Rubén Jaramillo Vélez
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Rubén Jaramillo Vélez

Argumentos para la ilustración contemporánea

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Rubén Jaramillo Vélez

Argumentos para la ilustración contemporánea

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Más allá de la admiración y el respeto íntegros hacia el profesor Rubén Jaramillo Vélez, buscamos incitar con esta obra a una valoración, lo más ajustada posible, de uno de los intelectuales colombianos que, con sus empeños, ha conformado un entorno de argumentos para la ilustración contemporánea, como proceso en el que la crítica a los déficits de las pasadas fases de la ilustración fortalece los postulados universales de la razón ampliada.

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Information

Parte 1
PERFILES
SEMBLANZA DE RUBÉN JARAMILLO VÉLEZ
Juan Guillermo Gómez García1
De: Fernando Solano
Enviado: Lunes, 17 de junio, 2013 9:51 a. m.
Asunto: Sobre-RUBÉN JARAMILLO VÉLEZ
Profesor Juan Guillermo, cordial saludo.
Me presento: Soy Fernando Solano, estudiante de Filosofía de la Universidad Nacional-sede Bogotá.
Como tal vez lo recuerde, soy el estudiante interesado en investigar sobre la “Historia de la Escuela de Frankfurt en Colombia” y, por supuesto, sobre su colega y amigo Rubén Jaramillo Vélez. Desde hace ya varios meses estoy buscando algún medio por el cual nos podamos comunicar, pero lamentablemente ha sido infructuosa mi búsqueda.
Seguiré muy atento.
Gracias.
Muy estimado estudiante,
Disculpe, ante todo, no haber contestado con anterioridad. Me causa una enorme alegría el interés que le despierta la figura ética y la obra filosófica del profesor Rubén Jaramillo Vélez. Voy a tratar de resumir —por lo demás casi hasta el esquema— aspectos de su personalidad excepcional y su obra filosófica.
I. PRIMEROS ENCUENTROS CON RUBÉN
Tuve la oportunidad de entrabar una estrecha amistad con el profesor Rubén en mis años de estudiante de Filosofía en la Universidad Nacional. Creo que fue hacia 1982 —o quizás antes— cuando, a la salida del periódico El Espectador, se acercó a mí para solicitarme muy amablemente algunas reseñas que yo había escrito sobre Walter Benjamin y José Luis Romero. Él pensaba publicarlas en su revista Argumentos. Este gesto me desconcertó porque delataba la modesta actitud del profesor Rubén ante un estudiante anónimo, al que se le abrían las puertas de publicar por vez primera sus notas o reseñas en un medio que ya tenía una presencia significativa en la academia colombiana.
Gracias a ese primer encuentro, se consolidó una fuerte e interrumpida relación, ya por tres décadas. El amigo mutuo, Edgar Muriel Tobón, abogado rosarista —clave en la vida intelectual de estos años—, contribuyó a mediar la enorme distancia entre mi inmadurez intelectual y la cultura vasta y la personalidad vigorosa y fuerte de Rubén. En esos años, íbamos casi a diario a almorzar a un restaurante italiano en el centro, que quedaba a espaldas de la Universidad del Rosario, y que ya desafortunadamente fue cerrado. A estos almuerzos solía ir el doctor Jorge Guerrero, propietario de la Editorial Temis, quien descorría el velo de hipocresía e infamia del mundo de los abogados. Con intermitencia, se presentaba al Internacional —así se llamaba el exquisito restaurante— el doctor Hernán Ortiz, notario y también, como el editor de Temis, afecto por lo demás a la figura de Lenin. Los tres deliciosos y abundantes platos del “menú del día” contribuían a que la lengua absuelta de estos juristas picara la de Rubén, quien en verdad se complacía en estas tertulias con cierto sabor conspiratorio. Porque Rubén, sea dicho sin ofender la verdad, gusta de la comida abundante y de la buena mesa. Esto lo pone eufórico; natural y sanamente, vital.
Esos años fueron decisivos para mí, para fortalecer mi independencia política y dirigir la protesta moral contra el abuso de poder. Eran los años de ferviente activismo del Movimiento 19 de Abril (M-19) y de la sombra del autoritarismo de Turbay Ayala, ese Pinochet con corbatín. La presencia de Rubén era un remanso; el sentido agudo como observador de la arbitraria deformación de la vida pública, sus juicios sobre la sucesión de gobiernos de incomparable incompetencia y desvergonzada violencia eran el pan intelectual-político con el que me sostenía. Cuando la realidad se vive como una paliza moral diaria, más que como refugio, la conciencia se mantiene vigilante solo en estos episodios de la amistad intelectual.
