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Sofía
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Sofía is the first in a series of works surrounding the lives of native Cubans. They present social commentaries through fiction that disparage the inhumanity of slavery.
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Information
eBook ISBN
9788499534541Edition
1X
Magdalena encontró a Sofía inmóvil, cubierta de una palidez mortal. Ya se menudeaban demasiado los síncopes que acometían a la debilitada joven, y Magdalena mandó que viniese el médico. Sofía abrió los ojos, quiso incorporarse al sentir la voz de la señorita, pero no pudo, y volvió a caer inerte sobre la almohada. Magdalena se acercó apresuradamente al lecho de la enferma, procurando consolarla. Pero la pobre muchacha no hablaba. Dirigía la vista con dolorosa vaguedad, fijándola en su amita, y cerrando después, por cortos momentos los párpados como si le cansase el sostener mucho tiempo la mirada. Y Magdalena, dominada por el fundamento de la conversación que acabara de tener con Ana María y Eladislao, buscaba en el rostro de Sofía los rasgos familiares que confirmasen las vehementes sospechas que en su ánimo impresionable produjeran las palabras de la desconocida señora, repetidas por el señor Gonzaga.
No tardó en llegar el doctor Alvarado, que era el médico de la casa, y con él entró Ana María en el cuarto de Sofía. El doctor hizo una ligera inclinación de cabeza por todo saludo, sin mirar siquiera la cara a Malenita; acercóse al catre, y con una rápida ojeada inspeccionó de los pies a la cabeza a la joven que permanecía sin movimiento aparente. Pulsóla más que con sus delicados dedos de aristocrática dama, con su oído finísimo de médico de nacimiento. Dos minutos, tal vez, permaneció él también inmóvil. Nadie osaba respirar con franqueza. Todos estaban fijos en el inexpresivo rostro del doctor. Al fin, éste soltó el brazo de la enferma, reconocióle el vientre, auscultóla pausadamente, volvió a palpar con delicada y sostenida presión por los lados del abdomen, y arropando luego a la muchacha, volvióse y preguntó el tiempo que llevaba en cama y las medicinas que le habían dado, diciendo a la vez:
—Temo que me han llamado ustedes demasiado tarde.
La anciana Maló contestó al doctor, diciéndole casi toda la verdad. El doctor hizo un marcado movimiento de disgusto.
—Varias veces te he dicho, Maló, que con tus atrevimientos ibas a cometer el mejor día una barrabasada —dijo el señor Alvarado, con la menor acritud que pudo aplicar a la intrusa bienhechora.
Maló miró azorada al doctor y luego, sumamente abatida, se quedó fija en la enferma que había caído en un nuevo desfallecimiento.
—¿Qué tal la encuentra usted, doctor? —se aventuró a interrogar Magdalena, de quien no se había separado Julita, la cual seguía todos los movimientos del hombre de ciencia.
Éste reparó entonces en la hermosa niña, a quien siempre acariciaba, e inclinándose diole los golpecitos en la mejilla, mientras contestaba a la pregunta de Magdalena:
—Mal, está mal; puede ponerse grave, tal vez peligre... —y para cuando esto decía estaba ya el activo galeno combinando una receta.
El doctor Alvarado no tuvo empacho en ser franco, tratándose de una esclava, por más que se notasen las trazas de ser bien querida de sus amos. Cuando hubo terminado la receta y recomendado la urgencia en la adquisición de lo ordenado, agregó, hablando con Ana María:
—Esta muchacha está preñada. Puede tener de cinco a seis meses. Debe haber sufrido algún golpe muy fuerte en la cadera. La cavidad pelviana ha debido ser muy castigada. Esto le ha producido indudablemente una conmoción atroz en el vientre; el feto ha perdido su posición normal; la placenta se ha desprendido y vaga de uno a otro lado del seno, a merced del movimiento de la enferma; la criatura seguramente ha muerto, y esta muchacha tiene que abortar, pero enseguida; no debemos esperar a la lentitud del proceso natural; después... ya veremos... no se puede predecir... Esa hemorragia que se le ha contenido con tan lamentable empeño lo ha entorpecido todo. De donde ahora se encuentra la enferma a la muerte, existe la menor distancia calculable... en fin, veremos. Vale mucho el que hay plétora de vida. Tan pronto como vengan las medicinas, que se le administren como se indica, y procúrese que guarde la mayor quietud. Esta noche volveré y... ya veremos... ya veremos...
El doctor se marchó, asegurando que no tardaría la joven en volver en sí, que el desmayo no tenía decisivas consecuencias y que era efecto de la pérdida de sangre que había experimentado. Y así fue. A poco volvióle el conocimiento a la muchacha. A su cabecera habían quedado Magdalena y Julita, acompañadas de la anciana Maló, que tenía la cara más triste que un sentenciado a presidio perpetuo. El estado de Sofía era gravísimo. Nadie que la viera en aquellos instantes habría reconocido a la gallarda manejadora que en la Plaza de Armas seguía constantemente los pasos de la vivaracha Julita. Su rostro pálido, estirado, su nariz aguzada por la consunción excesiva de sus músculos, su abultado vientre que tal parecía que por segundos se aumentaba, su fatigosa respiración que la obligaba a tener la boca entreabierta, mostrando sus magníficos dientes, antes tan blancos y engomados, ahora amarillosos y turbios; sus ojos hundidos, sus pupilas mortecinas —todo llenaba de tristeza el ánimo y como que señalaba los últimos instantes de vida de aquel embalaje humano.
