Los mitos de Platón
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Los mitos de Platón

Karl Reinhardt

  1. 160 pagine
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Los mitos de Platón

Karl Reinhardt

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A principios del siglo XX, el vínculo de la Modernidad europea con el mundo antiguo sufrió una profunda transformación. El pensamiento histórico-crítico ofreció una nueva luz sobre la Antigüedad. Puso de manifiesto la multiplicidad de aspectos de una época que, hasta entonces, fue entendida como uniforme. Sin embargo, esta nueva mirada también puso en evidencia la diferencia del propio presente respecto del mundo antiguo.En el presente libro, Karl Reinhardt realiza una interpretación reflexiva y comparativa de los mitos de Platón. Selecciona lo que, desde su punto de vista, es significativo y lo ordena en una red de conceptos fundamentales. De esta manera, hace visible la relevancia práctica y emocional del texto para el lector, invitándolo a acompañarlo en el sentir y en el pensar. Su obra supuso una nueva forma de abordar los textos de la Antigüedad, evitando reducirlos a un pasado comprensible (y, por tanto, relevante) solo a partir de sí mismo.

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Informazioni

Anno
2021
ISBN
9788425445033

Escatologías del período de madurez

En la realización más compacta, de entre sus formas posibles, el mito aparece cuando el dialéctico, el suprasensible que busca la verdad en formas puras, acaba yendo a parar a algo cada vez más elevado, más puro, más distante de los sentidos, para súbitamente escapar de su senda estrecha y escarpada en dirección a mundos nuevos de un colorido maravilloso y una espaciosidad inimaginada en donde espacio y tiempo se tornan imágenes de lo eterno, en donde el dialéctico se convierte en creador de mundos. Al modo del demiurgo del mito del Timeo sobre la creación del mundo, el «demiurgo» en Platón mismo produce cosmos míticos según ese eterno modelo. La contemplación y la creación se equilibran entre sí. Sin embargo, incluso el demiurgo solo puede crear en la materia, únicamente en lo sensible, es decir, en lo figurado.
Compararemos los mitos escatológicos de tres diálogos —Fedro, Fedón y la República— compuestos durante la época de madurez de Platón, la cima de su obra, para preguntar por la potencia formadora que introdujo el mito en cada una de estas obras.
EL FEDRO
En la primera parte del Fedro se repite el mismo ritmo de la serie de discursos del Simposio, pero de manera más abrupta y más atropellada. Las fuerzas enfrentadas se tornaron en buena medida irreconciliables. El Fedro es, desde todo punto de vista, una obra más tardía.
También el Fedro es una glorificación de Eros, pero ¡cuán diferentes son los mitos! Y no solo los mitos: cada mito también brota de una emotividad propia. El Eros del Simposio apuntaba a la procreación. El símbolo de la procreación estaba en su centro: anunciado en el mito de Aristófanes, en su cúspide en la leyenda sobre el nacimiento de Eros y como interpretación y explicación de todos los reinos en las revelaciones de Diotima. Lo que en el Simposio se explica mediante la procreación lo explica en el Fedro el ala. El arrebato es otro, como es otra la hora del día: se trata del arrebato de la «locura divina», al calor del mediodía, junto al santuario de las ninfas.
Pero también se entendería mal el mito del Fedro si uno se dirigiera a él sin preparación. Y ¡cuántas preparaciones hacen falta antes de ir tan lejos! ¡Cuántos grados de lo mítico deben ser recorridos aún!
También el Fedro es una competencia entre pares de discursos, y también se llama mŷthos a la obra maestra discursiva con la que Sócrates supera a Lisias. En realidad, el discurso mismo está acompañado por una introducción y una investidura tales que toda esta obra —obra de rostro doble y doblemente juguetona, de una rivalidad impuesta y buscada a la vez— pasa de tratar de lo que sucede entre dos almas en un primer escenario a un juego dentro del juego, a un combate en el que está de espectador, a su vez, el combate mismo de las almas. Esa investidura (por llamarla así) estiliza lo que sigue, haciéndolo parte de una narración erótica. Comparemos:
En la ciudad de Tespis, en Beocia, vivía un niño llamado Narciso muy hermoso que, sin embargo, despreciaba a Eros y a los amantes. Todos los demás amantes abandonaron sus reclamos; excepto Aminias, único que no desistió con sus ruegos. Cuando el niño, que continuaba rechazándolo, le envió una espada, se dio muerte con la espada, suplicando al dios que lo castigara. (Conón, recogido en la Biblioteca de Focio, cod. 186)
Había una vez un adolescente, o mejor aún, un joven muy bello, de quien muchos estaban enamorados. Uno de estos era muy astuto, y aunque no se hallaba menos enamorado que otros, hacía ver como si no lo quisiera. Y como un día lo requiriese, intentaba convencerle de que tenía que otorgar sus favores al que no le amase, más que al que le amase. (Fedro, 237b)
