Españoles, Franco ha muerto
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Españoles, Franco ha muerto

Justo Serna

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Españoles, Franco ha muerto

Justo Serna

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Cuando el Generalísimo Francisco Franco muere el 20 de noviembre de 1975, el autor de este libro apenas rebasa los 16 años, escasísima edad para analizar los hechos o para vislumbrar el porvenir con alguna claridad.Es un joven leído e ignorante, nacido en el seno de una familia tibia, propia de franquismo sociológico. Resulta un ejemplo, un epítome, como tantos otros educandos del franquismo: es un varón púber, un muchacho que sabe poquísimo de la Guerra Civil y del Régimen de Franco.A los 8 o 9 años descubre que él ha nacido en Zona Roja, que Valencia fue vanguardia antifranquista. No lo lleva bien. Le resulta decepcionante que su patria chica haya sido avanzadilla del republicanismo.Crece, malamente, con el convencimiento de que un jefe de Estado es una figura irrevocable, de que don Francisco Franco Bahamonde es vitalicio, felizmente vitalicio. En su familia no le han alertado de ese error perceptivo. No sabe ver o interpretar lo que ve en su entorno o en esa televisión marcial y rotunda.Todo conspira contra la claridad. Su madurez, su única madurez, será aprender la cultura de la democracia, la lección de las libertades. Estudia historia. La política no siempre es un juego de suma cero. A veces ganamos todos; a veces vemos cómo se hunden nuestros ideales. Pero los ideales no son mejores que la realidad más basta.La vida política es sumamente imperfecta, pero quienes han vivido lo peor o lo más triste saben qué es lo aceptable, lo tolerable, lo medianamente adecuado. Años de exilio, de cárcel, de represión enseñan a aguantar. A padecer y a aspirar.Cuando muere Franco, todo se abre, todo es posible, todo es factible, en un país rezagado cuyos habitantes protestan y se aúpan. La vida es algo más que este Régimen agonizante, un sistema político que flirteó con los fascismos y que luego se adaptó a la Guerra Fría.

