La peineta calada
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La peineta calada

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La peineta calada

About this book

Cirilo Villaverde (1812-1894). Cuba.Estudió en La Habana en el Seminario de San Carlos donde se graduó de Bachiller en Leyes, más tarde practicó la docencia y el periodismo.En La Habana asistió a la Tertulia de Domingo Delmonte y publicó en la Gaceta Cubana su novela La joven de la Flecha de Oro.El 20 de octubre de 1848 fue condenado por una comisión militar, un año después escapó de la prisión y viajó a los Estados Unidos.Poco después fue nombrado redactor en jefe de La Verdad, periódico de Nueva York; aunque en 1858 fue amnistiado y pudo regresar a La Habana.En 1861 regresó a los Estados Unidos y trabajó en el periódico La América, de Nueva York. Terminó de escribir Cecilia Valdés en 1884 y murió el 24 de octubre de 1894 en dicha ciudad.

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Information

Publisher
Linkgua
Year
2014
Print ISBN
9788499532448
eBook ISBN
9788499532431
Edition
1
II
Con el apresuramiento con que nuestra joven subía, no reparó en una señora como hasta de cincuenta años, que desde la barandilla de la escalera, había estado observándola en silencio.
—Vaya —le dijo ésta al pasar— cualquiera diría que te has vuelto loca. Toda la tarde en el balcón, y ahora dando carreras, escalera abajo, escalera arriba.
—¿No quiere usted que pierda el juicio, si ha llegado la noche y no vuelve Andrés? —contestó la muchacha sin detenerse. Y cubriéndose la cara con las manos, se echó en una silla, cerca de la puerta, llena de la mayor angustia.
—Mira, mira como me has puesto las flores. No he querido recogerlas para que vieras lo que me has hecho con tus carreras y tu atolondramiento.
—Perdón, mamá; pero yo no puedo remediarlo. Andrés nunca ha estado hasta estas horas en la calle; además que él me prometió que volvería temprano.
—¿Pero quién te ha dicho que ya es tarde?
—Son cerca de las ocho.
—Se le habrá ofrecido algo en la tienda.
—No lo creo.
—Pues con apurarte no ganas nada, porque él por eso no ha de venir más temprano. Este corto y rápido diálogo pasó entre madre e hija, mientras ambas recogían las flores esparcidas por el suelo, y las colocaban por sus pétalos de alambre en torno del borde de la canastica.
Antes de que las dos mujeres concluyeran esta operación, se oyeron pasos en la escalera, y la joven, harto impaciente y cuidadosa, dando de mano a las flores, que eran muchas, acudió a la puerta para recibir al que llegaba. Era un muchacho de mala traza, desaseado y de picaresco semblante.
—Buenas noches, doña Doloritas —dijo quitándose el sombrero de pelo todo abollado y de color gris, por lo viejo—. Dice don Andrés, que no lo esperen hasta las nueve.
—¿Qué se le ha ofrecido de nuevo? —preguntó Dolores, poniendo la mano izquierda con muestra de ansiedad en el hombro del muchacho.
—¿A don Andrés, preguntaba usted? Yo no sé.
—Sí, Andrés, ¿qué quedaba haciendo?
—Es decir a usted que yo no sé.
—Pues tú no vienes de allá.
—Ahí tiene usted.
—¿Quedaba en la tienda cuando tú saliste?
—Es que don Andrés no estaba haciendo nada cuando me dio el recado para usted.
—¿Y cuándo te dio ese recado?
—Esta tarde, al oscurecer.
—¿Y ahora vienes a traérmelo?
—¿Qué quiere usted, doña Doloritas? Don Andrés esta tarde me llamó aparte, y me dijo:
—Ciriaco, ve en un brinco a casa y di que no me esperen hasta las nueve, porque estoy muy ocupado. Al salir por la puerta corriendo, me vio el amo y me preguntó:
