Casi nunca
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Casi nunca

Daniel Sada

  1. 384 pagine
  2. Spanish
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Casi nunca

Daniel Sada

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Demetrio Sordo es un agrónomo que pasa sus días en la grisura de su empleo como administrador y técnico agrícola en un rancho de Oaxaca, en 1945. Un día, aburrido, decide que el sexo dará sentido a su vida y va al primer burdel que encuentra. Ahí termina muy allegado a una morena, Mireya, con quien se entiende a la perfección. Poco después, la madre de Demetrio, Telma, le pide que viaje hasta Coahuila, donde ella vive, para asistir a una boda en la población de Sacramento, hogar de su prima Zulema. La idea obvia es que el joven se entienda con alguna señorita ilustre de la comunidad para que haya boda. Y así sucede: Demetrio queda prendado de Renata y casi de inmediato comienza su compromiso.

Se establece así el principal conflicto de la novela: Demetrio quiere mantener ambas relaciones hasta que sea inevitable romper con Mireya. Pero ésta ya ha pensado en que sea el agrónomo su salvador, quien la ayude a salir del burdel y se case con ella para fundar juntos una familia. Cuando él regresa a Oaxaca, ella busca quedar embarazada y termina por huir del burdel pensando que su galán la acogerá. Éste sólo acierta a trazar un plan de huida. Retira todo su dinero del banco, los ahorros de tres años para comprar una casa, y se sube con la chica en un tren con destino a la frontera, pero no llegan juntos: él se baja primero y huye. Aparece en Sacramento, y su tía Zulema le recomienda que vaya a buscar a un viejo amigo que le dará trabajo. Así consigue Demetrio una posición estable y ahorrar cierto dinero.

Continúa su compromiso con Renata, pero muy pronto queda harto de los tres ranchos alejados que tiene que supervisar y que no le aportan sino soledad y, sobre todo ahora que se ha deshecho de Mireya pero no se ha casado con Renata y no hay burdeles en la proximidad, nada de sexo. Deja entonces el lugar, se va a casa de la madre, en Parras, y juntos abren unos billares de gran éxito. Un día está a punto de perder a Renata porque ya no puede más y le besa lascivamente la mano. La determinación de Demetrio empieza a flaquear ante las inacabables dificultades para consumar la unión con su amada.

Este procedimiento anecdótico que oscila entre la perversión y la santidad, da cuenta del edificio verbal que ha construido Daniel Sada: narrador obsesionado por encontrar una voz propia, y lejano, por supuesto, de la mera gimnasia experimental. Además de una trama divertida, que no decrece en su nivel de intriga, Sada logra que la atención del lector recaiga en la materia de su tejido, en las complicadas (aunque nada incomprensibles) vueltas del lenguaje, como si éste tuviera a su vez su propia historia que contar, paralela a la de los hechos y elaborada con tesituras, tonos, cimas y valles. A la par de la historia, el decurso fraseológico revela una tercera novela, la que de verdad importa, que sólo se intuye en un principio pero que suma al final: es la creación de una realidad vasta, edificada como una conjunción fascinante de actos y palabras.

Casi nunca es la última y espléndida novela de un gran autor mexicano, tan valorado por escritores como Álvaro Mutis, Carlos Fuentes y Juan Villoro, entre otros, hasta llegar a Roberto Bolaño: «De mi generación admiro a Daniel Sada, cuyo proyecto de escritura me parece el más arriesgado.»

