Más acá hay monstruos
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Más acá hay monstruos

Historia cultural

Justo Serna, Alejandro Lillo

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  1. 252 pagine
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Historia cultural

Justo Serna, Alejandro Lillo

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En Más acá hay monstruos contamos muchas historias, historias que otros nos han contado desde hace cien años o más: los relatos de la sociedad contemporánea, de ahora mismo; la del miedo que padecen los individuos corrientes. Pero también mostramos una anormalidad, las desviaciones espantosas de ciertos entes, de ciertos seres.¿Qué es un monstruo? Un ser, vivo o muerto, que nos atemoriza, que nos angustia. Un monstruo es una entidad que nos repele por su aspecto, por su comportamiento, por su alma, por su cuerpo. Menos mal que no existen, nos decimos para tranquilizarnos. Menos mal que son de otros tiempos más sombríos, nos decimos para aliviarnos.No, no. Más acá hay monstruos. En nuestra época, ahora, y en ese siglo XX que tan cerca nos queda. Habitan entre nosotros. Permanecen en sus despachos y en sus casas esperando la ocasión para infligir daño, para destruir. Mientras tanto, atienden los requerimientos de sus clientes o familiares.Pasean por los parques muy cerca de los niños, tomando nota de todo cuanto descubren; llevan y traen a los pasajeros en sus taxis, en los autobuses, en los aviones; defienden su país en tierras lejanas.Por eso son células durmientes, pero siempre vigilantes. Aguardan grave o levemente trastornados. Algunos parecen personas. ¿Personas? Incluso en ocasiones pasan por héroes, pero las bestias que llevan dentro corroen sus entrañas, pues ansían manifestarse.Dicen que más acá hay monstruos, fieras que quieren sorber nuestros fluidos y nuestra alma, que sueñan con despedazarnos, con aniquilarnos, con llevarnos al bosque, a esa espesura de la que nadie regresa, a esa ciudad en la que rigen el crimen y el anonimato.

