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Gustavo Faverón

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Gustavo Faverón

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En esta novela el autor explora el origen del mal y la locura, a través de la violencia que han ejercido los regímenes dictatoriales en América Latina. El protagonista, hijo de un espía norteamericano, llega a América tras los pasos de su padre. Es el inició para sumergirse en un conjunto de historias enhebradas entre sí en las que el lector conocerá aspectos de la historia política de América y sus más oscuros aspectos como los horrores que perpetraron las dictaduras que adaptaron el nazismo como su ideología.

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Informazioni

Editore
PEISA
Anno
2018
ISBN
9786123051624
PARAGUAY
A George, Asunción le parece una cárcel al aire libre, valga la contradicción, piensa, aunque en verdad no hay contradicción: las peores prisiones del siglo veinte han tenido esa forma engañosa. Vistas de lejos, o vistas desde el aire, a cierta altura, han dado la impresión de ser clubes campestres, excepto por las chimeneas, piensa George, pero George, en Asunción, no ve chimeneas, lo cual contribuye a que pase sus primeros días en relativa calma. El resto de Paraguay, en cambio, lo hace pensar en las películas que Werner Herzog filmó en el Perú, en las que invariablemente un extranjero llega en busca de fortuna y termina loco, dando vueltas en círculo en una balsa en el Amazonas o arrastrando un barco gigantesco sobre montañas, o encuentra carabelas diminutas encalladas entre las ramas de un árbol. Allá iré, se dice, tarde o temprano iré para allá. ¿Para dónde?, le pregunta un hombre sentado en la silla de al lado en un café. Es un café desolado en la avenida Defensores del Chaco. El café se llama Mujeres del Chaco, nombre que multiplica la sensación de desolación o por lo menos la sensación de soledad. A la selva, dice George: tarde o temprano me iré a la selva. No es problema, dice el hombre. Desde acá puedes llegar a la selva sin dar la vuelta en ninguna esquina, por la Ruta 9, la carretera Transchaco, la más larga de Paraguay. De aquí sale para el noroeste hasta la frontera con Bolivia, como si todos los paraguayos quisieran escapar a Bolivia. El hombre debe andar por los sesenta años. Tiene la cara larga y simiesca, el cabello muy negro, aunque solo atrás y a los lados: arriba es calvo, con una tenue pelusa oscura y despeinada, y lleva una barba igualmente negra y larga, de pocas hebras grises. George piensa que el hombre podría pasar por veterano de la Revolución Cubana, o por embajador de Cuba, o por filósofo marxista, pero después piensa que en el Paraguay de Stroessner nadie puede ser embajador de Cuba ni filósofo marxista, y tras mirarlo un rato más se da cuenta de que, afeitándole la barba, podría pasar por filósofo nazi. La cara le parece conocida, o le recuerda una cara conocida, y al rato se da cuenta de que el marco grueso de los grandes anteojos de sol, y la calva, y la pelusa, y la barba, y la cara alargada, hacen que el hombre luzca muy semejante al poeta americano Allen Ginsberg.
Está a punto de formular ese comentario cuando el hombre extiende una mano y se presenta y dice soy el poeta boliviano Jaime Saenz.

