictadores) ideológicos modernos, en el momento en que la historiografía comenzó a dudar de sus propios métodos antropomórficos y a proyectar los estudios del pasado al estilo de los Annales, que eliminaron por completo a los actores narrativos. El cuestionamiento de la categoría del Acontecimiento, no obstante, apenas quita razón de ser a la novela histórica, ya que puede entonces asumir enérgicamente la tarea de desmantelar todas las ilusiones heredadas, empezando por las que tienen que ver con los propios héroes históricos y sus «victorias». Así que tenemos protagonistas en los que ya no creemos, y masas que son en el mejor de los casos imaginarias, y a ese material poco prometedor aportamos nuestra incredulidad sobre las grandes narraciones de acontecimientos decisivos y el genuino cambio o desarrollo histórico. Lo que parece sobrevivir en el mejor de los casos es un cúmulo de nombres y un almacén sinfín de imágenes. ¿Qué tipo de Historia puede esperarse que «haga aparecer» la novela histórica contemporánea?
1.
Lo que se conserva con mayor frecuencia de los ensayos de La novela histórica[7] es la distinción entre el individuo histórico-mundial y el héroe promedio, una oposición formal y estructural derivada del Waverley de Scott (1811), que figura en la mayoría de los estudios como la primera novela histórica moderna y que sirvió sin duda de modelo para la mayoría de las que se escribieron en la primera mitad del siglo XIX, así como de paradigma para la tradición operística más fértil. Paradójicamente, como veremos, las dos mayores novelas históricas del periodo parecen no obedecer ninguna de ellas a esa fórmula; volveremos a ellas más adelante.
Lo que se aprecia con menos frecuencia en el estudio de L...

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