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Informazioni

Anno
2008
ISBN
9788433935359

Primera parte

Tras un preciado hallazgo

1

El sexo, como pretexto válido para romper con la monotonía; el sexo-motor; el sexo-ansiedad; la costumbre del sexo, como un hartazgo cualquiera que se volverá lastre; el sexo colosal, incontenible, frenético, ambiguo como un juego que confunde y luego aclara y vuelve a confundir; el sexo-simulacro, el sexo-obviedad. El placer, al fin, como un encomio que vaya justo en sentido inverso a lo que se vive. Conjeturas truncas durante una caminata, bajo una tarde descolorida. Cuadras de calles en declive y en ascenso. Dificultades al paso, y también en la mente. El sujeto era un tal Demetrio Sordo, flaco y alto, casi a punto de cumplir treinta años, afecto a las cosas del campo, donde residía a medias su felicidad laboral, pero su solaz: ¿cuáles emociones? La cotidianeidad nocturna del juego de dominó en una cantina de mala muerte, o los paseos, pocos, sin chiste, de apenas tres kilómetros, o menos; o cafeteadas vespertinas, siempre solitarias y sin para qué; o la escritura de cartas dirigidas a entes conocidos pero ya fantasmales. Y así la hartura y ¿qué hacer?: pensar presintiendo certezas y dudas: cuántos descartes y cuántos reacomodos, mismos que, sin exprimirse mucho el seso, justo durante aquella tarde nublada, le ayudaron a hallar la chispa que le hacía falta. Fue el sexo la elección más fácil, aunque el reto consistía en practicarlo cada veinticuatro horas. ¡Ojalá! Sí, sería todo un desembolso que valdría la pena. De modo que esa misma noche el agrónomo fue a un burdel. Fue titubeante. Sus pasos cortos lo evidenciaban. Tras descender del taxi caminó como si pisara huevos o se astillara las plantas de los pies con vidrios rotos. Estaba casi en el centro de una zona roja no paradisíaca y tampoco, para colmo, siquiera luminosa a medias. Era la segunda vez que iba a un infierno similar y por tal vicisitud no sabía hacia dónde jalarse. Avistando en derredor, lo primero que vio al aire libre fue una hilera de mujeres fodongas sentadas en mecedoras de guayaco, cada cual frente a la puerta abierta de su cuartucho mezquino. Fregado espectáculo a todo lo largo de una acera por la que él empezó a desplazarse. A poco sus pasos cortos se convirtieron en zancadas. Prisa entendible porque deseaba hallar un burdel elitista. Para ello tuvo que preguntar a un transeúnte. La cosa fue que al ser informado entró en sintonía. Aquel de allá o el otro de más allá. Ésos son los más caros. Luego un parloteo relativo a las mujerzotas por ver (había de todos tipos), sólo que Demetrio no quiso oír más descripciones, antes bien aceleró sus pasos sin dar las gracias: y, ¡pues sí!, un burdel se llamaba La Entretenida y el otro Presunción, dos casonas amarillas cual plastas cuadretes dándole algo de lustre al crepúsculo: y ¿a cuál entrar para quedarse? Duda risueña algo prolongada. Optó por Presunción... Pago anticipado allí, como si se tratara de un museo, una exageración: descarga billetosa hecha a regañadientes. A cambio la alegría inmediata apuntalándose en la semioscuridad, porque ahora sí debió ser un impacto lo observado muy a voleo, como era la amplitud de una sala sugestiva en matiz naranja, donde estaban dispuestos muchísimos sillones. No había pista de baile, pero sí música ambiental: ranchera, muy ruidosa, y sólo eso.