Su mano es esponjosa y está mojada y caliente y es tan peluda como su cara. Seguro no sabes quién soy, dice. No solo porque acá en Paraguay nadie sabe quién soy, excepto la gente muy culta, con lo cual no quiero decir que tú no seas una persona culta; es más bien que tú no pareces de Paraguay ni de ningún lugar de América Latina, tienes un acento que no logro ubicar. Es que soy americano, dice George, pero hablo español desde chico, porque mi mamá es de Bolivia, de Cochabamba, y por eso sé perfectamente quién es el maestro Jaime Saenz: he leído todos sus libros, por lo menos los libros de poesía, incluso el magnífico La noche. Eso es curioso, dice Jaime Saenz, porque así se llama el libro que estoy escribiendo, libro que no creo haber publicado, pues de otro modo no lo estaría escribiendo, a menos de que me haya vuelto loco. George se siente incómodo, pensando que ha hablado como una especie de profeta involuntario, o que ha hablado como presa de un sortilegio. Su incomodidad es tan obvia que Jaime Saenz lo tranquiliza diciéndole que no sería raro que haya publicado ese libro y lo haya olvidado o diciéndole que, si es normal que un lector recuerde un libro que ha leído hace muchos años, no es menos natural que recuerde un libro que ha de leer dentro de poco. En ese momento vienen a la mente de George unos versos de La noche, pero, como resulta explicable, se abstiene de citarlos.
Jaime Saenz le pregunta si no le parece curioso que en ese café no vendan café sino aguardiente y levanta la mano y pide una botella de aguardiente y un vaso para George y después, como tratando de congraciarse o ser un buen anfitrión, el poeta le habla en inglés. Es un inglés literario, bastante arcaico y enrevesado, en el que dice cosas como Cry, «Havoc!», and let slip the dogs of war. O cosas como Here, master: what cheer? O cosas como Fall to’t, yarely, or we run ourselves aground, frases que a George le causan gracia, primero, porque las reconoce como citas de Shakespeare, pero que al rato lo hacen preguntarse si no serán una velada ofensa, o una premonición, porque son pasajes de La tempestad, y en La tempestad las gritan los marineros que están a punto de naufragar en una isla desconocida en América del Sur.
El hecho es que Jaime Saenz le habla en inglés, y en inglés le cuenta historias paraguayas y bolivianas, historias que parecen transcurrir todas en una misma época o en una misma casa en distintas épocas, relatos que tienen algo que George solo puede describir como permanente, algo que queda en la escena cuando llega la siguiente historia, como si en todas hubiera un personaje emboscado en las cortinas, un escondido que se rehúsa a dejar el lugar. Jaime Saenz le habla de guerras y dictaduras paraguayas y bolivianas y en cierto momento se cansa y ya no vuelve a hablar en inglés y comenta, en español, cosas triviales sobre el encarecimiento del costo de vida en Asunción.