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Informazioni

Anno
2016
ISBN
9788415930747
Edizione
1
Argomento
Historia
1. Historia y memoria
¿De qué hablamos cuando hablamos de memoria colectiva?
¿Podemos hablar de memoria cuando el pasado histórico no lo hemos vivido personalmente? Por alguna razón, la noción de memoria colectiva, que es habitual, que es frecuente entre nosotros, y cuyo uso también se da en el ámbito académico, en la vida corriente y en los medios de comunicación, me produce incomodidad. Me produce malestar como individuo, y este hecho, simple y particular, me obliga a interrogarme.
¿Por qué razón experimento esa desazón cada vez que oigo apelaciones a la memoria colectiva? ¿Será acaso por las condiciones en que nací y crecí? Nací cuando acababa la autarquía franquista, cuando despuntaba un desarrollo turístico que parecía amenazar la estabilidad del orden católico, cuando empezaba la oposición universitaria al régimen franquista y, sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando comenzaban las emisiones en España. Es decir, pertenezco a la primera generación estrictamente catódica, aquella primera generación que aprendió a ver la tele, el mundo y el entorno cuando los severos programadores de Prado del Rey aprendían también su uso y su gestión.
Nací, además, en el seno de una familia adaptada al Régimen, una familia que no se consideraba ni vencedora ni derrotada, una familia característicamente contemporizadora, propia de lo que se llamó el franquismo sociológico, y en la que se mezclaban el miedo, el silencio, la resignación y la expectativa. Mis mayores invocaban una y otra vez el pasado colectivo, el recuerdo de un desastre y de un pánico, el de la Guerra Civil y el del hambre de la posguerra. Mis padres hacían continuos ejercicios de memoria o lo que ellos creían que eran constantes ejercicios de memoria para instruirme, para educarme, para aplacarme.
Insisto: ¿por qué me molesta tanto la apelación habitual y pública que en España se hace a la memoria? Soy un individuo que se desconcierta. Pero soy también historiador, ese historiador que fue adolescente y que ha crecido, que ha leído, que ha estudiado y que no contesta sólo con emociones, con rencores y con afectos. Intentaré responder con frialdad y con pasión. Este libro es la prueba… Decía Vladímir Nabokov que deberíamos escribir con la frialdad del poeta y con la pasión del científico. Trataré de contestar con temperancia. Empezaré con preguntas, con muchas preguntas. Todo son preguntas.
¿Cuál es la tarea que emprende un historiador cuando entrevista a los supervivientes de un hecho? ¿Qué hace cuando rastrea las huellas dejadas por los protagonistas de un suceso en un documento escrito y ya cuarteado, en un documento que amarillea, cuando examina el trazado de una urbe en la que aprecia atisbos y vestigios de otros tiempos? ¿Qué pesquisa es ésa cuando se empeña en averiguar algo ignorado por sus contemporáneos, algo que, en principio, sólo a él le interesa y que les sucedió a unos antepasados remotos? ¿Rememora?
Es común designar dichas actividades con ese verbo o con otros sinónimos. Lo que llevaría a cabo el investigador —suele decirse— es hacer memoria de unos hechos olvidados. Desde antiguo, en nuestro lenguaje corriente, son frecuentes estas expresiones y con ellas nos referimos al pasado, a ese pretérito perfecto, acabado, al que regresaríamos con el fin de evocarlo, de desenterrarlo, de recuperarlo, de refrescarlo, de despertarlo.
Es tan habitual esta forma de hablar, es tan clásico ese modo de designar las cosas, que empleamos dicho verbo o sus sinónimos de manera literal, como si no tuvieran un sentido figurado, como si fueran evidentes. Y, sin embargo, son eso justamente, expresiones figuradas, y no denotan un acto, no describen al pie de la letra, sino que nos dan una representación sólo aproximada de algo que no es posible en esos términos literales.
Salvo que evoquemos hechos en los que tuvimos una participación directa, excepto que rememoremos circunstancias de las que fuimos testigos o en las que nos vimos involucrados, decir que una investigación histórica sobre el pasado es hacer memoria es, cuando menos, una licencia del lenguaje, una licencia que nos permitimos para pensar lo colectivo con un recurso individual. Esta licencia del lenguaje la empleamos porque asociamos un almacén de vestigios y de testimonios como el depósito de las reminiscencias. ¿Es legítimo hacerlo así?
Es legítimo, por supuesto, porque hacemos una analogía, pero esa lícita analogía suele entrañar múltiples problemas. Invocando la necesidad de ejercer la memoria por parte de una colectividad, apelando a la memoria de un pueblo o de otro agregado más o menos vasto, ha sido frecuente exigir de los contemporáneos pertenencias irrevocables, ataduras indesligables, herencias evidentes. Con ello se les expropia su primera condición, que es la de ser individuos, la de ser actores finitos y contingentes.
Aunque sólo fuera por eso, la idea de memoria colectiva, que —insisto— la entiendo y cuyo uso comprendo, me resulta dudosa, incluso antipática. La movilización general, ese odioso invento moderno que excita en nosotros el ardor guerrero, llevó a millones de europeos al frente de batalla en 1914 para inmolarlos. La estupidez criminal y la sordidez homicida se basaron en el deber de memoria, en el respeto de la identidad nacional y en la fidelidad a los muertos de siglos atrás. Me distancio de esas invocaciones para emprender un discurso distinto.
Volvamos a la pregunta que antes me formulaba. ¿Es efectivamente posible hacer memoria de un episodio ocurrido hace sesenta o setenta años por parte de un historiador que no estuvo en el lugar de los hechos, un individuo que ni siquiera había nacido? Reparemos brevemente en el caso de la fuente oral, el testimonio de alguien que sí estuvo allí y recuerda.
