Las Cruzadas
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Las Cruzadas

Carlos Ayala de Martínez

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Las Cruzadas

Carlos Ayala de Martínez

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Las cruzadas fueron y son en la actualidad un motivo de reflexión para historiadores y políticos del panorama mundial, y en este libro se analizan con detenimiento todas las cruzadas realizadas desde Europa incluidas las peninsulares y destacar que desde hace más de treinta años no se había publicado un texto de un autor español sobre este apasionante tema.

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Informazioni

Anno
2014
ISBN
9788415930266
Edizione
1
Argomento
Historia
El arquetipo: la primera cruzada
CLERMONT Y SU PROYECCIÓN HISTÓRICA
URBANO II, UN PAPA REFORMISTA
El pontificado de Urbano II estuvo marcado fundamentalmente por dos acontecimientos: el enfrentamiento con el emperador alemán Enrique IV y el comienzo del movimiento cruzado. Ambos hechos son consecutivos en el tiempo y obedecen a una misma lógica orientadora de la estrategia papal, la de la aplicación de los principios de la reforma a la que su antecesor, Gregorio VII, había dado apellido: la reforma gregoriana.
Como ya sabemos, la reforma fue la reacción de una Iglesia fortalecida frente a las insoportables y ya centenarias injerencias del poder secular en su funcionamiento, pero fue algo más: constituyó la apuesta de la Roma papal para conformar el mundo civilizado según un modelo propio, el de la hegemonía pontificia sobre una sociedad profundamente eclesializada.
El enfrentamiento con el emperador ejemplifica bien la primera de estas facetas. Se trataba de un conflicto heredado, casi enquistado en Occidente, cuya razón fundamental giraba en torno a las investiduras de obispos y otras dignidades eclesiásticas. La Iglesia, que despertaba de un largo y oscuro letargo y que, ante todo, buscaba el control de su propia estructura, reclamaba para sí el derecho a nombrar y dar posesión de esas dignidades a los candidatos que estimaba oportuno. Pero el emperador, y con él no pocos reyes de la cristiandad latina, consideraban que tenían mucho que decir en materia de nombramientos, ya que a través de éstos los elegidos se situaban en puestos políticamente relevantes y asociados a cuantiosas rentas.
El conflicto es complejo y posee muchas derivaciones, pero su gravedad se incrementó cuando las censuras papales contra Enrique IV provocaron el cisma: el emperador convirtió en papa a un obispo de su parcialidad que adoptó el nombre de Clemente III. Cuando Urbano II subió al trono pontificio, el antipapa Clemente llevaba ya cuatro años gobernando a una buena parte de los episcopados alemán e italiano, y además lo hacía desde Roma. No se trataba de un mero hombre de paja del emperador, más bien era un eclesiástico forjado en los principios de la reforma pero que pensaba que ésta nunca podría triunfar al margen y menos en contra del emperador.
Toda la primera parte del pontificado de Urbano II se orientó a poner fin al cisma, que realmente estaba desgarrando a la Iglesia romana. Durante ese período primó el espíritu pragmático de la concesión negociadora, algo que algunos reformistas de la línea gregoriana más dura, aquéllos que no deseaban ceder el más mínimo trecho de independencia eclesiástica, no acababan de entender en un papa tan imbuido de reformismo como lo era Urbano. Finalmente su tesón e inteligente estrategia se impusieron, y aunque Clemente III no renunciaría nunca a la tiara mientras viviera –y lo haría hasta 1100–, Urbano pudo hacerse definitivamente con el control de Roma en 1094 y poner contra las cuerdas al emperador alemán.
A partir de entonces Urbano II se mostraría menos flexible en el tema de la reforma, y ésta no tardaría nada en mostrar su cara más ambiciosa, la del liderazgo papal sobre una sociedad eclesializada en su realidad y, sobre todo, en sus valores. No es extraño que la maquinaria de la cruzada, expresión última de esta segunda faceta de la reforma, se pusiera en marcha en 1095, siendo el concilio de Clermont el gozne en el que confluyen los dos aspectos de la única reforma, la que, frente a cualquier otro líder secular, situaría al papa al frente mismo de la cristiandad. El planteamiento de Clermont, como veremos a continuación, presenta en este sentido una extraordinaria coherencia. No hay más que analizar las decisiones allí adoptadas y las características de la escenificación en que se produjeron.
