Autobiografía
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Autobiografía

Luis Enrique

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Luis Enrique

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En una historia reveladora y secreta, el cantante salsero Luis Enrique comparte los momentos que dieron forma a su vida, originada en las entrañas de Nicaragua en estado de hervor, en un pueblo llamado Somoto del que salió muy joven con rumbo a Estados Unidos con una maleta llena de sueños.

Llegó a la urbe estadounidense solo e indocumentado a enfrentarse a una cultura distinta, a una lengua que no conocía y a las penurias de cualquier inmigrante recién llegado. Indocumentado por años, y ejerciendo trabajos varios, su sueño de ser cantante, se veía muy lejano... casi imposible, ni siquiera existía la posibilidad de llegar a pensar lo logrado hoy en día, con reconocimientos hasta en la Casa Blanca. Luis Enrique relata cómo experimentó por primera vez el miedo, el sufrimiento, el alejamiento de sus seres queridos, el amor y el desamor y el llegar a la cima gracias a al éxito que alguna vez pareció un espejismo.Cada golpe, cada herida llevó a Luis Enrique a fortalecer sus ganas de luchar, cada caída cicatrizaba en enseñanzas que se convirtieron en el arma más importante de su lucha. Sus ángeles y demonios quedan a la intemperie en un relato en el que se desnuda con la palabra y se desahoga con el alma. Momentos también salpicados por el éxito, por la risa, por el estado de shock que produce la fama. Una memoria que hilvana momentos y experiencias de dolor, amor e intensidad extrema nunca antes compartidas, inéditas para quienes hoy lo reconocen como una figura máxima de la música tropical.

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1
Somoto
Entre mi gente soy la voz que vive lejos,
pero jamás voy a olvidar
esos amaneceres bellos de Somoto,
los juegos en la Calle Real,
mi primera novia
y mi identidad.
De Autobiografía, del álbum Ciclos
El intenso aroma del caldo hirviente de pescado se extendió por el largo pasillo, se coló por alguna rendija de la puerta de mi habitación y me sacudió la modorra vespertina. Doña Mila era una diosa en la cocina. Sopas, salpicón, ayotes en miel, plátanos maduros, buñuelos, refrescos de chicha, cebada, y mi favorito: una bebida preparada con maíz y cacao que llamamos pinolillo… La cocina de la casa de mi abuela materna era una especie de laboratorio en el que se confundían y abrazaban los olores y sabores típicos de mi querida Nicaragua —desde los más sutiles hasta los más intensos— con el chachareo del diario vivir y las obligadas pláticas sobre política.
Me desperecé muchas veces a duras penas, haciendo un gran esfuerzo para llegar puntual a la mesa, pues una regla estricta permanecía para toda la familia:
Aquí se desayuna, se almuerza y se cena a la hora precisa, y quien no llegue a tiempo no desayuna, ni almuerza y, mucho menos, cena.
Así decía la abuela, y así era.
Escuché a Matún —así apodábamos a mi hermano Francisco— en el patio, jugando con Sandra, la hija de doña Mila, una chiquilla de piel morena que tenía una fuerza que contrastaba con su delgadez, que jugaba béisbol y trompo mejor que nosotros, y más de una vez nos propinó un par de buenos golpes, porque hasta en el boxeo era superior a mi hermano y a mí.
A fuerza de años en la cocina, doña Mila se ganó un puesto especial en nuestra familia, que era como una congregación de abuelos, hijos y nietos dispersos entre los recintos, los cuartos, aquel pasillo amplio y largo, tipo galerón, y un patio interior en el que pocas veces reinó el silencio.
Recuerdo con dificultad algunos detalles precisos de mi niñez, pero tengo clarísimo —tan claro como el agua— que mi época de infancia estuvo siempre atada a esa casa y, sobre todo, a mi abuela materna Gertrudis, Gertrudis Baca Navas.
