La anomia en la novela de crímenes en Colombia
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El autor ofrece un panorama de la literatura negra occidental desde sus orígenes en el siglo XIX con Poe y Doyle y la obra de los autores norteamericanos, hasta la literatura latinoamericana del siglo XX, para escribir, en esta larga tradición, a la literatura colombiana contemporánea. En la segunda parte, el autor expone cinco perspectivas de análisis de la obra de algunos escritores colombianos emblemáticos en este género: Hugo Chaparro Valderrama, Laura Restrepo, Fernando Vallejo, Darío Jaramillo Agudelo y Gustavo Álvarez Gardeazábal. Libro en coedición con la Universidad de Antioquia (Colombia).

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Segunda parte
LA ANOMIA EN LA NOVELA COLOMBIANA
LA CUESTIÓN DEL GÉNERO: DE LA NOVELA DE LA CIUDAD A LA LITERATURA TESTIMONIAL
“Ahora los géneros se entrecruzan en intrincación insoluble, como signos del auténtico y del inauténtico buscar un fin
que ya no está dado clara ni inequívocamente”
(Lukács, Teoría de la novela 308)
Colombia tiene toda una tradición literaria que ronda la novela de crímenes. Sus relaciones con clasificaciones como la novela de la ciudad, la novela de la violencia, la novela urbana y la novela histórica hacen parte de sus fronteras, y no se puede negar el hecho de que estas fronteras son más didácticas que materiales. Una novela puede pertenecer a uno y otro género sin perjuicio de su propia especificidad literaria; puede girar alrededor de un crimen, pero dar cuenta de un hecho histórico; puede aludir a un ambiente generalizado de violencia y desarrollarse en una ciudad determinada; o, finalmente, puede dar cuenta de una perspectiva urbana, interiorizada en un personaje, y desarrollar un conflicto a la vez histórico y criminal —para el caso, anómico—. Desde el punto de vista de este trabajo, se defiende la tesis de que la anomia puede ser una clave de comprensión de esos distintos subgéneros literarios, y, más aún, de su concreción reciente en lo que se ha denominado la novela de crímenes de los últimos años. Escritores como Gabriel García Márquez, Óscar Collazos, Manuel Mejía Vallejo o Gustavo Álvarez Gardeazábal pueden ilustrar casos de transición o de frontera entre estos, y en su obra misma se podría analizar una tendencia de desplazamiento de una a otra expresión literaria hacia el subgénero vecino, todo dentro de la dinámica de ausencia de normas o bien caducidad de las mismas en la novela. La ruta que va de Cóndores no entierran todos los días (1971) a Comandante Paraíso (2002) —ambas, obras de Álvarez Gardeazábal— serviría de ejemplo del hecho, sobre todo pasando por el ensayo “La revolución incompleta” (1989) del mismo escritor y, más aún, por sus circunstancias personales en el momento de la escritura de Comandante. De Manuel Mejía Vallejo, el espacio literario que va de El día señalado (1963) a Las muertes ajenas (1979) podría ilustrar la transición entre la novela de la violencia, la novela de la ciudad y la novela de crímenes que se analiza aquí. La historia de José Miguel Pérez, protagonista de la primera, y la de los personajes de Las muertes ajenas como Ernesto Larrea —“El Espía”— y Mercedes ilustran tal transición: el primero, hombre del campo, muere justamente por defender lo suyo, el caballo que le roban los soldados del Gobierno; mientras que los segundos viven en una ciudad habitada por “los desplazados del campo, los mutilados, personas que se venden a cualquier precio. La policía no sale mejor librada, tampoco los periodistas” (Lew 22): en este último caso, “La ciudad […] [es una] Evocación de la cárcel, de la tortura, de la venta de droga, de los asesinatos, de las violaciones” (Lew 21), un canto “a la estafa, al engaño, al raterismo, a la mentira, al fraude” (Mejía Vallejo 23). Asimismo, mientras en Cien años de soledad García Márquez narra:
Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala (258).
