Enfermas de belleza
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Enfermas de belleza

Dr. Renee Engeln

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Informazioni

Anno
2018
ISBN
9780718096083
CINCO
Cómo combatir la enfermedad de la belleza
11
Bajemos el volumen
EN UNA DE las cafeterías que suelo visitar hablo a menudo con otro parroquiano, un caballero algo mayor a quien le gusta charlar de filosofía. Un día, mientras yo estaba pagando mi consumición, él se puso a hablar con la camarera. Inspirado por sus piercings y tatuajes, proclamó con atrevimiento lo siguiente:
—¿Sabías —empezó, con su voz retumbando en el acogedor local— que no hay una cosa que una cultura considere bella que no se considere horrible en otra? Ni tampoco hay nada considerado feo en una cultura que no se considere bello en otra.
—Eso no es así —respondí, quizá elevando un poco demasiado la voz.
¡No pude evitarlo! Soy una científica, y este hombre se había metido en mi territorio académico sin contar con la información suficiente.
—¿Cómo dices? —me preguntó, girándose hacia mí.
—Pues que eso no es verdad —repuse, encogiéndome de hombros y dedicándole una ligera sonrisa.
—Vale, pues ponme un solo ejemplo —exigió—. Dime una sola cosa que todas las culturas consideren bella en una mujer.
—Una piel sin manchas ni arrugas —dije.
Frunció el ceño, incapaz de rebatir mi ejemplo. La camarera intentó contener la risa, se dio unos toquecitos con el dedo en la piel de su cara, lisa y suave, y sonrió.
Yo empecé a calentar motores. Llevaba siendo profesora demasiado tiempo como para detenerme abruptamente en medio de una buena lección.
—Un pelo saludable y brillante —proseguí—. Ojos grandes, brillantes, y con el blanco de los ojos bien definido. Facciones y extremidades simétricas. Cintura fina.
—Bueno, vale —gruñó—. Pero ya sabes lo que quiero decir con eso.
Y sí, ya sabía lo que quería decir con eso. Básicamente estaba dándome otro argumento de que «cada persona percibe la belleza de una forma distinta». Oímos este tipo de mensaje a todas horas. Son la gasolina filosófica que impulsa el motor de la campaña «Belleza real» de Dove. Si aceptamos que la belleza física queda definida de forma idiosincrática por cada persona en cada momento, podemos llevar esa idea al extremo y declarar que todo el mundo es bello.
Y por muy bien que suene, esta afirmación tiene dos problemas. En primer lugar, si es así, lo que sugerimos es que realmente no existe la belleza. Y esto va claramente en contra de montones de pruebas científicas que demuestran lo contrario. Puede que hasta cierto punto la belleza dependa del color del cristal con que se mira, pero en gran parte no es así. En segundo lugar, esta idea ignora el hecho de que parte de lo que impulsa nuestra percepción de la belleza es su excepcionalidad. La belleza extrema destaca porque es poco común. Si todo el mundo es precioso, entonces nadie es precioso. Y aquí no estoy hablando de la belleza del alma o del carácter: yo veo belleza en el interior de casi todas las personas. Pero la belleza física no sigue las mismas reglas.
Hace unos años, Esther Honig, una periodista, causó sensación en Internet cuando pagó a varios artistas de veinticinco países distintos para que retocaran con Photoshop una foto de ella. Sus instrucciones, sencillamente, fueron: «Hacedme guapa». En la imagen original, Honig lleva el pelo recogido hacia atrás, no está maquillada —o, si lo está, solo ligeramente— y no muestra ninguna expresión particular. Cuando las fotos del antes y del después llegaron a las redes sociales, todo el mundo se centró en lo distintos que eran los cambios que los artistas de distintas culturas hicieron en el aspecto de Esther. Uno le pintó los labios de rosa brillante y otro, de rojo oscuro. Unos le pusieron una larga melena. Hubo uno que le puso un hiyab.
Pero lo que yo vi ahí no fueron diferencias culturales, sino de patrones homogéneos. Cuando miro esas fotos, veo que todos los artistas le dejaron una piel lisa, de tono uniforme y sin imperfecciones. Le quitaron las ojeras oscuras de debajo de los ojos y le dieron unas facciones más simétricas. Le agrandaron los ojos y se los definieron más. En resumen, todos parecían querer alcanzar esa lista de características que le di al filósofo de la cafetería. Las demás alteraciones que hicieron —colores de maquillaje, peinados, joyas— eran distintos glaseados para un mismo pastel.
Quiero dejar claro que no estoy diciendo que la cultura no tiene ningún efecto en nuestros ideales de belleza. De hecho, tiene un impacto enorme. La cultura es el motivo por el que me río del flequillo cardado y de la permanente que yo llevaba en los 80. La cultura es el motivo por el que la preferencia por cuerpos delgados y musculosos o blandos y curvilíneos ha ido variando en el tiempo y la zona geográfica. La cultura puede ayudarnos a explicar por qué las mujeres blancas de los Estados Unidos se meten en cabinas de bronceado y tantas mujeres de partes de Asia y África pagan cuantiosas sumas por cremas que aclaran la piel. Y en este libro hablo principalmente de la cultura. Pero la belleza es un tema complicado y no le haremos ningún favor si no estamos dispuestos a reconocer el papel de la biología en nuestras percepciones de atractivo físico.