Somoto es una ciudad pequeña del departamento de Madriz, en el norte de Nicaragua. Asentada en un valle y rodeada de montañas, la ciudad se compone de calles adoquinadas y casas de adobe. Era un pueblo extremadamente sencillo, y aún hoy lo sigue siendo. Los somoteños son gente muy trabajadora, y en aquellos tiempos de mi infancia —en la década de los 60— la agricultura y la ganadería ocupaban la mayor parte de su tiempo. Le metían a la faena de sol a sol.
En ese pueblo sencillo vibraba y se respiraba la libertad. Andabas por el campo a pie, o a caballo, y disfrutabas las travesuras comunes de los chiquillos, como montarte en un burro para que te botara, y luego partirte de la risa con tus amigos. En las calles de Somoto lo mismo transitaban carros que animales, así que no resultaba nada extraño compartir la vía con burros, vacas, puercos y pollos. Era un pueblo pintoresco, lleno de gente buena, amigable y muy talentosa.
Las vacaciones allí eran fantásticas. Guardo en mi memoria las fiestas de la Purísima y la celebración de la Navidad. Cierro los ojos y me parece verlas como en una película, tan llenas de colorido, de vida. Hay instantes que recuerdo como si fueran piezas de un rompecabezas que se van uniendo hasta presentarme el momento completo. Cada vez que encajo una pieza con la otra siento un regocijo inmenso, cierro los ojos y lo revivo con harta emoción.
El clan materno: Los López-Baca
Somoto se asemejaba a la escenografía de una pieza teatral. Paredes de adobe, techos de tejas que desbordaban un delicioso olor a tierra, una naturaleza frondosa, en fin, un escenario mágico, donde ellos tuvieron su hogar. Mi abuela Gertrudis conoció a mi abuelo y se enamoró de él, de Camilo López Núñez en Corinto, donde también se casaron teniendo como padrinos de boda al general Anastacio Somoza García y doña Salvadora Debayle de Somoza.
Camilo vivía sus días con la rigurosidad de un político, pero en ocasiones rompía su propia severidad. Jugaba póker, sí, como todos en aquellos tiempos, pero su pasión eran los gallos, no por el juego ni por la apuesta, sino por un asunto de reto, de orgullo y de competencia. Los gallos le hacían perder la cabeza. Y tenía un criadero, una granja de gallos de pelea. Aquello era un recinto sagrado, un lugar intocable que celaba al máximo y al que me daba el privilegio de tener acceso para que le ayudara a darle comida a las aves.
¡Me encantaba acompañarle! Además —y esto lo confieso por vez primera—, me escondía entre los recovecos de aquel lugar para mojar el grano que se utilizaba para alimentar a los gallos, que era muy parecido al maíz, y que con el agua se convertía en una especie de melcocha pastosa que me metía a la boca porque me gustaba.
Camilo y Gertrudis eran una pareja perfecta, pero como individuos eran diferentes. Él era callado, pausado, hermético, alto y guapo. Ella, dicharachera, fogosa, con un carácter que dejaba huellas. Abuela era capaz de saltarse las páginas de un discurso, que se supone que debería leer, para improvisar como le venía en gana, con un estilo que hipnotizaba a quienes la escuchaban, que los dejaba perplejos, boquiabiertos y pendientes de cada una de sus palabras.
Mis abuelos maternos eran gente de clase media, empleados de gobierno. Creo que el furor político los unía y que ese frenesí se convertía en pura pasión. Mi tío Camilo, mis tías Inverna, Patricia, Zayra, y mi madre, María Aurora, vivían en aquella casa, que no era pobre, pero tampoco rica, y que fue construida a punta de esfuerzo, sacrificio y trabajo. Era blanca, amplia, con una terraza en la entrada, adornada por un par de pilares altos que te daban la impresión de estar entrando a un palacio.
