Historia de la locura en España
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Historia de la locura en España

Enrique González Duro

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Historia de la locura en España

Enrique González Duro

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"Historiar la locura no solo entraña mostrar el desarrollo de la atmósfera emocional y cultural, los criterios sociales que la definen y que distinguen quién está enfermo de quién está sano; supone asimismo desvelar los contextos morales, jurídicos y médicos desde donde se configura la respuesta institucional para estas personas.¿Cuáles eran los rasgos que definían a un «loco» en el transcurso de los siglos xiii al xvii y cómo variaron estos durante el xviii y el xix? ¿Era la locura un genuino problema religioso parala Inquisición? ¿Cuándo se fundaron los primeros manicomios en España, cómo evolucionaron y de qué manera se distribuían los enfermos mentales en ellos? ¿Qué función tuvieron el alienismo, la frenología, el magnetismo o el psicoanálisis en el conocimiento sobre la locura? ¿Cuál fue la política social y legal de los jefes de Estado y responsables de las políticas de salud pública a lo largo de la historia de España? ¿Cambió el concepto de locura en la Restauración borbónica o la República, durante la Guerra Civil o a lo largo de la dictadura franquista?El doctor Enrique González Duro, uno de los mejores conocedores de la realidad psiquiátrica y de las diversas alternativas tanto teóricas como prácticas que se han sucedido através de los siglos en nuestro país, ofrece una clara respuesta a todas a estas cuestiones en su Historia de la locura en España."