La belleza siempre será algo relevante en la mente humana. Aun así, no debería dársele tanta importancia como se le da hoy en día. Gracias a la evolución humana, es posible que acabemos topando con nuestra propia biología cuando intentamos deshacernos por completo de la enfermedad de la belleza. Pero aunque no podamos desactivar por completo nuestra atención por la belleza, eso no significa que no podamos intentar silenciarla un poco.
Marina*, una abogada blanca de cincuenta y ocho años de Wisconsin, con una hija y un hijo, es experta en el tema de decidir deliberadamente bajar este volumen. La hija de veinticinco años de Marina, Chloe*, me envió un mensaje por Facebook como respuesta a una publicación que hice en la que buscaba a personas para entrevistarlas. Chloe se deshizo en alabanzas hacia su madre: «Me crio, milagrosamente, sin crearme ningún problema de imagen corporal». Quise indagar más sobre tal hazaña, así que Marina y yo hicimos una entrevista por teléfono. Me concedió amablemente una hora al mediodía, en su descanso del trabajo, y charló conmigo desde su despacho.
Normalmente empiezo preguntándoles a mis entrevistadas si tienen algún recuerdo concreto de su infancia sobre cómo el aspecto físico influyó en sus vidas. En el caso de Marina no había ningún recuerdo concreto. En vez de eso, lo que sí tiene presente son los años y años de enfrentamiento que tuvo con su madre sobre el aspecto físico. Los conflictos empezaron con la adolescencia de Marina, cuando se le empezaron a desarrollar los pechos y las caderas, y ganó peso.
—Yo me sentía muy incómoda —me explicó Marina—. No lo entendía demasiado, y veía que la ropa no me quedaba bien.
Además de ganar algo de peso, Marina también tenía que enfrentarse al hecho de que era excepcionalmente alta y patilarga. Cuando sus primas le pasaban su ropa para que la reutilizara ella, Marina me explicó que nada le quedaba bien.
—Siempre se me quedaba todo un palmo corto. Nunca me llegaban los pantalones a los tobillos, y las muñecas siempre me quedaban fuera de la camisa. Y ni se me pasó por la cabeza la idea de que fuera la ropa lo que no me estaba bien. Lo único que pensaba es que era mi cuerpo el que estaba mal.
—Cuando eras adolescente, ¿a qué pensabas que tenías que parecerte? —le pregunté.
—Pues no sé, ¿a una Barbie? —respondió, no del todo segura, y procedió a explicármelo mejor—. Yo era la primera generación que creció con las Barbies. Yo pensaba que quizá tenía que acabar pareciéndome a ella, o quizá a mi madre; era esbelta y estaba en forma; no tenía ni un kilo de más. Supongo que pensaba que tenía que acabar pareciéndome a ella. Pero no fue el caso.
La madre de Marina tenía una idea muy definida del aspecto que debería tener el cuerpo de su hija, y no dudó en dejársela bien clara.
—Me lanzaba muchos mensajes de que yo comía demasiado, y que estaba poniéndome muy grande, y que estaba muy gorda, y que tendría que ponerme una faja o meter barriga porque estaba enorme. Empecé a recibir esos mensajes en la adolescencia y así han seguido durante los últimos cuarenta y cinco años.
La madre de Marina ahora tiene ochenta y seis años. Le pregunté a Marina si sigue haciéndole comentarios sobre su peso.
—Ah, sí, desde luego —Marina alarga el «ah» y ríe con tristeza—. Sí, sí. Está constantemente diciéndome que mi cuerpo no está bien, que no es aceptable. Llevo oyendo eso alto y claro durante muchos, muchos años.
—Asumo por tu tono de voz que no son comentarios sutiles, ¿no?
—Qué va. Directísimos. «Estás demasiado gorda. No puedo aceptarte así». Para mi madre, el peso es muy importante. Realmente es la vara con la que mide a la mayoría de la gente. Si le presento a una amiga delgadita, sé que mi madre pensará que es una persona maravillosa. Y sí, si salimos a algún lugar, ella señala sin ninguna vergüenza a las mujeres con sobrepeso y habla de lo horribles que están. Para ella es algo muy importante.
—Has dicho que el peso es la vara con la que tu madre mide a todo el mundo. ¿Y tú también lo haces? —le pregunté.
—No, no. Para nada —responde con énfasis Marina—. Aunque como ya sabes bien, nuestra cultura obsesionada con el cuerpo nos dice constantemente que las mujeres delgadísimas y minúsculas son el ideal de cuerpo que deberíamos tener, y no sé cómo escapar a todo esto. Aunque lo tenga claro intelectualmente, no sé cómo liberarme de ello.
Le pregunté a Marina si ella creía que llegaría el momento en el que las mujeres no tendrán que preocuparse tanto por su aspecto ante los demás. Su respuesta me sorprendió.