—Ciriaco, ¿dónde vas?
—A casa de doña Doloritas —le contesté.
—Luego irás a casa de doña Doloritas —replicó el amo—. Primero son los quehaceres de la tienda que los de fuera. Anda a Salud, y dile a don Gregorio que me mande las cuatro conchas de carey que allí ajusté esta mañana. Y fui al barrio de la Salud.
—¿Y luego?
—Luego fui al barrio del Ángel para cobrar la composición de una caña de carey del doctor Sanguijuela; y luego a casa de la señora doña Eugenia Pérez a cobrar una cuenta atrasada, y luego al barrio de San Isidro a entregar dos peinetas de caracol a las niñas del Contralor, y luego...
—¡Y luego a los infiernos! —le interrumpió la joven exasperada de oírle contar dedo por dedo los diferentes puntos a donde había tenido que ir antes de traerle el recado de Andrés.
—Usted dispense, doña Doloritas —prosiguió el muchacho sin turbarse por aquel exabrupto—. Pero usted debe considerar que yo no tengo diez cuerpos para cumplir a un tiempo con tantos mandados: además, que yo creí que el recado de don Andrés no precisaba mucho, porque él no me dijo, como otras veces, corre, Ciriaco ahora mismo, sino ve en un brinco. En un brinco se va en cualquier tiempo.
—¡Yo no sé cómo Andrés me manda decir nada con este muchacho, que es capaz de aburrir a un santo! —exclamó Dolores, volviéndole la espalda y enojada de oírle charlar.
—¿Qué es eso? ¿Qué se ha ofrecido? ¿Qué te ha dicho Ciriaco? ¿Qué le ha sucedido a Andrés? —preguntó la señora que ya había acabado de acomodar las flores.
—¿Usted no lo oye? ¿Usted no lo oye, mamita? ¡Mil mentiras y necedades, que solo Dios sabe como he tenido paciencia para escucharlo!
—Estas cosas se hacen así —agregó la madre de Dolores agarrando al muchacho por un brazo y acariciándole—. Dime, Ciriaco, ¿vienes tú de la tienda ahora?
—Doña Doloritas no lo quiere creer.
—Calla, y contesta lo que se te pregunta, ¿vienes de la tienda?
—Sí, señora.
—¿No quedaba en ella Andrés?
—Sí, señora... Es decir a usted; que no sé si quedaba o no. Porque yo entré y salí corriendo.
—¿Usted lo ve, mamita? Todas esas son mentiras. A Andrés no le ha de haber sucedido algo. Deje usted que se vaya ese muchacho de Barrabás. Vete, vete, Ciriaco.
—Pero si tú no le dejas explicarse. Dime, Ciriaco.
—No, no le pregunte más, mamá —interrumpió Dolores a su madre, empujando al muchacho hacia afuera.
—Usted dispense, usted dispense, doña Doloritas —repetía éste bajando la escalera más que deprisa, pues el airado semblante de la joven era para temer que no se contentara con echarlo de su casa con palabras.
—Madre mía —dijo Dolores en tono lloroso, luego que hubo desaparecido el travieso muchacho—, es preciso que vayamos ahora mismo a la tienda. Nadie me quita de la cabeza que a Andrés le ha de haber sucedido algo. El corazón me lo estaba anunciando desde por la tarde.
Y le contó las palabras que le había dicho el desconocido al pie de la escalera cuando al oscurecer bajó creyendo que era Andrés el que llegaba.
—Eso no pasa de una chanza —replicó la señora—. Los jóvenes del día todo lo echan a burla y a risa: esto no es nuevo para ti. Creería que tú habías bajado a esperar tu cortejo, y por no dejar de decirte algo, te dijo que no lo esperaras, pues no vendría. Tranquilízate. Además, hija, es tarde, están muy oscuras las calles, hace mucho viento y frío, y Andrés no puede tardar. Esperemos un poco....

Table of contents

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. xx
  23. XXI
  24. Libros a la carta