LAS DECISIONES CONCILIARES DE CLERMONT Y SU CONTEXTO ESCÉNICO: LA PREDICACIÓN DE LA CRUZADA
La preparación
Clermont no fue un concilio ni mucho menos improvisado. En la primavera de 1094, nada más hacerse con el control del palacio de Letrán, la residencia papal en Roma, Urbano II diseñó toda una estrategia de consolidación de su triunfante reformismo que le obligaría a poner en práctica un planificado “viaje apostólico”. El primer destino sería Piacenza, en el corazón de la Italia del norte donde tan en entredicho había estado su autoridad poco tiempo antes. Allí, en marzo de 1095, tuvo lugar una magna convocatoria conciliar a la que acudieron obispos italianos, borgoñones, franceses y alemanes. El objetivo era fijar sin género de dudas los fundamentos doctrinales de la reforma, con las consiguientes condenas de cuantos “vicios” se oponían a ella: simonía, nicolaísmo, relajación disciplinaria... Sabemos que también allí acudieron embajadores bizantinos y que ya entonces se dio publicidad a la supuesta opresión a la que debían hacer frente las comunidades cristianas de Oriente, así como a las dificultades de subsistencia del imperio ante la ofensiva de los turcos. Se trataba, desde luego, de un escenario que en la planificada estrategia de Urbano II no es posible desvincular de Clermont.
A esta última localidad situada en Auvernia, al oeste de Borgoña y al norte del condado de Tolosa, el papa llegó en noviembre de 1095, tras un largo itinerario que le hizo tomar contacto con tres personajes que de manera más o menos directa se asocian al programa del expansionismo reformista en su versión cruzada. El primero de ellos era Ademar de Monteil, obispo de Le Puy, localidad donde el papa se hallaba en agosto y desde la que convocó formalmente el concilio; Ademar no hacía mucho había visitado Tierra Santa y, en seguida, sería distinguido con la legación papal de la cruzada. El segundo de los contactos pontificios era el conde Raimundo IV de Tolosa, con el que probablemente se entrevistó el papa en Saint-Gilles. El conde Raimundo se había distinguido por emplearse a fondo en iniciativas que de un modo u otro se hallaban relacionadas con la versión papal de la guerra santa, entre ellas, como veremos en su momento, en la reconquista española; aunque la realidad sería luego muy distinta, por entonces el papa pensaba hacer de él el brazo armado que sostuviera con su pericia militar el liderazgo papal de la futura cruzada, una especie de Aarón junto a Moisés, en la conocida expresión del cronista Baldric de Dol. El tercero de los personajes era el gran abad de Cluny, san Hugo, junto a quien aparece el papa consagrando el altar abacial de la nueva y grandiosa ampliación de la basílica –la llamada Cluny III– apenas un mes antes de la celebración del concilio de Clermont. No está probada la directa relación de los cluniacenses, y concretamente de su abad Hugo, en la puesta en marcha del movimiento cruzado, pero desde luego sí es evidente una conexión indirecta. Cluny, arsenal de reformadores papales –el propio Urbano II había sido prior de la abadía ya bajo el largo gobierno abacial de san Hugo–, era modelo de “libertad romana”, según palabras del también cluniacense Gregorio VII, y por tanto símbolo del reformismo liderado por el papado; la propia basílica, jurídicamente blindada contra cualquier injerencia de los poderes temporales, no dejaba de ser un trasunto arquitectónico de la Jerusalén celestial con la que tantos cruzados soñarían encontrarse en su camino a Palestina. En cualquier caso, no cabe duda de que Urbano II contaría con la activa militancia espiritual de los monjes negros en la empresa que estaba entonces a punto de acometer.
Las decisiones
Es de sobra conocido que el concilio de Clermont se desarrolló en dos tiempos, el de las sesiones formales iniciadas el día 18 de noviembre, en las que se ventilaron las cuestiones canónicas que lo habían motivado, y ese broche final de la predicación cruzada que el 27 de noviembre se produjo ante la muchedumbre expectante congregada frente al atrio de la catedral.