¿Muy de lujo el panorama lúgubre? Mirón, el recién llegado siguió mirando tras sentarse. La invitación: gran amabilidad: un hombre regordete le señalaba el asiento: dulzura de ademán reiterado. Muy al canto ese mismo le preguntó: ¿Qué le sirvo?, y el aún cliente en potencia dijo: Espere, espere. Naciente timidez mezclada con ardor: Demetrio y su búsqueda entre tanta belleza en penumbras: tanto aplaste ¿excitante? Lo bueno fue que pronto hubo un distingo: notó a una morena grandullona de buenas carnes, una vulgaridad excéntrica que sonreía como nadie. Ella, sabiéndose elegida, se arrellanó de tal modo en su sillón que dejó ver para el mirón sus deliciosas piernas en largo, adrede. Treta efectiva, porque Demetrio la llamó y aquélla, solícita, salerosa, ¡venga!: llegó despacio: su pelambre rizado se movía con vaivén de más. Ella parecía deambular por una pasarela. Entonces, sin más, ¡a sentarse!, ¡a platicar pequeñeces! Cargante indicio del cual hubo de sobrevenir un discreto agarre (algo juguetón) de manos. Suavidades por cuanto emociones a punto. Preludios del gozo, por decir: dos, sí, buscando la vivaz conexión, acaso más allá de lo mercantil sexual, que devino en un descaro mirón de ida y vuelta, que si retador, que si invitador; a esto hay que añadir las someras delicias a media luz porque llegó la mudez para dar paso al juego de facciones, de ambos el morbo como acoplamiento: el casi besarse, pero, ¡zas!, la impertinencia del mesero, a lo que: ¡Sáquese!, quiero sexo, no tragos. Y Demetrio viendo a la morena le dijo: Órale, tú, vamos de una vez a la cama. ¡Qué brusco! Es que andaba de verdad apurado. A lo que sin más, ni modo, para adentro, casi a las carreras. Por ende, resumamos lo del encierro –estaba lloviendo, por lo que fue menester guarecerse cuanto antes–: apuro de desnudeces y apuro de ensarte, más lo faltante, esto es, los besos largos con lengüeteo muy móvil, como que al compás de la cadencia de ambos allá abajo; arriba, entonces, transportes de saliva o simples embarramientos de continuo. Pero ojalá no más combinaciones de posturas para no desconcentrarse. Lo que no ocurrió: y: la iniciativa en vilo, más de ella... De ella su afán, su extra, su gusto en correntía que adicionaba mimos casi sentimentales, amén de movimientos de cadera mucho más rítmicos como para que el macho agrandara sus ojos y alzara más sus cejas, al tope aquello ¡ya!, al grado de que Demetrio explotó con una exclamación a todo tren: ¡Dale... mi amor... así...! Nunca pensé que tú... Etcétera. Y el río de esperma de inmediato, con sentida correspondencia de orgasmo sin par. Satisfacciones. Luego el vestirse tan mal, por la prisa, nada de peinarse a gusto ante un espejo, ni ella ni él, cual debe, lo que sí que el agrónomo le prometió a la cachonda una segunda visita al día siguiente, y el pago: lo mero bueno, aunque no a la morena sino a la matrona: una chaparra con cintura ecuatoriana que se hallaba retacada en un cuarto lujosísimo junto a la enorme sala. Hasta allí entrar. Infiernito. Riesgo. Adentro, huy, olores pretenciosos. Relucía el morado de los sillones donde como patriarcas aclocados dos policías platicaban. Interrupción: y: es tanto. Pago. Dineral. Uno de los ojos de la matrona tenía una nube. Por ende: ¿qué decir de ese mirar misterioso, indefinido? Lo que debe añadirse es que no hubo mínimas sonrisas de ninguno de ésos, y ella con sus ojos moviéndose como limpiadores de parabrisas... La matrona le dio el cambio a Demetrio. Adiós. Media vuelta y... Veamos: no había motivo para que ése casi corriera, aun cuando, de todos modos, tuviese la impresión de salir de un mundo en llamas.