En Noticia de un secuestro (1996), en el campo del periodismo escrito, el nobel cuenta:
Villamizar no desperdició la ocasión de resolver tres grandes incógnitas de su vida: por qué habían matado a Luis Carlos Galán […] Escobar rechazó toda culpa sobre el primer crimen. “Lo que pasa es que al doctor Galán lo quería matar todo el mundo”, dijo. Admitió que había estado presente en las discusiones en que se decidió el atentado, pero negó que hubiera intervenido o tuviera algo que ver con los hechos. “En eso intervino muchísima gente —dijo—. Yo inclusive me opuse porque sabía lo que se venía si lo mataban, pero si ésa era la decisión, yo no quería oponerme. Le ruego que se lo diga así a doña Gloria” (477-478).
En casos como este, el género debe asumir incluso el hecho de que hay textos que hoy pueden ser catalogados como crónica periodística o testimonios que le son muy cercanos y que, quizá, dependiendo de la calidad de la obra y el autor, puedan ser asumidos como novelas con el paso del tiempo o en un contexto distinto al que se refieren. Es también el caso, por ejemplo, de El pelaíto que no duró nada1 (1992), de Víctor Gaviria; La bruja (1994), El Karina (1985) y Mi alma se la dejo al diablo (1982), de Germán Castro Caycedo; Verdugo de verdugos (2002), de Fabio Restrepo; No nacimos pa’semilla (2002), de Alonso Salazar; Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007), de Virginia Vallejo; El olvido que seremos (2007), de Héctor Abad Faciolince, o No hay silencio que no termine (2010), de Ingrid Betancourt. Como sucede con los textos de Tomás Eloy Martínez (La novela de Perón [1985] o Santa Evita [1995] así podrían ilustrarlo) y Terry Eagleton (con Saints and Scholars [1987] y The Gatekeeper: A Memoir [2001]), que reúnen escándalo e historia, reportaje o crónica y Literatura, y, como lo han sugerido Theodor Adorno y Hans Robert Jauss,2 la clasificación puede depender de la industria editorial que incluye uno u otro texto en cada categoría. Lo que interesa aquí es explicar una forma narrativa en función de una noción como la anomia. Desde este punto de vista se pueden analizar los elementos fundamentales de esta clase de narrativa y los subgéneros de la novela colombiana contemporánea.
LA CIUDAD, EL CRIMEN Y LA HISTORIA
“Salían como ratas los efímeros inquilinos de la sórdida pocilga. Hombres y mujeres escapaban furtivamente como si anduvieran bajo el peligro de una persecución infatigable, prófugos de su misma vida, y sólo algunos permanecían un rato en el patio. Los dormitorios no quedaban, sin embargo, desocupados, pues los últimos huéspedes habían llegado al amanecer, fatigados de sus fechorías, con frecuencia estériles, como los pájaros de presa nocturnos”
(Osorio Lizarazo, El día del odio 87)
En efecto, desde este punto de vista de las fronteras entre los géneros, se puede reflexionar en torno a la utilidad de los segmentos críticos, es decir, de la clasificación taxonómica de la novela desde el punto de vista de la anomia. Así, en primer lugar, se podrían verificar las circunstancias por las cuales en un momento dado la novela se vinculó con el desarrollo mismo de la ciudad y de un grupo letrado, razón por la cual algunos hablan de novela de la ciudad —de lo que suponía en sus orígenes una pretendida civilización— o urbana, para diferenciarla de una novela rural —de la barbarie—. Justamente, de acuerdo con lo expuesto en este trabajo en torno a la ratio que se opondría a la anomia, José Luis Romero llegaría a afirmar que “La ciudad criolla nació bajo el signo de la Ilustración y su filosofía” (133). Y, en lo que atañe a la contradicción entre la sociedad normatizada y la sociedad anómica, fruto de la inmigración, advierte que
El efecto que la aparición de esa sociedad anómica operó sobre la sociedad normatizada fue intenso, precisamente porque el centro de ataque del nuevo grupo era el sistema de normas vigentes, al que ignoró primero y desafió después. La sociedad normatizada sintió a los recién llegados no sólo como advenedizos sino como enemigos; y al acrecentar su resistencia, cerró no solo los caminos del acercamiento e integración de los grupos inmigrantes (334).