A partir de ese día, se encuentra con Jaime Saenz todas las tardes en el mismo café. Cuando él llega, el poeta ya está ahí, y hay seis o siete clientes y un par de perros, pero con el correr de las horas los clientes se van retirando y entra uno que otro perro y al final de la tarde hay más perros que personas, y cuando cae la noche están solo los dos y la dependienta del café y un montón de perros que la mujer espanta con un periódico aunque después no le molesta que regresen.
Saenz habla de poesía y de poesía dadaísta y de poesía surrealista y de la poesía como forma de vida y después habla de talleres de poesía en donde no se lee ni se escribe poesía, sino que se come y se respira y se asume como una máscara o como un disfraz y más adelante dice que él, una vez, hace años, montó uno de esos talleres, allá en Bolivia, que se llamaron Talleres Krupp, unos talleres de poesía a cuyas reuniones asistían los mejores poetas, los mejores artistas, los mejores artesanos, los pocos arquitectos, los más finos pintores bolivianos, y donde todo lo que se creaba era efímero y duraba lo que duraba la noche, a veces hasta el amanecer, y se escuchaba música de Gustav Mahler y Anton Bruckner y Simeón Roncal y se leían pasajes de la vida de Milarepa, el primer iluminado tibetano.
¿Por qué Krupp?, pregunta George. ¿Por qué les puso a sus talleres ese nombre? No sé, dice Jaime Saenz. Fue solo un nombre, sin ningún significado. Quería que el nombre sonara sólido y memorable y ese nombre me pareció sólido y memorable. Años más tarde descubrí que Krupp era el apellido de una antigua familia alemana, una familia de millonarios cuya fortuna, a principios del siglo diecinueve, provenía de la producción de acero, y, más adelante, de la producción de armas. Fundaron la firma en 1810, el año de la independencia de Argentina, México y Colombia, pero eso, claro, no tiene nada que ver con nada. En 1845 la firma comenzó a fabricar cañones de acero para el ejército ruso, el ejército turco y el ejército prusiano, y hacia 1887, cuando murió Alfred Krupp, el gran impulsor del imperio familiar, se había convertido en la corporación más grande de Alemania.
Jaime Saenz mira a George y abre mucho los ojos y se quita los gruesos anteojos de carey negro y se los vuelve a poner. Alfred Krupp, dice, era un conocido antisemita. Más que un antisemita, era un enemigo de los socialistas y los anarquistas, lo que resultaba obvio en alguien que conducía un negocio como el suyo. Cuando las tropas de Hitler y las tropas de Stalin se masacraron en el frente ruso, ambos ejércitos llevaban artillería fabricada en los Talleres Krupp. Jaime Saenz se quita los anteojos y los deja sobre la mesa.
¿Dije Talleres Krupp?, pregunta. Perdón, un lapsus. Quise decir artillería producida en las fábricas Krupp. Alfred, según cuentan, en su lecho de muerte, en 1887, declaró que esperaba que algún día llegara a Alemania un hombre que usara las armas Krupp para aniquilar a los socialistas y a los anarquistas, es decir, a los judíos. Un nieto suyo interpretó eso, cinco décadas más tarde, como una profecía sobre el arribo de Hitler. Las fábricas Krupp produjeron la mayor parte del arsenal de la Wehrmacht, el ejército nazi, y de la Luftwaffe, la aviación nazi, y de la Kriegsmarine, la armada nazi, antes y durante la Segunda Guerra Mundial.
El nieto de Alfred, que se llamaba Gustav Krupp, fue acusado en los juicios de Nuremberg, porque la firma, durante la guerra, había empleado como esclavos a miles de judíos y delincuentes y romas y orates y extranjeros, pero sus abogados lo salvaron de atender el juicio alegando que Gustav estaba senil, lo cual era cierto. Sin embargo, como te digo, todo eso yo lo vine a saber después. Cuando llamé a los talleres Talleres Krupp, solo buscaba un nombre que sonara sólido y memorable, como un tanque sobrepuesto a la luz del amanecer en la cima de una colina. Ya veo, dice George. Lo que me recuerda una historia, dice Jaime Saenz: ¿sabes lo que es un aparapita? George no sabe. Deberías saber, dice Jaime Saenz, porque es una de esas cosas que nadie sabe excepto los bolivianos, y nadie nunca sabe lo que sabemos los bolivianos, y además nadie nunca sabe nada sobre los bolivianos, pero tú, que eres medio boliviano, sí deberías saberlo.
Un aparapita es un ser mitad hombre, mitad fantasma, mitad animal mitológico, mitad bestia de carga, dice Jaime Saenz. Esas son demasiadas mitades, dice George. No me interrumpas, dice Jaime Saenz, quien cada tarde parece tener la barba más larga y más desordenada, pero también más negra, como si pretendiera verse más joven sin renunciar a verse más sabio. Habla como un chamán y como un charlatán y como un médico brujo. Mueve las manos como si de sus dedos colgaran los hilos de innumerables títeres. Te voy a contar la historia de un aparapita, dice, o murmura o murmulla o musita, es decir, baja la voz Jaime Saenz, como si quisiera que la historia no la escucharan los perros ni la mujer que duerme tras la caja registradora.