Los 32 cánones aprobados lo fueron por una asamblea compuesta mayoritariamente por obispos y dignidades francesas, si bien casi todas ajenas a los dominios directos del rey de Francia, Felipe I, que iba a ser excomulgado el primer día del concilio por su escaso respeto a la jurisdicción eclesiástica y, sobre todo, por su escandalosa conducta moral. Había también algunos prelados italianos y unos pocos alemanes y españoles, entre estos últimos concretamente los arzobispos de Toledo y Tarragona.
En un porcentaje abrumador, los cánones aluden a problemas de disciplina. Nuevamente eran condenadas las prácticas de simonía, nicolaísmo e investidura laica. Era preciso sanear el clero y someterlo inapelablemente a la autoridad de la Iglesia sin consentir la más mínima injerencia secular. En este sentido, destaca por su radicalidad el canon diecisiete, que sencillamente prohibe a cualquier obispo o simple presbítero prestar juramento de fidelidad a un laico, reyes incluidos naturalmente: ut episcopus aut presbyter fidelitatem laicis non faciat. No podía expresarse con mayor claridad uno de los objetivos prioritarios de la reforma: la independencia de la Iglesia como condición necesaria y previa al ejercicio de una creciente influencia social.
Esa creciente influencia se traducía en la imposición de un orden moldeado por la propia Iglesia que expresamente sirviera a sus intereses, y ese orden en este momento tenía un nombre, el de la Paz de Dios. No es extraño que el primer canon consagre este principio materializándolo en tregua formal e inviolable que habría de tener lugar entre lunes y jueves. La energía de la violencia injustificada era así domesticada por la Iglesia y orientada a fines que, ante todo, fueran expresión de sus designios; otros cánones insisten en este principio complementándolo con la defensa del derecho de asilo eclesiástico o la protección de los bienes del clero. Ahora bien, esos designios hacia los que la Iglesia deseaba orientar, santificándola, la violencia de los “caballeros del mundo”, no eran otros que los referentes al itinere Hierosolymitano. El canon segundo, es decir, el inmediatamente posterior al de la consagración universal de la Tregua de Dios, invitaba a comprometerse con el peregrinaje liberador, y lo hacía transformándolo en un camino de penitencia redentora: “quien movido únicamente por la devoción, y no por la obtención de honores o riquezas, acudiera a Jerusalén a liberar la Iglesia de Dios, su peregrinación le sería computada como penitencia”. Peregrinación redentora y cruzada liberadora quedaban así identificadas.
La lógica interna de las medidas adoptadas en Clermont habla por sí sola: la Iglesia, sobre la sólida base de una estructura saneada, debidamente controlada e independiente respecto al poder político, deseaba cimentar una sociedad pacificada por su propio arbitraje moral y que, bajo el indiscutible liderazgo pontificio, fuera capaz de proyectarse fuera de sus límites occidentales, a través de la experiencia liberadora y salvífica de la cruzada.
Este era el programa del reformismo pontificio, y a ponerle colofón escénico fue destinada la jornada del 27 de noviembre de 1095, aquella en la que Urbano II se dirigió no solo a los prelados de la Iglesia sino al pueblo en general, al que transmitió su voluntad de implicarlo en una empresa sin reyes que, siendo la del conjunto de la sociedad concebida como Iglesia, tendría al papa como único líder.
La predicación
Como es bien sabido, no se conserva ningún acta que recoja el contenido del discurso pronunciado por el papa. Sus palabras nos han llegado a través de diversos testimonios cronísticos, cuyos autores, próximos al acontecimiento –incluso en algún caso posible testigo del mismo–, las interpretaron desde su personal perspectiva, y lo hicieron además con posterioridad a la toma de Jerusalén y la consumación de la primera cruzada, no antes, por tanto, de la primera década del siglo XII. No obstante, son muchos los especialistas que, sobre el análisis comparativo de los textos de que disponemos, así como de otros testimonios de carácter documental, han creído poder reconstruir los puntos esenciales de aquel discurso, y esos puntos se reducen básicamente a tres cuestiones: el objetivo del llamamiento, los destinatarios de éste y los efectos que de su materialización podrían derivarse para la propia sociedad interpelada.