Lo anterior queda como un vasto encuadre. Pareciera todo un pinturreo morboso, con coágulos de óleo apelmazados a propósito. Lo que sigue es una adivinanza: ¿en qué época estamos? La respuesta es 1945, año del estallido de la bomba atómica y fin de la Segunda Guerra Mundial. Modernidades. Pero estamos al otro lado del mundo, en Oaxaca, centro cultural universal, superior (digamos) a Tokio. Pero, más bien, estamos con Demetrio Sordo, el agrónomo sexual, que un día de tantos se puso a hacer cuentas. Es que llevaba más de una semana de visitar el burdel Presunción. Excepto un lunes, el resto de los días había hecho el amor con la morena grandullona. Tal portento: Mireya se llamaba, nombre en el aire porque en el burdel le decían Bambi. A saber por qué el mote, la fulana no era delicada como la caricatura en mención. Todo lo contrario. Le hubieran puesto, por ejemplo, Diosa Kali, por exuberante, o Diosa Isis, o por ahí, o sepa, pero ¿Bambi? Para evitar incurrir en una obsesión superflua, centrémonos en lo de las cuentas. Demetrio empezó a vaciar números en un cuadernillo a rayas. Su pluma atómica se deslizaba con torpeza. Nervios. En trece días un total de ciento cuatro pesos, desde luego bien invertidos; de cinco en cinco el placer, más los tantos precios de entrada, de tres en tres, cosa inigualable para un obseso. Los lunes Mireya descansaba. La advertencia a tiempo sirvió para que Demetrio tuviera a otra entre sus brazos, nada más –ni modo– ese lunes siguiente. La novedad fue una flaca estilizada muy desabrida... Luego: calcular la suma de su sueldo menos sus gastos de cajón. La insólita añadidura. El placer en cueros. Lo compartido cada vez más en firme. Lo tremendo en vías de transformación diaria: oh amorío, oh siluetismo. Y volviendo a los números, poco más de doscientos pesos eso. Y los otros gastos. También restar lo de los lunes. No querría un reemplazo sexual. Se lo impuso: ningún experimento. Sería tristísimo, como sucedió con esa huesuda de cara bonita. Además, él debía descansar, era necesario. Así que lo haría, seguro: la abstinencia como relajamiento: una vez por semana: ¡sí!, para no reventar. Ahora viene lo ilustrativo en cuanto al trabajo de Demetrio: su jornada laboral abarcaba de las siete de la mañana a las cinco de la tarde, a veces hasta las seis y rara vez hasta las siete. Al terminar con su deber se encaminaba directo hacia la casa de huéspedes de doña Rolanda, una señora caduca y ultraconservadora. En ese lugar él arrendaba la habitación más espaciosa. Y el ir habitual: su regreso, su hastío con gotas de beneplácito. Bueno, hasta hacía justo diez días tal automatismo, ¡claro!, entre semana, siendo que sábado y domingo ocurría lo que podía llamarse «encierro conceptual», loco, o también pascasio, en su cuarto rentado, mismo que tenía un aparato de radio: encenderlo para abandonarse oyendo música romántica y noticias tontas: cuantía de horas en franca inopia. Todo eso que ya le resultaba detestable. Pero por las noches...