Tal circunstancia la estudiarán, entre otros, Cord Meckseper y Elisabeth Schraut (La ciudad en la literatura, 1983) y, sobre todo, Ángel Rama (La ciudad letrada, 1984) cuando define la “ciudad barroca” como “parto de la inteligencia” o “sueño de orden” (2): la “razón ordenadora” determina así la construcción de la ciudad (Rama 4), al punto de que es posible “leer la ciudad al leer el plano de la ciudad” y hablar de “sacralización de la ciudad por la literatura” (100). Esta perspectiva, que evoca palabras como ratio, sacralización y literatura —de Kracauer y Guyau—, se vinculará definitivamente a la novela, pues como Manfred Smuda advierte, el espacio constituye incluso un problema estético del narrador, que determina su voz en la novela (“La percepción de la gran ciudad”). El propio crítico colombiano Rafael Gutiérrez Girardot se ha ocupado del tema, analizando la relación intrínseca entre los cambios de la ciudad y sus efectos en la literatura (“La transformación de la literatura por la ciudad”) y el escritor mexicano Hernán Lara Zabala vincula la escritura de la novela con el desarrollo de las ciudades (“De novela y de ciudades”), tal como propone también, de una forma más íntima, Marco Antonio Campos en su texto Las ciudades de los desdichados.
Para la novela colombiana que ocupa este trabajo, otros críticos se refirieron a esta relación entre la literatura y la ciudad, al punto de que llegó a vincularse con ellas el problema del crimen y, como en Romero, la anomia. Entre otros, pueden señalarse los trabajos de los escritores Rodrigo Argüello —principalmente en Ciudad gótica, esperpéntica y mediática: Ensayos de simbólica (y diabólica) urbana, 1988—, que analiza el carácter problemático de la ciudad en función de su valor simbólico y esperpéntico —como para Kracauer y Samuelson—; Álvaro Pineda Botero (Del mito a la posmodernidad: La novela colombiana de finales del siglo XX, 1990), que en el marco de la novela de los años ochenta del siglo XX, y gracias a la imagen “De la arcadia a la neurosis”, vincula la novela con el desarrollo de la ciudad y la posmodernidad y sus efectos psicológicos en el escritor y los personajes; R. H. Moreno Durán (De la barbarie a la imaginación, 1995), que establece la imbricación indisoluble entre el espacio urbano y el desarrollo de la novela en Colombia con la metáfora persistente de barbarie y civilización que se planteó de forma muy rápida en la Colonia y que determina el paso de una sociedad arcaica a una presuntamente moderna; Fernando Cruz Kronfly (en “La ciudad como representación” y “Las ciudades literarias” principalmente), que asume la ciudad como un sistema de usos que el sujeto interioriza para poder vivir en ella; Juan Manuel Roca (entre otros, en su texto “En la ciudad escrita”), poeta que enfatiza la relación interior del hombre y su ciudad —refiriéndose a ella como “herida”, incluso— y Luz Mary Giraldo (Ciudades escritas, 2001), quien, conservando algunos parámetros de Moreno Durán y Pineda Botero, toma ese topos de la urbe para su estudio del desarrollo de la novela en Colombia. Unos más que otros analizan las probables relaciones que existen entre la novela y el desarrollo de la ciudad, enfatizando la condición anómica de algunos colectivos urbanos o el carácter criminal con que se asimila a ciertas personas o grupos humanos dentro de este espacio. Para el efecto, de manera emblemática, Moreno Durán señala:
La verdad es que la violencia, gracias a la visión de la nueva narrativa en sus ámbitos rural y urbano, ha adquirido otro significado. Ya no se ve en la mera descripción sino que, en el juego de funciones y técnicas de cada autor, la violencia es una presencia más real y dolorosa, incrementada por el elemento escondido de la técnica, que, por ejemplo, en el expreso y recargado cuadro de orgías de sangre y brutalidades (279).