Aquí también el mŷthos es una forma de lo indirecto, una de las gracias del Eros platónico. La invocación a las musas hecha al comienzo equivale a la que habría en un poema. Sin embargo, se van elevando cada vez con más fuerza el arte oratorio del estilo de la época y el cálculo psicológico hasta ser una blasfemia del eros; una y otra vez somos alejados de las musas y conducidos hacia la testarudez de pretenciosos argumentos; el sentimiento del amante se transforma en el amor de los lobos por las ovejas; más de una vez el maestro pide que se le permita detenerse pero el joven pende hechizado de su boca engañosa. También la ironía es una fuerza; y la fuerza más elevada arroja fuera de sí la negación y la «blasfemia» antes de empezar a hablar ella misma: el tronco tensado ha de ser arqueado con más y más fuerza antes de volver con violencia a su posición original, las aguas deben acumularse antes de romper las represas —la represa del estilo, la de la convención, la de la broma complaciente, y, por último, la represa más dura: la de la propia timidez de mostrar lo que se agolpa, contenido, en el interior—. Hay que decir la blasfemia antes de entonar el himno.
Así como a la alabanza, en las canciones de alabanza, le gusta cantarse a sí misma, de igual modo ocurre aquí con la «locura divina». Las grandes cosas solo son dichas en un estado de locura. Y lo divino debe venir él mismo: no hay nada que pueda mandarlo a llamar. Solo la hora del mediodía y la blasfemia excusan lo que se desencadena ahora —que se desencadena en el lenguaje de una prosa evolucionada, en la Atenas del siglo IV, divorciada del mito, en medio de una literatura cuyos amos son Lisias e Isócrates—: ¡una nueva himnodia!
La ironía, sin embargo, no quiere retroceder ni siquiera aquí. Es más, recién ahora la polaridad entre las almas y el discurso, entre lo serio y el juego, entre el arrebatado y el que está consciente, entre el ditirambo y el diálogo, asciende hasta su punto máximo de tensión. Señal de lo cual son las etimologías. Existe, seguro, un etimologizar que procede con seriedad, pero no en Platón. La emoción habla primero en una especie de floreado sinsentido. Considerada desde un punto de vista literario, exterior, la apelación a los antiguos dadores de nombres es más o menos la misma y se encuentra, en tanto introducción, en una posición más o menos igual a la que tiene, en boca de Protágoras, la reconstrucción, desde los tiempos primeros, de una sofística oculta. Pero lo que allí era extraño —o aparecía como extraño— aquí se torna propio, lo cual constituye un nuevo nivel de ruptura, pues la prosa culta ya significaba en sí misma una ruptura. No es de extrañar que aquí donde aparece por primera vez, es decir, aquí donde aparece como el signo de una nueva potencia mítica que rompe las barreras de un primer y joven mundo de la prosa, del siglo de la prosa ática clásica, adopte una forma del combate que solo es comparable con la resistencia del humano hacia el dios que comienza a hablar por medio de él. La ironía del ingenio se torna ironía del alma: se torna recipiente del enthousiasmós.
Y no digamos ya de la Sibila y de cuantos, con divino vaticinio, predijeron acertadamente, a muchos, muchas cosas para el futuro. Pero si nos alargamos ya con estas cuestiones, acabaríamos diciendo lo que ya es claro a todos. Sin embargo, es digno de traer a colación el testimonio de aquellos, entre los hombres de entonces, que plasmaron los nombres y que no pensaron que fuera algo para avergonzarse o una especie de oprobio la manía. De lo contrario, a este arte tan bello, que sirve para proyectarnos hacia el futuro, no lo habrían relacionado con este nombre, llamándolo maniké. Más bien fue porque pensaban que era algo bello, al producirse por aliento divino, por lo que se lo pusieron. Pero los hombres de ahora, que ya no saben lo que es bello le interpolan una t, y lo llamaron mantiké. También dieron el nombre de oionoistiké, a esa indagación sobre el futuro, que practican, por cierto, gente muy sensata, valiéndose de aves y de otros indicios, y eso, porque, partiendo de la reflexión, aporta, al pensamiento [oíesis], inteligencia [noûs] e información. Los modernos, sin embargo, la transformaron en oiōnistiké, poniéndole, pomposamente, una omega. De la misma manera que la mantiké es más perfecta y más digna que la oiōnistiké, como lo era ya por su nombre mismo y por sus obras, tanto más bello es, según el testimonio de los antiguos, la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses, y la otra es cosa de los hombres. (244b-d)