—Bueno, si lo pensamos desde el punto de vista de la psicología evolutiva, seguramente no.
—¿El futuro no pinta bien?
—No pinta bien, no —confirmó Marina. Me reí un poco, asombrada por el hecho de que Marina hubiera sacado el tema de la psicología evolutiva. Es un comentario que esperaría oír de una persona en la universidad, no de una abogada. El pesimismo de Marina no le impidió esforzarse para crear un entorno positivo sobre el aspecto físico para su hija; solo la hizo ser más realista que la mayoría sobre las fuerzas a las que se enfrentaba.
Evolución y belleza
El relato evolutivo de la belleza humana que le provoca este pesimismo a Marina merece un poco de explicación. Pero antes de meterme en la ciencia que hay detrás de un marco de referencia evolutivo para la belleza, hablaré de una demostración que hago en mi curso «Psicología de la belleza». El primer día de clase les pido a los estudiantes que se dividan en grupos pequeños y que hagan una tarea algo desagradable. Le doy a cada grupo dos montones de fotos, uno de hombres y otro de mujeres, que he sacado de hotornot.com —un sitio web donde la gente sube sus fotos para que los demás las puntúen—. Después les pido que clasifiquen los dos montones según lo atractiva que es cada persona; de más a menos.
La verdad es que evaluamos constantemente y en silencio el atractivo de los demás, pero convertirlo en una actividad de clase hace que mis estudiantes se sientan incómodos. A pesar de las horas que puedan pasarse deslizando el dedo hacia la derecha o hacia la izquierda en Tinder, odian tener que clasificar a la gente en voz alta. Aun así, se trata de un ejercicio muy importante, porque los resultados son muy reveladores.
Las clasificaciones siempre varían un poco. Por ejemplo, normalmente hay dos mujeres que se consideran las más atractivas y puede que a los estudiantes les cueste llegar a un acuerdo de cuál de las dos ocupa el puesto número uno. Del mismo modo, algunos deciden que el más atractivo es un chico con unos tejanos rasgados y otros lo ponen en segundo o tercer lugar porque le ven cara de creído. Pero nadie, jamás, pone a ninguno de los tres candidatos favoritos hacia el final de la pila, y ninguno de los que se consideran menos atractivos está entre los más atractivos de otro grupo. Con excepción de algunas leves discrepancias, mis estudiantes están abrumadoramente de acuerdo en lo referente al atractivo físico.
De nuevo, me gustaría dejar claro que no estoy hablando de lo que a veces llamamos «la belleza interior». Estas evaluaciones son de personas desconocidas de las que no se sabe nada más que el aspecto que tienen. En el mundo real, a menudo sabemos cosas sobre el carácter de los demás que hacen que nuestra percepción de su atractivo cambie. Seguramente todos conocemos a personas que son auténticos cretinos y cuya actitud negativa influye en cómo los vemos físicamente. En la misma línea, me imagino que también hay personas que nos empezaron a parecer cada vez más guapas a medida que las íbamos conociendo y apreciando. Pero estas pequeñas variaciones de percepción no cambian el hecho de que nuestras mentes son espectacularmente buenas a la hora de juzgar el atractivo físico y que, en la mayoría de los casos, todos parecemos tener unos mismos criterios subyacentes para estas evaluaciones.
Hace ya décadas que los científicos llevan examinando sistemáticamente este tipo de consenso. Unas investigaciones realizadas por la Universidad de Texas donde se examinaron cientos de estudios publicados descubrieron que mostramos niveles remarcablemente altos de consenso en lo referente al atractivo físico de los demás.1 En aquellos estudios donde los adultos de una cultura evaluaban el atractivo de otros adultos de la misma cultura, el acuerdo entre los votantes llegó al espectacular coeficiente de fiabilidad —un índice que mide cuántos votantes están de acuerdo— del 0,90. Para que nos hagamos una idea, un 1,0 sería un acuerdo unánime. Las evaluaciones interculturales, donde personas de unas culturas votaban la belleza de un individuo de otra cultura, llegaron a un nivel de acuerdo incluso más impresionante: un 0,94.
Podría decirse que los adultos están de acuerdo en la belleza porque todos se han alimentado de los mismos ideales y normas culturales. Pero incluso los bebés son capaces de identificar caras atractivas, y su elección coincide con la de los adultos. En un estudio se mostró a casi 200 bebés de entre seis y diez meses imágenes cuyo atractivo ya había sido evaluado por los adultos.2 Los pequeños evidenciaron una clara preferencia por las fotos de personas atractivas y las observaban durante un tiempo significativamente más largo que las de los individuos menos agraciados. Este patrón se repitió independientemente de la raza de la persona de la fotografía, y apareció incluso cuando era poco probable que los bebés hubieran visto a muchas personas de esa etnia. Es complicado echarles la culpa a los anunciantes o a las redes sociales por este tipo de resultado. Los bebés no se ponen a leer la Cosmo ni pasan el rato en Instagram.
Hemos evolucionado para ser altamente sensibles hacia la belleza porque, durante millones de...

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