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Informazioni

Anno
2015
ISBN
9788415930693
Edizione
1
Mala gente que camina
Mala gente que camina y va apestando la tierra...”
Antonio Machado
El origen
Resulta complicado aproximarse a ellos. Son de aspecto repugnante, cosa que nos incomoda. En todo caso no vienen en son de paz: si les dejas, se te abalanzan con pérfidas intenciones. Pese a todo nos gustaría interrogarles, preguntarles, aunque sabemos que sería imposible obtener respuesta alguna. Sin duda, los zombis deben de estar muy agradecidos a George A. Romero. Ya son cuarenta y muchos los años transcurridos desde que el director norteamericano filmara La noche de los muertos vivientes (1968), obra de culto en la que se sientan las bases del zombi moderno. Por si aún hay alguien en platea que lo ignore, con esta palabra designamos a muertos vivientes, muertos que caminan, muertos que carecen de alma y emociones, pero no de movimientos. Por aquella época, hacia 1968, nadie hubiera imaginado que más de cuatro décadas después, en pleno 2014, esos seres putrefactos y descompuestos iban a estar tan frescos, iban a gozar de tan buena salud: eso sí, apestando la tierra.
Lo cierto es que cuando Romero comienza a rodar en Pittsburgh, Pensilvania, no albergaba expectativa alguna sobre el proyecto. Ignoraba la consecuencia y la importancia que su obra iba a alcanzar para el cine de terror en los años posteriores. La noche de los muertos vivientes contó con un presupuesto muy bajo, ciento catorce mil dólares, y tanto la promoción como su repercusión fueron limitadas, debido principalmente a que ninguna de las grandes compañías cinematográficas aceptó distribuir el film.
Estrenada en primicia el 1 de octubre de 1968 en un cine del centro de la ciudad de Pittsburg, el plan de Continental Pictures, la compañía independiente que se hizo cargo de la película, era el de proyectarla al día siguiente, el 2 de octubre, en veinte cines de barrio y autocines de la zona. El éxito fue inmediato: todos los locales agotaron las entradas, e incluso muchas personas se quedaron sin verla ese primer día. Dado el impacto alcanzado entre el público, Continental Pictures decidió ir proyectándola de ciudad en ciudad, arrasando allá por donde pasaba: diez años después de su estreno había recaudado entre doce y quince millones de dólares en los Estados Unidos y unos treinta millones en el resto del mundo. Era un proyecto nutritivo y lucrativo que originará una larga serie de películas que llegan hasta nuestros días.
La noche de los muertos vivientes, cinematográficamente hablando, está lejos de ser una gran película. De hecho es un film torpemente realizado, con un guión flojísimo y con una actuación manifiestamente mejorable. Los saltos de cámara son de principiante, algunos le reprochan problemas de raccord. Sin embargo, su mérito es notable dado lo exiguo del presupuesto y el efecto de su puesta en escena. A pesar de todo, el talento de la producción y la dirección es palpable, el talento involuntario, pues hay escenas ciertamente impactantes que han sido repetidas hasta la saciedad en producciones posteriores. Hay imágenes que quedan, impresiones que no dependen de la calidad artística sino de la conmoción que provocan. Hay fotogramas que son estados del alma, una radiografía imprevista de seres vivientes y de figuras fantaseadas. En eso, al menos, la película de George A. Romero es insuperable.
Las circunstancias hicieron que, por razones económicas, el film fuera rodado en blanco y negro, incrementándose así la sensación de verosimilitud. Como una crónica verité. Como un registro verdadero. Este hecho, junto a la decisión de contar con actores desconocidos, causó una profunda impresión entre la audiencia: parecía más un documental que una ficción, parecía que lo narrado había sucedido realmente. Nunca antes se habían visto ante la cámara imágenes tan violentas, tan sangrientas, como las que pueden apreciarse en el film. El trabajo de Romero era distinto a todo lo conocido hasta entonces. Era algo verdaderamente horripilante, y más teniendo en cuenta que, por primera vez en la historia, un actor de raza negra protagonizaba una película de terror. Aquello sí debió de parecerles a muchos una pesadilla, y no los dichosos muertos vivientes.
Los zombis ya habían aparecido antes en la gran pantalla, pero se trataba de casos aislados, producto de algún tipo de conjuro vinculado con la magia negra o el vudú. Algo raro, extraño, de poca monta. Producciones como La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), Yo anduve con un zombi (Jacques Tourneur, 1943) o La maldición de los zombis (John Gilling, 1966) entrarían dentro de esta categoría. En cambio, en la película de George A. Romero la cosa es distinta: un satélite enviado al espacio regresa a la tierra llevando consigo una extraña radiación. Siempre hay algo externo, algo perturbador y ajeno. Ante esta amenaza el satélite es destruido, pero sus restos caen en territorio norteamericano, provocando en la Costa Este de los Estados Unidos que los cuerpos de las personas recientemente fallecidas vuelvan a la vida. ¿Es imaginable? ¿Es pensable? Vuelven, eso sí, con un hambre atroz y unas ganas tremendas de compartir su destino con el resto de la especie, en esos arrebatos de generosidad que de vez en cuando tenemos algunos seres humanos. ¿Generosidad, hambre?
El dato de la radiación extraterrestre como origen de los zombis no es un asunto menor, aunque al parecer fue un añadido de última hora. A comienzos de la Guerra Fría, un sector del pensamiento conservador estadounidense, aprovechando la amenaza que representaba la Rusia de Stalin para el modo de vida americano, lanzó una intensa ofensiva ideológica que tuvo un sorprendente éxito. Comenzó así una etapa de lucha contra el comunismo, tanto interno como externo, que vino acompañada por una intensa propaganda y adoctrinamiento anticomunista.
A nivel geoestratégico, además, la tierra comienza a dividirse en dos bloques, en dos mundos antagónicos que tratan de imponer su supremacía sobre el planeta. Esta situación de tensión y temor ante un futuro incierto y amenazante, va a hacerse notar en todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo el de las producciones cinematográficas. En Hollywood, especialmente durante la década de los cincuenta, van a proliferar toda una serie de films de ciencia-ficción que reflejarán las inquietudes, las aprensiones y los peligros que palpitan en la sociedad norteamericana del momento.
Uno de esos temores, aparte del de la invasión extraterrestre que esconde el miedo a una invasión comunista y que se repite en muchas de las películas del género durante esos años, es el del pavor a la radiación atómica: ya sea por los efectos que la radioactividad puede provocar en los humanos (El increíble hombre menguante, Jack Arnold, 1957), ya sea porque el peligro o el enemigo son siempre radioactivos (El enigma de otro mundo, Christian Niby, 1951). Y aunque tras la crisis de los misiles en Cuba (1962), la paranoia vinculada con la situación internacional se vuelve menos asfixiante, las inquietudes de la década de los cincuenta aún se hacen notar. Estamos rodeados por agentes del espacio exterior, por enemigos bien camuflados, por seres hostiles que se nos parecen.
El zombi, por tanto, al tener su origen en un determinado tipo de radiación extraterrestre, viene a ser una reelaboración tardía de los miedos propios de la Guerra Fría, aunque resulta evidente que apela a algo notablemente perturbador qu...

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