También Rubén contribuyó a despertar el interés y valorar la figura del maestro Rafael Carrillo. La admiración y aprecio por el maestro Carrillo era, por parte de Rubén, incondicional. La modestísima vida que llevaba el maestro Carrillo, la lección socrática con que todos los días, entre las diez a las doce del día, recibía la visita de sus estudiantes, en un cafetería en el marco de la Plaza del Rosario, colindante con las oficinas de El Tiempo, lo elevaban como por fuera de la realidad. Pero no era así. Rubén, como el maestro Carrillo, tenía muy bien puestos los pies en la realidad política colombiana y estaban atentos, muy en particular, por el discurrir de la vida universitaria. Para ellos la juventud era el condicionante de una tarea pedagógica que traspasa las puertas del campus universitario.
Sobre el rector de la Universidad Nacional, Marco Palacios,2 Rubén y yo teníamos una opinión común: era un personaje equívoco. Su trayectoria política en la militancia subversiva se combinaba con el prestigio académico que le había dado su memoria científica sobre el café en Colombia. Para el estudiantado en general su personalidad resultaba casi insoportable. Rubén y yo compartíamos esa imagen adversa. Marco Palacios para mí, en mis años de estudiante universitario, imponía un estilo desafortunado de mando burocrático. En todo ello hay algo que contribuyó al marginamiento de la obra filosófica de Rubén entre el profesorado de la Universidad Nacional, y dígase lo que se diga a favor o en contra, no hay prueba de que haya hecho algo por salvar esa —subrepticia o colateral— responsabilidad.
Las figuras que prosperaron en la Nacional, en estas décadas, contradicen por sí el núcleo argumentativo, ilustrado y crítico-marxista que inspiraba la presencia de Rubén Jaramillo Vélez en el campus universitario. Él era como la última imagen del aliento fresco y renovador del espíritu universitario pasado, el “acuerdo secreto entre las generaciones pasadas y la nuestra”, “que amenaza con desaparecer con cada presente que no se reconozca aludido en ella” (Benjamin).
En la Universidad Nacional, como marcando el paso de la vida nacional, ya se empezaba a sentir desde principios de los ochenta ese clima asfixiante del autoritarismo, y su primer síntoma consistía en la rara disposición de su profesorado por aceptar pasivamente la cosa dada. La mansedumbre, que era una virtud bíblica predicada a los pobres, se apoderaba de los profesores de modo que se experimentaba una interiorización en la aceptación resignada de los modales bruscos que hacían carrera desde rectoría. La renuncia autoimpuesta de expresarse libremente, y así de impedir el desarrollo de la inteligencia crítica, obligó a una sumisión organizada y jerarquizada de la institución. A eso lo empezaron a llamar competencia profesional y ethos profesoral. Argumentos era elevar el vuelo de lechuza cuando la generación inmediatamente anterior —la que hizo sus aportes para la historia de Colombia con Germán Colmenares, Álvaro Tirado Mejía o Salomón Kalmanovitz— daba muestra de agotamiento, de temprano cansancio y de su consecuente inercia mental. Esa inercia se prolongó en el tiempo:3
Entre las primeras víctimas de esa llamada modernización de la Universidad Nacional se puede contar el esfuerzo denodado de la revista Argumentos y el espacio de libertad —no de autohumillación y privación— que el profesor Rubén Jaramillo proponía para la juventud inconforme. La patología que se hizo nacional, y se experimentó en el laboratorio del campus universitario, fue la del placer de anular la personalidad, la satisfacción de obedecer. Argumentos desde el primer número nació como antídoto, como protesta fundada a esa tendencia del mundo contemporáneo, escrutable desde los estudios pioneros de Freud.
Rubén solía visitar, en sus mejores años, el Goce Pagano, los días jueves cuando se podía sostener una charla. Gustavo Bustamante, su propietario, tras la barra, quería imponer el tema, e indagaba, con su voz grave, pausado y con ademán ceremonioso, sobre el curso político de la semana. Invariablemente, se tocaba el asunto que más concitaba la atención pública. Gustavo preguntaba, los catecúmenos medio respondían, y Rubén escuchaba. La masacre paramilitar, las torturas del Ejército, las tomas guerrilleras que mostraban la guerra sin cuartel. Las aventuras de Pablo Escobar, a quien Rubén calificaba de psicópata, y que Gustavo trataba de darle el tono sociologizante, robaban la atención. Era difícil no pensar que Escobar no solo escondiera un malestar social y expresara una patología generalizada. Esto era la moneda corriente en cualquier discusión. Pero había un plus, que nos parecía —o me figuraba yo en esa discusión, en la oscura y semiclandestina cantina en uno de los lugares más azarosos del centro de Bogotá— que la figura de Escobar contenía como ícono popular algo de los “rebeldes primitivos”. Había en Escobar algo del Facundo Quiroga, como fue retratado por Sarmiento, algo del Pancho Villa retratado por John Reed o mucho de rasgos entresacados de nuestro bandidaje de la época de la Violencia. Nos poníamos de acuerdo —bueno, Gustavo Bustamante es alguien con quien es complicado llegar a una conclusión que lo satisfaga— en que la traumática masificación de Medellín y la cultura de la especulación y el dinero fácil eran anteriores a Escobar y que él fue también aprendiz y víctima a la vez de políticos, de empresarios y del alto clero.