Aunque la historiografía no es unánime a la hora de señalar el que considera objetivo prioritario de la predicación del papa, es bastante claro que éste aludió a dos justificaciones: por un lado, la ayuda debida a los cristianos orientales cruelmente amenazados por los turcos, tal y como se desprendía de las desesperadas peticiones de auxilio cursadas por el gobierno bizantino, y por otro lado, la liberación de la ultrajada Tierra Santa y de modo particular de Jerusalén. Evidentemente, que fuera uno u otro el objetivo prioritario del llamamiento puede hacer variar notablemente la valoración histórica del discurso. No es lo mismo que el papa pusiera en marcha el engranaje de la cruzada para consolidar las posiciones de Bizancio en Oriente y, de paso, contribuir a liberar Tierra Santa, que, por el contrario, fuera la liberación de Palestina, y en particular de la ciudad más que simbólica de Jerusalén, la apuesta particular de Occidente que, solo de manera indirecta, permitiría un respiro para Bizancio. Nos situamos, en cualquier caso, en el nivel de las justificaciones: la primera alternativa es en la que quiso creer Alejo I, pero no cabe duda de que para el papa era la segunda la que se adecuaba a su estrategia expansiva. Modernos autores como Cowdrey y Riley-Smith no dudan en subrayar el objetivo jerosolimitano como la prioritaria preocupación del papa Urbano.
Si nos fijamos en el tema de los destinatarios, es preciso hacer alguna puntualización. El discurso papal –el propio montaje escenográfico de Clermont invitaba a ello– va dirigido al conjunto de la sociedad. Todos los miembros de ésta, sin distinciones de condición social, edad o sexo, estaban llamados a comprometerse en la aventura cruzada, pues eran la expresión totalizadora de la Iglesia. El papa no se dirigía a los reyes y a sus guerreros, convocaba al pueblo de Dios. Dicho esto, no cabe duda de que Urbano II, al que como veremos en seguida no tardaría en escapársele de las manos su ambigua y “democratizante” convocatoria, pensaba fundamentalmente en los nobles. Y es que no debemos olvidar que en el discurso eclesiástico del reformismo, ellos vienen a encarnar el ideal del caballero cristiano, aquel que, tras la purificación de su oscura identidad originaria, la del uso secular de la violencia, es llamado a convertirse en sostenedor de la fe y representante él mismo de un ejemplar comportamiento a mitad de camino entre la sacralizada caballería y la religiosidad militante.
La predicación papal concluye con una interesante reflexión, la de los positivos efectos que podían derivarse para la sociedad a partir del éxito de la convocatoria. Son efectos sanadores y también preventivos que redundarían en beneficio de todos. En primer lugar, de los caballeros: el paso de la malitia mundana, en la que se hallan involucrados a la militia cristiana –el conocido tema de la conversión abordado por san Bernardo no muchos años después con relación a los templarios–, lo recogen ya los cronistas de la primera cruzada. La catarsis cruzada se presenta así como la adecuada e impactante propuesta eclesiástica para transformar la vida de quienes hasta aquel momento se habían situado al margen de la Iglesia y sus preceptos. Independientemente de que no siempre –en realidad nunca– estemos en condiciones de conocer las profundas motivaciones de quienes se movilizaron ante el llamamiento papal, no cabe duda de que éste afectó a un importante número de caballeros que optaron por una radical transformación de su inmediato pasado, con frecuencia empañado por la violencia, por todo un programa de futuro, al menos teóricamente envuelto en el idealismo. Pero ya sabemos que no fueron los caballeros los únicos destinatarios del mensaje papal, y desde luego no fueron los únicos que se sumaron al nuevo “proyecto purificador”: el arzobispo-cronista Baldric de Dol nos habla, aludiendo implícitamente al profiláctico valor del llamamiento papal, de giróvagos y gente plebeya acudiendo con voluntad de conversión a la sagrada convocatoria. La Iglesia conseguía de este modo un doble objetivo: contribuir a la pacificación del Occidente eliminando algunos de sus factores de violencia –la cruzada se sitúa así en la perspectiva del movimiento de la Paz de Dios– y canalizar dispersas energías en servicio de los intereses propios del reformismo expan...

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