2

Detestables los estrictos horarios de desayuno, comida y cena. Lapsos clave, porque en el comedor se suscitaba al sesgo cualquier plática, sobre todo de esa Rolanda, que destilaba amargura. Solterona, virgen, vieja y demás pesares. Ya, por inercia, podemos intuir qué tipo de ideas le estremecían. Puras ideas negras, declinantes. Todo para el arrastre: el mundo y la gente, menos su Dios lejano, ese al que ella le rezaba. Dedúzcase, pues, su tamaña soledad, acá, tan notoria. Vil aburrimiento de ella, aun rezando, aun cocinando... De suyo, mientras llevaba platos humeantes a la mesa, así como menudencias solicitadas por los huéspedes, ni para cuándo parara de hablar. Su monólogo no sufría interrupciones... El desayuno dado casi al alba, como se dijo. En media hora el empaque de huevos, a veces sólo pan dulce. Más allá de esa media hora nada, a causa de la obligada salida de los huéspedes a sus labores: eran cuatro. Ahora bien, consideremos que tres desaparecían los fines de semana. Es que iban de regreso a sus pueblitos, para –según lo habían recalcado ciento y cacho de veces– disfrutar de la compañía de sus esposas y sus retoños. Excepto el agrónomo, él soltero aferrado, hasta ahora. Lo que sí que sus familiares más cercanos vivían en casa del diablo. Y esquivando, ahora sí: de lunes a viernes las cenas, es decir, las pláticas, reunión de trabajadores que a menudo terminaba en presunciones relativas a cuánto percibía cada quien en su trabajo, siendo que el que ganaba más era Demetrio, acaso debido a que era el único seudoprofesionista de los cuatro: ah, la gran ventaja sobrentendida. Si alguno del resto hiciera negocios –¡vaya!– saldría por piernas de esa casa en pos de un modo de vida superior, pero no, eran asalariados de bajo perfil, algo más jóvenes que el agrónomo; él, ¡triunfador!, signado por dos mil pesos mensuales, tanto que el placer del sexo le podría resultar un lujo aleatorio, algo que lo estaba erizando: un regusto al tope ¿por cuánto tiempo? Sirva esta noción para regresar a lo de las cuentas, hechas por la mañana en encierro dominguero: Demetrio debió incluir lo de su ahorro mensual para comprar una casita. Resta ínfima. Suma que luego de tantos años de aprieto... Aprieto, pero con dinero creciendo en el banco: ¿qué porcentaje? Como tenía cuenta a plazo fijo él sólo podía ver el incremento una vez al año. Monto significativo. El primer dato ¡qué barbaridad!, nomás de ver la cifra, y el segundo ¡uh! De verdad que convenía tener el dinero guardado en alguna de esas casas benefactoras. Dos veces la información. Dos, porque Demetrio llevaba dos años y tres meses trabajando como administrador y técnico agrícola principal en un huerto de diez mil hectáreas. Rancho privado sería el nombre correcto, pero el propietario se negaba a llamarlo rancho, la palabrita le parecía inadecuada, dado que allí no había vacas ni gallinas ni chivas, esos animales que tanta riqueza producen (ni marranos). De modo que no. En cambio peras, manzanas y alguna que otra ocurrencia de siembra y de cosecha: una terquedad tocha: lo agrícola, ¡ea! Ahora bien, antes de continuar con este asunto, es pertinente meter aquí una acotación muy al sesgo: como hoy por hoy el tema de los ranchos es de índole periférica, sólo por no ser materia urbana ni violenta (jamás al propietario se le ocurrió sembrar marihuana ni amapola), hemos de dar la información muy de refilón para de inmediato entrar de lleno en lo sexual, que eso sí vale. Sin embargo, rapidito enterémonos de que Demetrio Sordo no se encargaba de la distribución de la cosecha: hasta donde debiera llegar: cerca o lejos, ¡no!, o el contratar tráilers, eso enredoso. Sí, en cambio, se responsabilizaba de la sangría resultante; sí, también, de lo relativo a agenciarse fertilizantes y abonos, amén de los mejores insecticidas para evitar plagas y demás; sí del laboreo: el hacer zanjas, caballones, besanas, amelgas y hasta terrazas; asimismo lo postrero: glebas, escardaduras, barbechos, gradeos, siega, criba y trilla, con, desde luego, la organización del campesinado. Todo lo cual discurría de maravillas, habida cuenta de que de un tiempo a la fecha el propietario hubo dejado en manos de Demetrio la regencia del huerto. Confianza. Aprecio. Visitas de aquél dos veces por semana. Idas por resultados y punto. En marcha tranquila lo que para otros podría ser tormentoso. Y salgámonos de eso ya, para dar paso a lo sexual reciente. Antes, como se dijo, al concluir su jornada el agrónomo se iba directo a la casa de huéspedes; es que llegaba batido a bañarse, a descansar: encierro, ruptura, radio, en espera de la