A mis cincuenta y cuatro años, voy recordando a pedazos, como si la memoria hubiera decidido borrar algunos incidentes y mantener intactos otros, solo por joder. Por ejemplo, aquella Navidad. Debí tener cinco o seis años, y ya entonces la música me latía. Pedí de regalo una batería, como cualquier otro niño pudo haber pedido pistas de carros, o útiles deportivos. Cuando aquel aparato llegó, mi corazón se revolcó, pero era, evidentemente, una batería de juguete. ¡Platillos de juguete, tambores de juguete, todo de juguete! Estaba hecha de una especie de pergamino que se hizo trizas tan pronto le di los primeros golpes rítmicos y emocionados. La felicidad me duró escasamente ese minuto en el que le caí a palos para sacarle sonido. Lloré con intensidad, un berrinche del carajo. Lo que tanto quería no me duró nada.
Los músicos no eran bien vistos en casa de mi abuela materna, ¡qué va! Los López-Baca eran gente de política, de argumentos apasionados enfrascados en la actualidad del país. Mi pasión por la música no les gustaba, y a veces hasta se reían. Con el tiempo entendí que, para ellos, mi inclinación musical demostraba que en mis adentros latía sangre Mejía. Los Mejía Godoy eran mi familia paterna, un clan totalmente musical, de vena ardiente, de melodía a flor de piel y letra en la garganta.
El clan paterno: Los Mejía-Godoy
Carlos Mejía Fajardo se llamaba mi abuelo paterno. Era un hombre sencillo y amable, que trabajaba como agente aduanero en la frontera entre Nicaragua y Honduras. Era blanco, tirando a colorao, con una envidiable y frondosa cabellera, aprisionada por la gomina que se untaba con parsimonia, y dueño de una simpatía y don de gente que le ganaban afectos por doquier.
Tenía un cargo importante mi abuelo, pero a la vez era un bohemio, un bohemio empedernido, constructor de marimbas, que tocaba guitarra y disfrutaba sacándole a ese instrumento sones, corridos, canciones de la época de Gardel y de los tríos. Abuelo Carlos fue autodidacta en la música, tal y como lo fue su hermano Mundo, al que le llamaban El Hombre Orquesta, porque tocaba todos los instrumentos habidos y por haber.
Marielsa Godoy Armijo era mi abuela por parte de padre, una mujer linda, sencilla, trabajadora y emprendedora, que parió siete hijos, y a la que, con tantos muchachos, no le quedó más remedio que ser ama de casa. Francisco Luis, mi padre, y sus hermanos: Carlos, Luis Enrique, María Conchita, Armando, María de los Ángeles y María Lucila componían la prole, la otra mitad de mi mundo.
Eran dos familias diametralmente opuestas. Una, rígida, seria, políticamente comprometida. La otra, divertida, rítmica y que respiraba arte en todas las manifestaciones posibles, ese arte que a través de la canción se comprometía social y culturalmente. La música me nace por ahí, y por ahí también comencé a aprender acerca del abismo que existía entre las clases sociales. Crecí entre gente pudiente, por un lado, y también muy humilde por el otro, entre intelectuales y músicos de barrio. Entre mis dos familias se evidenciaban grandes diferencias de pensamiento, una era del ala derecha y la otra de la izquierda.
En la casa de mis abuelos paternos se hablaba de todo, pero siempre el arte se metía de alguna manera en las pláticas. Era gente muy cuentera, muy de anécdotas, que se sazonaban y exageraban para hacerlas más jocosas y, si no las había, se las inventaban. ¡Muy nicas!
Nada más pisar esa casa sentía otra vibra, no entendía bien lo que esa vaina tiene que ver con la energía, pero me gustaba, porque era un ambiente delicioso, riquísimo. En esa casa esquinera Mamá Elsa tenía su pequeña pulpería, una tiendita en la que se vendía todo lo de primera necesidad y algunas golosinas, que mi hermano y yo agarrábamos para saborear.