La joven no hablaba una palabra. Magdalena la miraba, y pensando en que acaso aquella víctima del infortunio era hermana suya, derramaba inútiles lágrimas recapitulando los trabajos infinitos que en sus cortos años había la infeliz sufrido. Magdalena se hacía el propósito de comunicar sus impresiones a la muchacha tan pronto estuviera ésta en estado de atender a razones. Sí, le comunicaría lo que había dicho la desconocida señora, su madre, y la desventurada joven se consolaría ¿cómo no? al saber que era hermana de «su amita». Sí; y le diría más; le diría que ellos habían sido injustos con ella sin tener conocimiento de la verdad existente. ¿Qué sabía ella? Seguiría los impulsos de su corazón. Aún no sabía cómo decírselo; pero se lo diría, sí, se lo diría todo. Y en adelante procuraría subsanar el tremendo error; la imponderable injusticia de que había sido víctima Sofía. Y luego se decía la señorita, que el culpable de todo aquello había sido el señor Nudoso del Tronco. Hasta llegó a pensar en que todo lo sabía el difunto don Acebaldo y a posta se había encarnizado contra la muchacha para satisfacer su insaciable ambición, esclavizándola y usurpándole su legado. ¡Ah, si viviera, el pícaro!... Pero ya había muerto. Había «purgado su delito», y no había ya a quien castigar. Así lo creía Magdalena.
Luego, pensando en el embarazo de la enferma, se proponía también saber quién era el padre de la criatura. «Ahora era distinto, se decía; Sofía no era ya la esclava, era la mujer libre, blanca y casi rica, y diría quién era su amante y tal vez se le induciría, se le obligaría a reconocer su obra, a casarse con su amante. ¡Cómo! ¿Que no había más que venir y “perder” a una joven y dejarla ahí con un hijo que no sabría quién era su padre? ¡Eso tenía que verse!»
Y Magdalena, engolfada en una nueva serie de imaginaciones pues que nueva era la condición que ya le suponía reconocida a Sofía, se indignaba contra el burlador de su honra, sin darse cuenta de que hasta entonces todo lo había considerado desde distinto punto de vista, deduciendo diametralmente opuestas conclusiones.
Al fin llegó el medicamento recetado, se le propinó a la enferma la dosis señalada, y continuó la infeliz en su letargo que, más que a la vida, a la muerte se acercaba.
No quiso por su parte, Eladislao, que pasase de aquel día sin ver el abogado y tomar de él un consejo conveniente. Y como ya no era hora de oficina, fuese a su casa para acudir a la del jurisperito después de las siete, que era cuando ya había comido el letrado.
En efecto, en su bufete, fumando su tabaco de sobremesa, ante un escritorio cuya complicación de gavetas y apartados demandaba buena práctica para no confundirse en el momento preciso, estaba sentado el legista, personaje de honorable aspecto, uno de esos hombres que desde luego inspiran confianza a los maltratados por las injusticias humanas, uno de esos abogados que se confunden con los jueces de verdad, un tipo, en fin, de esos que nacen con cierta credencial de nobleza estampada en las líneas de la frente.
Cuando llegó el señor Gonzaga, el caballero del gran bufete se levantó y le recibió cariñosamente, brindándole una silla que había junto al escritorio, cerca del sillón giratorio que él ocupaba.
Después de ofrecerle un magnífico puro de la aromada vejiga tabaquera que usaba el profesor legal, díjole en confiado tono:
—Creo que no tardaré en comunicar a ustedes buenas noticias respecto de nuestros asuntos.
—Lo celebraremos infinito, caballero; pero el que hoy me trae a verle es otro bien distinto —contestó Eladislao, dando la primera chupada a su tabaco.
—¡Hola! Veamos. Cuando hay nuevas cuestiones que exponer debe comenzarse por ellas —replicó el abogado disponiéndose a escuchar.
El doctor Olegario Jústiz era un hombre de menos que mediana estatura; pero en su sillón tenía el augusto continente de las antiguos jueces romanos. El busto de su persona era demasiado corpulento tal vez para sus piernas, cortas y endebles relativamente. Acaso por esto le disgustaba defender pleitos en las sesiones de estrado; porque entonces perdía mucho de su venerable apostura. Sentado, ¡ah, sí!, sentado se ostentaba su individuo en toda su admirable majestad. Su cabeza de corte volteriano, pequeña, bien formada, lucía una frente espaciosa, ligeramente marcada por las arrugas de las continuadas vigilias; y su mirada expresiva, brillante, de profundos alcances, delataba de momento al hombre a quien jamás le bastan las palabras para expresar todo su pensamiento. Y no porque fuera corto en buenas frases el doctor Jústiz, no; que a menudo consultábanle los más aclientados legistas, y entonces, cuando algún punto de duda en sus colegas excitaba su reposada argumentación; soltábase la compuerta de aquella catarata de argentinas palabras, y en torrente límpido afluían refrescando las inteligencias de sus consultantes, aclarando las oscuras reflexiones que empañaban alguna imaginación inexperta, o bien desconcertando algún espíritu a sabiendas mal encaminado. Al terminar cualquiera de aquellas catedráticas arengas, paseaba con naturalidad su vista escudriñadora por los rostros de los que le escuchaban, y persuadido del convencimiento que llevara a los ánimos de aquellos compañeros a quienes amaba con profesional cariño, sonreía satisfecho, quitábase los espejuelos —adminículo que parece ser indispensable a muchos grandes talentos y a todos los pedantes que en vano afectan serlo—, y limpiaba los vidrios cuidado...
Table of contents
- Créditos
- Presentación
- Al lector
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- Libros a la carta