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Informazioni

Anno
2021
ISBN
9788432320330
SEGUNDA PARTE
SIGLOS XVIII Y XIX
11. LOCURAS BORBÓNICAS
El XVIII fue un siglo de progreso, en el que aumentó el número de españoles –el 40 por 100 entre 1712 y 1787, año en que la población se estimaba en 9.400.000 de habitantes–, desaparecieron las hambrunas y las grandes epidemias del pasado, creció la producción económica y surgieron expectativas de desarrollo de los recursos existentes. Fue un tiempo de transición, con avances y retrocesos, contradicciones, enfrentamientos sociales y antagonismos políticos. La modernidad fue moda para una elite social ilustrada, pero sobre todo necesidad para gran parte de la población española, que precisaba grandes cambios para sobrevivir y salir adelante. Sin embargo, el paso de un siglo a otro no había supuesto sino la continuidad en la historia española. El último rey de los Austrias fue una figura triste, enfermiza, incapaz de gobernar personalmente y de engendrar descendencia, pero los primeros Borbones no fueron más brillantes. Felipe V, obsesionado por el sexo y la religión, no estaba más cualificado que Carlos II el Hechizado. No obstante, con la nueva dinastía, se fue pasando de una monarquía débil a otra fuerte, de una economía eternamente deprimida a otra más dinámica, de una mentalidad tradicional a otra moderna[1].
De entrada, lo más negativo no eran los reyes, sino sobre todo el enorme atraso cultural de la mayoría de la población, la obsolescencia de las instituciones y la anquilosada estratificación social. Pero en las primeras décadas del siglo XVIII hubo un crecimiento demográfico, agrícola y comercial, se produjo una lenta renovación cultural y cambiaron algunos valores políticos. Al crecer la población, se disparó el consumo de cereales, vino, aceite, carne y textiles, lo que llevó a un aumento de la superficie cultivada y a un cierto desarrollo de la industria manufacturera. Eso no supuso la modernización del campo, en manos de nobles terratenientes y de la Iglesia, que bloqueaban el desarrollo global. En cambio, hubo un cierto dinamismo en las ciudades periféricas, paralelo al desarrollo mercantil e industrial. El comercio con Ultramar se expandía lentamente y el Estado incrementaba sus ingresos procedentes de las colonias americanas, al tiempo que aumentaban el número de pobres y vagabundos. Con el moderado crecimiento alcanzado hasta el año 1740, se pretendió poner en marcha un conjunto de reformas agrícolas, comerciales y viarias, impulsando la economía aunque sin cambiar el viejo orden social. Los límites de tan moderada política se evidenciaron a partir de 1760, cuando las crisis de subsistencias agotaron las esperanzas de prosperidad y aumentaron los pobres, los vagabundos y los mendigos, quienes provocaron diversos motines sociales, dando lugar a severas medidas represivas por parte del Gobierno.
LA GUERRA DE SUCESIÓN
Al morir Carlos II, había nombrado heredero de la Corona de España al pretendiente francés Felipe de Anjou, nieto segundo de Luis XIV, con la exhortación de que su reino no fuera desmembrado. Solo Francia podía garantizar el cumplimiento de ese testamento, y Luis XIV lo confirmó porque en la práctica podía convertirlo en el rey más poderoso de la tierra. Pero la proclamación de Felipe V como rey de España despertó las reticencias de Inglaterra, Austria y Holanda, que se alinearon con el pretendiente Carlos de Habsburgo, desahuciado por el testamento del último de los Austrias. Como consecuencia de ello, en mayo de 1702 estalló la Guerra de Sucesión, que se inició en territorio italiano. Felipe V era entonces un joven imberbe y enfermizo, que había entrado en Madrid en febrero de 1701, siendo acogido por el pueblo con respeto y cierta esperanza. De constitución «fuerte pero vaporosa», sufría «desarreglos nerviosos» y depresiones, que con frecuencia velaban su entendimiento. Su padre era el Delfín de Francia, Luis de Borbón, un tipo grueso y comilón, solo preocupado por la caza, incapaz de despertar o sentir afecto: «Sin vicios ni virtudes, absorbido en su gordura y en sus tinieblas, sin conversación, sin sensibilidad, sin ideología, jamás fue nada de nada»[2]. Su madre fue «horrorosamente fea y carente de cualquier atractivo» y vivió apartada del contacto con las gentes, ingiriendo grandes cantidades de comida y padeciendo frecuentes accesos hipocondríacos y de enfermedades imaginarias. Con tales padres, la infancia de Felipe fue triste y falta de afecto. Muerta su madre cuando él contaba siete años y ocupado su padre en el obsesivo ejercicio de la caza, se fue formando con un carácter débil, apático y abúlico, con tendencia a permanecer callado por sus notorias dificultades expresivas. En su educación intervinieron tres personas decisivas que acentuaron su misantropía: su tía abuela, la duquesa de Orleans, con sus arrumacos y mimos; el médico de Palacio, Helvetius, que le hizo preocuparse en exceso por la salud, y el preceptor Fenelon, que le infundió una estricta formación religiosa que impregnaría toda su existencia. Vivió siempre bajo un enfermizo temor al pecado, martirizándose con la «sucia culpa» de la sexualidad y con los rezos penitenciarios.
Felipe V era tímido y apático, le faltaba confianza en sí mismo y capacidad de decisión. Cuando accedió al trono de España, quedó bajo la tutela de su abuelo, Luis XIV de Francia, quien esperaba de él que fuera un dócil instrumento de la política francesa. Fue el abuelo quien le impuso al cardenal Portocarrero como hombre de confianza y a significados consejeros franceses, y quien le eligió esposa: María Luisa Gabriela, hija de los duques de Saboya, una niña de trece años, a cuyo lado colocó como camarera mayor a la princesa de los Ursinos, de sesenta años, dos veces viuda y mujer de mucho mundo, que había prestado excelentes servicios a la Corte de Versalles. Casados por poderes, no pudieron consumar el matrimonio hasta la tercera noche, pero pronto la reina-niña, hábilmente aconsejada por la princesa de los Ursinos, supo desenvolverse en la alcoba de tal modo que calmaba las muchas exigencias libidinosas del rey. Según el testimonio de su biógrafo, «el rey, durante años, pasó la mayor parte del tiempo encerrado con su esposa en la más estricta de las intimidades». Apenas transcurrido un mes desde la boda, la princesa de los Ursinos informaba al rey de Francia que «no hay manera alguna de que el rey abandone la alcoba y por su gusto estaría en la cama todo el día con la reina»[3]. El sexo, legalizado y bendecido por el matrimonio, se había convertido en la única razón que daba sentido a su vida.
Figura 17. Felipe V vivió siempre bajo un enfermizo temor de pecado, martirizándose con la «sucia culpa» de la sexualidad y con los rezos penitenciarios. Siempre se distinguió por sus rasgos depresivos y esquizoides. Miguel Meléndez, Felipe V, Museo Cerralbo, Madrid.
En 1702 Felipe V hubo de partir para guerrear en tierras italianas, donde las tropas franco-españolas se enfrentaban a las austriacas, mientras la reina María Luisa de Saboya se quedaba en España como regente. Durante el tiempo que estuvo al frente de las operaciones militares apenas se dio descanso, como único modo de soportar la ausencia de la esposa, y por su valor en los campos de batalla se le empezó a llamar Felipe el «Animoso». Se carteaba a menudo con su abuelo, que le alababa su valor pero le criticaba su indolencia en el despacho de otros asuntos, lamentando que las cartas que escribía le fueran dictadas por su consejero Louisville. El joven Felipe se justificaba humildemente: «Yo se las doy previamente y él me las corrige y me las devuelve. Lo que me obliga a actuar así es mi falta de confianza en mí mismo y mi poco hábito de escribir cartas de negocios»[4]. Sabía que Louisville era el confidente que su abuelo le había puesto para informarle de todo. Y así, Luis XIV conocía los accesos hipocondríacos, los «vapores», el miedo a morir y la melancolía que ya empezaba a sentir en Italia.
Proseguía la Guerra de Sucesión, y la debilidad naval de España incitaba al ataque de los partidarios del archiduque Carlos. En agosto de 1702 una flota anglo-holandesa se apoderó de Cádiz, requisando parte del oro que los galeones españoles traían de América. Al mismo tiempo las tropas aliadas guerreaban en la frontera portuguesa, por lo que a comienzos de 1703 el rey hubo de volver a España, reencontrándose gozosamente con su ansiada esposa. En agosto del año siguiente la Armada inglesa tomaba la plaza de Gibraltar y poco después la isla de Menorca, a lo que los ejércitos borbónicos, mandados por Felipe V, respondían invadiendo Portugal. La guerra se había trasladado al escenario peninsular, con desventaja para el rey Borbón. Las tropas aliadas tomaban Barcelona y toda Cataluña se ponía de parte del archiduque austriaco, que había prometido respetar sus fueros y libertades. Luego, aragoneses y valencianos siguieron el ejemplo de los catalanes y los reyes hubieron de abandonar Madrid, donde el archiduque Carlos entraba en junio de 1706. Pero los vientos de la guerra fueron cambiando y las tropas aliadas hubieron de retirarse a Valencia, y más tarde a Barcelona. Aunque en Italia y los Países Bajos las cosas iban mal para las tropas franco-españolas, en la península la victoria de Almansa consolidaba la posición de Felipe V. Este proseguía al frente de su ejército, aunque frecuentemente debía de encontrarse con la reina en algún punto del camino, pues no podía pasar muchos días sin estar con ella. En agosto de 1707 la reina alumbraba un príncipe, asegurando el futuro de la dinastía.
Pero en 1708 la situación interna de Francia era casi desesperada, por los enormes gastos de la guerra, por las inundaciones y por las heladas del invierno que acabaron con las cosechas. Por ello, Luis XIV pactó en secret...

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