hora de la cena. Monotonía. Pero desde que conoció a Mireya se dirigía al burdel: en taxi: desesperada ida sucia, sólo la segunda vez, puesto que la tercera, ah, en el huerto había un baño, o sea: a cubetazos la limpieza. Al respecto, no está de más considerar la tardanza para el calentamiento óptimo del agua. Que una cocina, que una estufa: por supuesto que existía lo uno y lo otro, sólo que la distancia entre el cuarto de baño y la cocina era de cincuenta metros o más. Así más tardanza, pero Demetrio lo hizo desde la tercera vez: menudo brete aquello de ir y venir con las cubetas: cuatro en total: gran lentitud tomando en cuenta lo antecedente y lo subsecuente: robo de una hora al horario laboral, ¡ni modo!, porque de no llegar el agrónomo temprano al burdel, Mireya sería ocupada por otro cliente, y eso no. Al menos no sucedió durante esos días. Otra opción sería llegar y bañarse en aquel mentado infierno: en el cuarto de la morenota, antes del ensarte. Y la propuesta temeraria nomás para oír cualquier clase de respuesta negativa... No, al contrario, Mireya le dijo que mientras fuese rápida la bañada... Bueno, quitarse el polvo del campo no era cosa de una simple mojadura, había que estar buen rato bajo la regadera enjabonándose a fondo, por lo que Demetrio le dijo que por tal favor le pagaría una cuota adicional. Dinero para Mireya, en secreto, ¿eh?, y ella aceptó sonriente.
Travesura, no obstante, aunque peligro leve. En su argumento de conformidad Mireya subrayó que el favor terminaría cuando alguien, con muy mala leche, le soplara a la matrona lo notado así y asá. Un albur improbable, dado que entre los juegos eróticos podría suscitarse la treta de que los amantes eligieran hacer su ensarte bajo el chorro de agua. Empero, recuérdese que la matrona era rara, mañas sobre mañas: turbiedades que sí. Cierto que durante los días redichos no hubo chisme ni, en consecuencia, llamada de atención. Sólo que, la décima vez, Mireya le tenía a Demetrio una sorpresa. Apenada se la soltó, acaso porque a lo mejor aquello tan bonito terminaría feo y triste.
Cualquiera desearía que ante la perífrasis amenazadora de «te tengo que decir algo» hubiese una buena nueva. Sin embargo, después de la noticia hubo temblorina y silencio. Mireya miró el suelo: los tapetes atiborrados de trazos arbitrarios debían sugerirle algo: alguna cautela indirecta: la cual ¿cómo?, y musitó un vocablo y luego otro más, y un tercero que apenas tenía significado. Ante ese arredramiento, Demetrio se remitió a sus recuerdos más vulgares suscitados durante sus diversas copulaciones con la susodicha, sea pues la serie de insultos voluptuosos que de modo tan espontáneo le surgió desde el fondo del alma, escupitajos verbales como (citemos nada más tres): Al tiempo que te meto mi pistola, quiero meterte todo mi dedo índice izquierdo en tu fundillo... ¡Déjate!; o: Quiero que te portes mucho más puta que ayer; quiero que me hagas cosquillas en los güevos. Pero lo que más quiero es que me comprendas. La perversión sexual podía ir mucho más lejos: el sexo diabólico; el descaro del sexo, como arrebato ulterior, pero ya la índole de esas frases representaba el terror rarefacto por venir.
Merecerían una larga rechifla de la gente decente esa clase de sandeces, sí en teoría y en general, mas no en el caso de Mireya, para quien tal sarta debía sonarle candorosa, pobrecito señor macho, ay, ni que luego de sus vociferaciones amenazara matarla con un cuchillo cebollero, ni para cuándo, sólo la lascivia, en chorro, y el placer casi ensoñador. A fin de cuentas una manera original de comportamiento no pasado de la raya, y, volviendo a lo de «te tengo que decir algo», entrémosle al resto de las palabras: ella y sus cálculos: sus carraspeos medio de susto. La información concernía a una orden de la matrona muy a conveniencia: que desde esa vez en adelan...

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Sada, D. (2014). Casi nunca ([edition unavailable]). Editorial Anagrama. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3174848/casi-nunca-pdf (Original work published 2014)

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Sada, Daniel. (2014) 2014. Casi Nunca. [Edition unavailable]. Editorial Anagrama. https://www.perlego.com/book/3174848/casi-nunca-pdf.

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Sada, D. (2014) Casi nunca. [edition unavailable]. Editorial Anagrama. Available at: https://www.perlego.com/book/3174848/casi-nunca-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Sada, Daniel. Casi Nunca. [edition unavailable]. Editorial Anagrama, 2014. Web. 15 Oct. 2022.