En este contexto llama la atención la cantidad de trabajos sobre el tema de la ciudad, el crimen y la historia en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo: desde los breves comentarios de Ernesto Volkening, que vinculaba algunos de estos temas en “Literatura y gran ciudad”, de 1972, principalmente; los artículos de Mauricio Vélez Upegui (“El espacio en El día del odio de José Antonio Osorio Lizarazo”, de 1997), que pretende aplicar las categorías de Angelo Marches en torno al espacio a la novela de Osorio Lizarazo, y Myriam Luque de Peña (“Bogotá bajo la mirada de José Antonio Osorio Lizarazo”, de 2000), que desde la perspectiva de los conflictos sociales analiza tres novelas de la obra del escritor que cataloga como urbanas, comparándolas eventualmente con la obra de Charles Dickens; hasta el trabajo reseñado en este texto al hablar de la anomia en la novela colombiana de Édison Neira Palacio (2004) y el de Juan Camilo González Galvis (Tres novelas bogotanas [1924-1935]: Imaginación e ideología en la ciudad del águila negra, 2004),3 donde se afirma que El criminal es —junto con toda la obra de este autor— “la primera [novela] que acoge la ciudad, Bogotá, como nudo temático” (141). Autores más recientes —sobre todo en trabajos presentados como monografías para obtener diplomas académicos— persisten en el tema: desde Elena Sabnievich Morgenstern, con su tesis “Aspecto moral en la novela La cosecha”, presentada en 1981; Isabel López Torrijos, con su tesis “Osorio Lizarazo: Novelización de Bogotá”, de 1984, sobre la recreación del espacio urbano de Bogotá en la obra del escritor; hasta Juan Carlos Salazar Ávila, con “Imagen de la ciudad en la novela La casa de vecindad (1930) de José Antonio Osorio Lizarazo”, trabajo dirigido por César Valencia Solanilla, presentado en 2009, que alude a la relación íntima que se constituye entre la ciudad colombiana y la psicología del personaje en la novela, signada esta por un ambiente de crimen y marginalidad: “La ciudad de este escritor
—Bogotá— es un espacio en crisis, la pobreza pulula en todos sus recodos, está presente en las miradas perdidas de esas personas que habitan aquella humilde ‘casa de vecindad’ ” (69).
En este sentido, ya en 1935 el propio Osorio Lizarazo advertía las estrechas relaciones que existen entre la ciudad, el crimen y la historia en una Bogotá abrumada por conflictos periféricos de un proyecto de modernidad: Higinio, el personaje principal de El criminal, una especie de álter ego del artista, es un precursor de esa búsqueda de expresar con voz propia, y no como ilustración —el nombre nos lo advertiría así—, la realidad densa del hombre colombiano enfrentado a la enfermedad o al deseo de reconocimiento. La resolución de la novela (que representa la decepción del personaje ante la vulgaridad con que se ha recubierto el homicidio de su esposa Berta, que ya no es obra de arte, sino burda noticia) así lo demuestra. Por tal motivo, dice casi al final:
—No, si no es libertad material: andar, salir a la calle, moverme dentro de los parques, permitir la flexión de mis articulaciones. Todo esto es secundario y es el concepto simplista de la libertad, el que pueden tener esas pobres gentes que me acusan y que me juzgan. Pero se trata de la libertad espiritual; pensar en lo que se quiera, sin que un objeto determinado —una mujer, por ejemplo— encadene el pensamiento y lo controle, idear cosas grandiosas (Osorio Lizarazo, El criminal 288).
Este deseo abstracto de idear cosas grandiosas es el que ha generado la novela, el mismo que ha hecho del personaje un medio para ilustrar los efectos de una vanguardia artística en un espíritu agobiado por la pobreza, la enfermedad o la inminente locura. Este conflicto puede compararse con el de Ensayo de un crimen (1944), de Rodolfo Usigli (1905-1979), escritor mexicano que fuera en su momento calificado como autor nacionalista y que criticó al régimen revolucionario mexicano, en función de la anomia social que podría definir a Latinoamérica entera. Ambos textos exponen una tesis que bien podría aludir a la cuestión de la anomia en la novela y, más aún, a lo que puede...

Table of contents

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. INTRODUCCIÓN
  5. Primera parte LA ANOMIA Y LOS ESTUDIOS LITERARIOS
  6. Segunda parte LA ANOMIA EN LA NOVELA COLOMBIANA
  7. Tercera parte TEORÍA Y CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA DE CRÍMENES
  8. BIBLIOGRAFÍA CITADA