Supongamos que la tarea del investigador sólo fuera transcribir la evocación de los protagonistas, supongamos que sólo fuera un amanuense que reproduce el relato verbal de los supervivientes, supongamos que sólo registrara notarialmente lo que otros dicen o sostienen. ¿Estaríamos entonces ante un auténtico acto de memoria?
En primer lugar, lo usual es que no todas las evocaciones coincidan, que haya conflicto de relatos, que haya incongruencias entre esos registros de los testigos. Por tanto, como mucho, nuestro historiador no haría memoria, sino que recopilaría memorias, así en plural, yuxtaponiendo en ordenada sucesión narraciones de hechos que no son completamente coherentes entre sí.
En segundo lugar, no menos frecuente es el deterioro de las evocaciones posibles, es decir, no todas las exhumaciones de recuerdos las hacen los auténticos protagonistas o principales testigos, porque la muerte ha eliminado a algunos de aquellos testimonios imprescindibles y porque el paso del tiempo ha erosionado la viveza y la fidelidad con que los supervivientes recuerdan. Por tanto, esas memorias no siempre serían las mejores o las directamente relacionadas con los hechos evocados.
Si los recuerdos no coinciden al relatar los hechos antiguos o remotos, próximos y recientes y si además no siempre son los mejores, los más fieles, los más directos, la tarea del historiador es más compleja. Es más: al margen de la calidad de las evocaciones, al margen de la exactitud y congruencia de esas rememoraciones, el historiador interviene creando las condiciones que hacen posible el recuerdo y, por supuesto, al intervenir modifica, puesto que la observación altera lo observado.
¿Cómo? Al establecer un espacio y un tiempo que no estaban dados de antemano. Por tanto, los recuerdos de sus testigos son inducidos, estimulados, y esa tarea del historiador, que es la básica, al crear él mismo el documento oral, no se identifica con la memoria porque su trabajo es algo externo. Pero cambiemos ahora de argumento y reparemos en esas memorias individuales de las que el investigador haría registro o transcripción.
En principio, la memoria es una facultad individual, una función de nuestro aparato psíquico; pero es también el recuerdo mismo, la evocación concreta. Crecemos, maduramos, envejecemos y nuestra vida se adensa, se satura con recuerdos de circunstancias, de acontecimientos: en nuestro interior se agolpan y se yuxtaponen evocaciones que se alojan al margen de la importancia que a esos hechos recordados les demos, al margen de la relevancia histórica o personal.
Hay cosas que nos dejan indiferentes y que, por razones que ignoramos, persisten en nuestro fuero interno, lascas o minucias del pasado que perseveran en nuestro interior. Pero hay, además, otras cosas que jamás nos han sucedido, fantasías de hechos no ocurridos, laceraciones de las que creemos haber sido víctimas, audacias que nos atribuimos, quimeras o actos inexistentes que, sin embargo, se depositan en nuestra psique, ocupando un lugar, desplazando incluso el recuerdo de hechos verdaderamente acaecidos.
Es decir, en el ejercicio de la memoria se da la evocación de acontecimientos reales y de los que hemos sido protagonistas o testigos; se da también el recuerdo de episodios menores que, por algún azar asombroso, los retenemos sin que haya circunstancia especial que lo justifique; se da, en fin, la rememoración de hechos no sucedidos, de hechos que no nos han ocurrido, y que, por alguna suerte de prodigio o de delirio, de mentira piadosa o de herida irrestañable y dudosa, los tomamos como ciertos, hasta el punto de tener de ellos una imagen vívida, literal.
La memoria no es un atributo secundario: es nuestra principal cualidad. Después de la muerte, lo peor que nos puede suceder es justamente perder la memoria, olvidarnos de nosotros mismos, que es la forma de eliminar una identidad. Identidad es eso, lo que es igual a sí mismo, lo que perdura por encima o por debajo de lo diferente. Recordar es sobre todo recordarnos e ir añadiendo uno tras otro los hechos que nos constituyen y que son jirones de nosotros mismos, trozos adheridos. Ahora bien, la memoria no es una facultad que tenga por meta lo cierto; la memoria es una función desigual y engañosa que lleva a cabo operaciones muy poco fiables, incluso contrarias a la verdad; la memoria es relato, una narración en la que se encajan y en la que se hacen congruentes hechos, circunstancias, episodios; pero la memoria es sobre todo un sentido de las cosas, el significado que otorgamos a lo que recordamos.
Olvidar no es una tragedia. De hecho, en el caso de que fuera posible, recordarlo todo aún sería peor. Cuando tropezamos con este hecho y con este argumento es costumbre citar un célebre apólogo de Jorge Luis Borges: Funes, el memorioso. Me consentiré también esta rutina. Funes el memorioso vivía en un eterno presente de hechos populosos y antiguos que se le agolpaban impidiéndole pensar. El personaje de Borges era patético justamente por eso, porque no podía olvidar, que es lo más parecido al infierno, a ese espacio enorme, abarrotado, lleno de minucias y de detalles, repleto de abalorios inútiles de los que no podríamos desprendernos.
Lo que es dramático, lo que es verdaderamente dramático, no es el olvido, sino perder el sentido que le damos a lo que nos acontece, perder el sentido de lo que recordamos; lo verdaderamente doloroso es ignorar el significado particular y general que cabe dispensarle a los hechos que han constituido o que creemos que han constituido nuestra identidad.
Nuestra vida no es un relato, pero la pensamos como tal. O, mejor aún, la pensamos como una sucesión no siempre ordenada ni congruente de relatos en los que nos narramos y nos explicamos, encajando piezas. Pese a lo que se cree, el psicoanálisis no es sólo recordar lo que se había olvidado, no es sólo hacer regresar lo que estaba reprimido; el psicoanálisis es principalmente un ejercicio de rehabilitación, un ejercicio en virtud del cual se bus...

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