Al centelleante proemio le sigue —no sabemos si también aún centelleando o incluso también centelleando en colores más puros— la demostración de la existencia del alma: «Prueba, que, por cierto, no se la creerán los muy sutiles, pero sí los sabios» [245c]. Ya aquí el mŷthos tiende en dirección al cosmos; si bien no se asienta en el universo, sí es cósmico el tono en el que suena. Pues con ese mismo tono hablaron los antiguos cosmólogos, desde la época de Anaximandro, del «principio» (arkhé) y el «fin» (teleuté) de las cosas, de la falta de principio del principio, de la eternidad del movimiento, de la inmortalidad de lo infinito y de la interconexión entre devenir y perecer. En la traducción se echa de menos parte de esa expresividad. La falta de artículo, la ausencia de cópula, la forma predicativa de las oraciones y, por último, la forma en general de la demostración: todo ello es muy poco visible en la singularidad de su estilo. Pero pueden servir de ejemplo de este antiguo tono un par de frases de Meliso, pues a tal punto parece haberse dado este tono en conexión con el problema del diákosmos que incluso este eléata tardío de algún modo mantiene la manera en que Anaximandro y sus seguidores hablaban del «principio».
Toda alma es inmortal. Porque aquello que se mueve siempre es inmortal. Sin embargo, para lo que mueve a otro, o es movido por otro, dejar de moverse es dejar de vivir. Solo, pues, lo que se mueve a sí mismo, como no puede perder su propio ser por sí mismo, nunca deja de moverse, sino que, para las otras cosas que se mueven, es la fuente y el origen del movimiento. Y ese principio es ingénito. Porque, necesariamente, del principio se origina todo lo que se origina; pero él mismo no procede de nada, porque si de algo procediera, no sería ya principio original. Como, además, es también ingénito, tiene, por necesidad, que ser imperecedero. Porque si el principio pereciese, ni él mismo se originaría de nada, ni ninguna otra cosa de él; pues todo tiene que originarse del principio. Así pues, es principio del movimiento lo que se mueve a sí mismo. Y esto no puede perecer al originarse, o, de lo contrario, todo el cielo y toda generación, viniéndose abajo, se inmovilizarían, y no habría nada que, al originarse de nuevo, fuera el punto de arranque del movimiento. (245c-e)
Siempre era lo que era y siempre será. Si, en efecto, se hubiese generado, habría sido necesario que antes de generarse fuese nada […]. Puesto que no se ha generado, es, o sea no solo era, sino también siempre será, y no tiene por tanto tampoco principio ni fin […]. Si se hubiese generado, tendría principio (pues en cierto momento habría comenzado a generarse) y fin (pues en cierto momento habría terminado de generarse); pero, puesto que no comenzó ni terminó, pues siempre era y siempre será, no tiene por tanto principio ni fin. No es factible, en efecto, que siempre sea lo que no es un todo. Es, pues, entonces, eterno, infinito, uno y todo homogéneo. Y no puede perder algo, ni hacerse más grande, ni cambiar su forma […]. Si se alterase, necesariamente no sería homogéneo lo que es, sino que tendría que perecer lo que era antes y tendría que generarse lo que no es. (Meliso, DK 30, B 1, 2, 7)1
La demostración liga la eternidad del alma con la eternidad del cosmos; se entretejió allí la majestuosidad del ser del mundo. Pero cómo este vínculo se manifiesta en el alma misma como tendencia y como un elevarse solo puede ser revelado por medio de una «alegoría»:
Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente: cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. (Fedro, 246a)
El alma se parece a un todo cuyos elementos se desarrollaron en simultáneo, representado como un carro alado, con dos caballos y un auriga. Los carros de los dioses son tirados por una yunta de pura sangre noble que en los carros restantes, en cambio, es mixta: el auriga lleva las riendas de un caballo bueno y de otro malo. De aquí que nuestra conducción se torne dura y complicada. (Las categorías anímicas y míticas de lo puro y lo mixto reaparecen en los mitos del Político, el Critias y el Timeo). Es esta la diferencia del ser vivo mortal respecto del divino: toda su alma tiene todo lo inanimado bajo su custodia, y también vive y circula por todo el cosmos, pero se dan variaciones de acuerdo a sus conformaciones individuales. Si tiene la fuerza del ala intacta, gira en círculos junto con el firmamento, dominando el mundo como un astro. Si pierde su plumaje, se precipita y cae hasta topar con algo estable en donde consigue afirmarse: un cuerpo terrenal; a partir de ese momento este parece moverse a sí mismo gracias a la fuerza del alma; el todo, formado por alma y cuerpo, se llama, ahora, «ser vivo», y tiene la mortalidad como atributo.
Parece estar anunciándose el alma del mundo del Timeo, pero su manifestación es diferente: caída y vuelo, planeo y parálisis… Aquel a quien el mito no convence en tanto mito; quien no reconoce, ante todo, que esto es el alma, que es eso que ondea allá, este podrá hacer con una teoría sobre el alma (que podría extraer del mito) lo que quiera.
A continuación, la historia de la caída de las almas desde el cielo hacia la Tierra: la explicación de la añoranza del origen en aquellas que quedaron ligadas a un cuerpo.
El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia [en sentido no mítico: la Tierra] se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje ...

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