Mis tíos: Carlos, Luis Enrique y Armando estudiaban internados en el Colegio Calasanz de la ciudad de León. Mi tía Conchita vivía en Estados Unidos, y mis tías Lucy y Mariángeles estudiaban internadas en la Pureza de María, otro colegio que también estaba en León. Al igual que en la otra casa, también comíamos bajo la tutela de una abuela, a la que no le quedó otra opción que valerse de un carácter fuerte para dominar a esa pila de bohemios casi imposibles de aquietar, y que a su paso por la casa iban dejando, como rastro de presencia, sus bártulos e instrumentos.
Me viene a la mente una vez que mi padre dejó sus tumbadoras —congas de origen cubano— en la casa. Yo sería bastante niñito, tendría cuatro o cinco años como mucho. Nada más verlas me emocioné y, claro está, me dio la tentación de tocarlas. Arrastré como pude una silla del comedor para treparme y alcanzar aquellos tambores que me parecían fantásticos, gigantes, con ese cuero tan estiradito. Mi padre me encontró justo cuando intentaba atacarlas con las manos para sacarles sonido y me echó un regaño que no olvido:
—Mirá chiquillo, te vas a caer y me vas a romper las tumbadoras— todo un rollo, y a gritos.
En aquella casa dormí pocas veces, ciertamente muy pocas, pero se quedó conmigo el olor añejo a madera, que la caracterizaba, y que se mezclaba con el de los frijoles que solo la Mama Elsa sabía hacer tan ricos. Con mi abuelo Carlos me conectaba la música. Alimentaba mi curiosidad en su estudio de dos tracks y, mientras me mostraba cómo grabar, fomentaba en mí el gusto por los detalles en la música. Recuerdo perfectamente su voz:
—Vení, que te quiero mostrar esto, escuchá— me dijo más de una vez: Adiós muchachos, compañeros de mi vida… y comenzaba a cantar como Gardel, de quien era fanático.
Los abuelos Mejía no eran de estar apapachando y expresando sus sentimientos en palabras, pero su amor estaba ahí, sintiéndose en el ambiente y, sobre todo, en su trato.
Dos familias enfrentadas
Todavía no entiendo cómo se empataron mi mamá y mi papá siendo de hogares tan opuestos. Ya mayor, al analizarlo, me parece un junte extraño destinado a un fin precoz, a no durar, y consignado a desatar una locura entre las dos cepas.
Mi niñez transcurrió entre dos casas, dos familias, dos ambientes, dos mundos drásticamente aparte, tan aparte como mis padres, de quienes estuvimos separados desde temprana edad a consecuencia de un enamoramiento equivocado y de las ridículas normas sociales, que en aquellos tiempos pretendían «proteger» en vez de unificar.
Las familias no se llevaban bien, para nada. Se chismorreaba que en casa de Camilo y Gertrudis me castigaban por ir a la casa de Carlos y Mama Elsa a ver a mi papá, a quien le engancharon el papel del malo de la película. Esa riña que mantenían tras bastidores comenzó con el desacuerdo por el casamiento de mi mamá y mi papá. Ese matrimonio le abrió la puerta a una historia bastante amarga, de distancia y habladurías, aderezada por las características de dos mundos contundentemente distintos. Bohemios versus políticos, imagínense.
No tuvimos una de esas vidas familiares protagonizadas por papá, mamá, hermanos y un libreto de lo que llaman normal. Recuerdo lejanamente que mis padres tuvieron una casa, una casa pequeña, pero nada más. Lo único que mi memoria afirma y reafirma es que mi abuela Gertrudis era mi mamá, y mi abuelo Camilo, mi papá. De hecho, separarme de ellos me afectó mucho más que la distancia de mis padres.
Esa ruptura me desencajó, me dejó en el aire. A mis nueve años me atacó la inseguridad, el terror de quedarme sin aquel amor y aquella protección. Emocionalmente fue un suceso que me marcó, que me dejó grietas que se hacían más profundas por el hecho de no tener comunicación con mi madre. Ella había partido a Costa Rica, empujada por el equivocado interés de sus padres de librarla de mi padre y del qué dirán. En ese país vecino, mi madre había iniciado una nueva vida, con un marido nuevo y una h...

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