Un aparapita, entonces, es lo que en otros lugares del ámbito hispano llaman un estibador, es decir, un cargador de bultos, solo que un estibador carga bultos en un puerto, los baja de un barco y los descarga sobre el tabladillo de un muelle o de un embarcadero o en la caja de un contenedor. Un estibador es un hombre de tierra, pero necesita un mar, mientras que un aparapita es como un estibador sin mar, lo que, por otro lado, es como somos los bolivianos en cualquier cosa que hacemos. George sonríe. ¿De qué te ríes?, pregunta Jaime Saenz, y George se pone serio, pero Jaime Saenz sigue hablando.
Un aparapita, entonces, carga bultos en un mercado, carga sacos de arena en una construcción, carga basura hasta un basural, carga ataúdes hasta un cementerio. Un solo aparapita puede cargar un sarcófago con un muerto adentro: se lo amarra a la espalda con una cinta de cuero o de piel. Carga bultos que son tres veces, cuatro veces más grandes que él, cinco o seis veces más pesados, porque el aparapita es pequeñito, es un indio, un aymara chico, rascuacho, enclenque, esmirriado, malnutrido, lívido, cadavérico, porque nunca come, o come poco, y a escondidas, porque lo avergüenza que lo vean comer, y en cambio bebe aguardiente todos los días, por lo menos un litro cada día, cuatro o cinco litros los sábados, seis litros de aguardiente los domingos. Pero solo se emborracha el fin de semana, porque, de lunes a viernes, más bien está embrujado por el alcohol, que lo ayuda a cargar pesos que no podría cargar si estuviera lúcido, porque, si estuviera lúcido, las leyes de la física ejercerían su influencia sobre él, pero el alcohol lo impide, lo pone más allá del universo físico, y ahí es cuando el físico del aparapita hace lo que es físicamente imposible. Si está borracho, en cambio, se dedica a buscar bronca, se pelea con cualquiera, se pelea con otro aparapita, acaba ensangrentado, un gusarapo asfixiado en sus propias babas o en las babas del otro, y muere, muere una vez, muere dos veces, muere tres veces, hasta que muere del todo, y si no muere corre al cerro y se mete en una grieta donde pasa la noche como enterrado en un nicho en un cementerio.
El aparapita, dice Jaime Saenz, es un individualista. ¿Qué cosa?, pregunta George. Un individualista, repite Jaime Saenz. Cuando uno cuenta algo sobre un indio, todo el mundo asume que el indio de la historia representa a todos los indios. El aymara es así, dice uno. Tú piensas los aymaras son así. El quechua es así, dice uno. Tú piensas los quechuas son así. El aparapita es así, dice uno. Tú piensas los aparapitas son así, como si los aparapitas fueran una etnia aparte y todos sus miembros fueran iguales. Y quizás, mira tú qué ironía, quizás no te equivocas: los aparapitas son así, todos son así, son iguales, pero solo en eso: en que cada uno vive su vida sin que le importen los demás, ni los demás aparapitas ni los demás mortales. Excepto el aparapita de mi historia, que es un aparapita excepcional, porque una vez hizo algo que pareció o semejó o simuló asemejarse a un gesto solidario, aunque nunca quedó claro con quién estaba siendo solidario y en el fondo tampoco quedó claro que estuviera siendo solidario de verdad. Fue durante un paro en La Paz, o más bien en El Alto, tu mamá te habrá contado lo que es eso. Los indios cierran la carretera que pasa por El Alto, los caminos que suben y bajan por los cerros que rodean La Paz, y dejan a la ciudad aislada, literalmente, una isla en medio de la tierra, como si de pronto, irónicamente, otra vez, La Paz fuera una isla y Bolivia fuera un mar, y el puente que une a la isla con el mar fuera El Alto, pero los indios lo bloquean.
Entonces el gobierno manda al Ejército a desbloquear el puente, es decir, a acribillar a los indios que han tomado la carretera de El Alto, y el Ejército va y acribilla a un montón de indios, y los indios responden, y entonces el gobierno manda más soldados, y los indios los repelen, y entonces el gobierno manda soldados en camiones y los indios los rechazan. Van cayendo los indiecitos por manojos, pero igual rechazan el ataque, y entonces el gobierno manda tanques. Cuatro o cinco tanques muy viejos, pero todavía móviles, todavía versátiles, todavía intimidantes, porque son tanques alemanes ensamblados en los Talleres Krupp, tose Jaime Saenz, perdón, George lo mira, quiero decir, dice Jaime Saenz, en las fábricas Krupp.
Ante los tanques, los indios no tienen nada que hacer, nada más que irse a sus casitas de esteras a chacchar coca y chupar aguardiente. Por la noche los soldados se quedan y los tanques se van, pero un tanque se atasca entre los pedregales y no puede replegarse. Los indios se van pasando la voz y van saliendo...

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