En pocas palabras, estábamos contra todo y contra todos, y esta postura de agravio intelectual nos mantenía alerta, alimentaba la endopatía —esa enajenación de estar inconformes contra la infamia circundante— y no ceder a las tentaciones de la vanidad, a la frágil condición del estudiante pobre de Filosofía. Gracias a Rubén, puedo decir, soporté estos años ignominiosos, de inconformidad política, sed de conocimiento, ansias de trascendencia. La vida en los últimos treinta años no me ha sido menos fácil, pero la seguridad de haber salido del país a estudiar el doctorado a Alemania —para lo cual el ímpetu y el consejo de Rubén fueron decisivos— y mi retorno a Colombia, en calidad de profesor, proporcionan una alternativa menos fatalista.
Doctorarse era una prioridad, y si lo logré fue gracias a la intermediación de Gutiérrez Girardot, pero con el respaldo y consejo permanente de Rubén. Sin él, estoy seguro, la voluntad hubiera acaso fallado, en el instante culminante, y el aliento de una empresa para nadie regalada hubiera contado con menos estímulo interior. No fallarle a Rubén era una manera de no fallarme a mí mismo, porque esa identificación con la figura de la autoridad magisterial —porque era una identificación liberadora— era parte del proceso de mi proceso de formación, del intrincado camino de llegar a ser uno mismo. Rubén era como un faro que barría los escollos de la larga y neblinosa costa de mi existencia académica: decisivo para que no fuera menos de lo que me propuse en nuestros primeros semestres de universidad y quizá más de lo que… cada estudiante colombiano creería hallar en el primer contacto con la obra de Rubén.
El culto —¿cabe otra denominación?— que José Hernán Castilla y yo profesábamos por la obra de Rafael Gutiérrez Girardot fue otro de los “nudos nodales” que ataron la relación con Rubén. Él se hizo eco de nuestro entusiasmo, y el número “Universidad y sociedad” fue como una alianza que fortificó esta relación. Las venidas de Gutiérrez Girardot a Colombia, en 1985 y 1987, animaron esos encuentros. Rubén asistió al seminario sobre el prólogo a la Fenomenología del Espíritu, de Hegel que Gutiérrez Girardot impartió en la Universidad Nacional. Las largas charlas, que fueron grabadas y luego editadas en dos entrevistas en El Espectador, son episodios de honda significación para nosotros los catecúmenos —José Hernán, Carlos Sánchez, Óscar Julián Guerrero, María Eugenia García— y una fuente de nuevos temas para Argumentos. En el apartamento de Rubén tuvo lugar una de esas entrevistas —que tomaban horas— en medio de un ambiente de camaradería, de exaltación, de entusiasmo y de epifanía. No podía faltar a estos encuentros Edgar Muriel, con sus incisivas preguntas, con sus acotaciones de impenitente lector de Hegel. Sin la eficaz intervención de Rubén ante el doctor Guerrero, creo que no se hubiera logrado la publicación de Hispanoamérica: imágenes y perspectivas, de Gutiérrez Girardot, que José Hernán y yo trabajamos tanto.
En carta fechada en Bonn el 12 de abril de 1984 como respuesta a mi envío del número de Argumentos 6-7, Gutiérrez Girardot ratifica entusiasta la impresión positiva de la empresa intelectual:
El número de Argumentos me parece, en cambio, muy incitador y serio. Ojalá que Rubén Jaramillo Vélez pueda continuar su tarea, verdaderamente hercúlea y heroica, pues a las dificultades de financiación se agregarán las del recelo y la envidia de quienes ya habrán olfateado que la calidad de la empresa los deja atrás. Desde aquí yo no puedo tener un panorama de la situación y por lo tanto de las posibilidades aprovechables para mantener la continuidad de la revista. Pero lo que yo pueda hacer en ese sentido, es decir, el de apoyarla, lo haré con muchísimo gusto.4
Su colaboración se tradujo en el envío del ensayo “Universidad y sociedad” que daría el título al número 14-17. Este ensayo se convirtió en una pieza crítica demoledora contra las universidades privadas del país y uno de los referentes más elevados de la discusión intelectual sobre el papel de las universidades en el mundo de lengua española.5
Si hoy se esbozara una historia intelectual de los año...

Table of contents

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Presentación
  5. Parte 1. Perfiles
  6. Parte 2. Conceptos acerca de la obra
  7. Parte 3. Suscitaciones
  8. Bibliografía de Rubén Jaramillo Vélez
  9. Bibliografía sobre Rubén Jaramillo Vélez