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Educación para la convivencia
NATALIA SÁNCHEZ CORRALES*
UNIVERSIDAD DE LA SALLE
En el marco de la pregunta por las experiencias de las ciudadanías en la construcción de significados de paz, aparece la pregunta por el rol de la educación en estos procesos. La educación es entendida en esta propuesta en un sentido amplio, es decir, no solo relacionada con las instituciones que se han organizado para la prestación de este servicio en los niveles básico, medio y superior, sino también por todos los otros esfuerzos sociales y comunitarios que hoy en Colombia fomentan escenarios pedagógicos para enseñar y aprender a vivir juntos.
Para comprender la complejidad de esta pregunta por lo educativo, en esta sección presentamos dos abordajes que, desde lugares de enunciación completamente diferentes, nos han permitido por lo menos plantear interrogantes fundamentales con respecto a la formación para la convivencia en un país históricamente en conflicto. En primer lugar, el trabajo presentado por Juan Carlos Amador, director del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud), de la Universidad Francisco José de Caldas, quien se ha desempeñado mayoritariamente en el contexto educativo institucionalizado, y desde allí nos plantea un análisis a la idea de ciudadanía que está propuesta en estas instituciones. En segundo lugar, está Jaime Díaz, director de Podion,1 que es una corporación que trabaja proyectos educativos con comunidades y organizaciones sociales. La mirada que nos plantea esta segunda aproximación tiene que ver con las potencialidades de transformación que emergen justamente desde la base, desde el movimiento social.
Los trabajos contenidos en esta sección del libro abordan el problema de la convivencia como un asunto de interés público que puede ser transformado desde los contextos educativos, siempre y cuando los diseños pedagógicos sean capaces de responder no solamente a las particularidades de las comunidades en las que se desarrollan estos procesos, sino también al escenario más amplio de un país que ha vivido más de seis décadas de conflicto armado, con un Estado ausente en la mayor parte del territorio, con unos referentes sociales y culturales ligados a la violencia y la intimidación, y con un aparato institucional ineficiente en la resolución de los conflictos sociales.
En este capítulo introductorio presentaremos un análisis reflexivo sobre los ejes problematizadores que nos proponen los autores de esta sección. En primer lugar, revisaremos las premisas que están supuestas en las propuestas vigentes sobre la educación de los ciudadanos, asumiendo que es justamente desde un discurso acerca de la ciudadanía desde donde se propone formar para la convivencia. En segundo lugar, queremos detenernos a considerar algunos de los problemas formales y de contenido que aparecen en el discurso de la ciudadanía, especialmente cuando nos preguntamos por la vigencia de esa idea de ciudadano en el contexto actual. Finalmente, exploraremos una idea que aparece en ambas presentaciones sobre las múltiples formas como la sociedad civil en Colombia se está encargando de refundar lo público.
Educar a la ciudadanía
La pregunta por la educación para la convivencia, para sentar las bases políticas, sociales y culturales que nos permitan vivir juntos, parece en nuestro contexto estar referida a las diversas políticas públicas de educación para la ciudadanía. En este sentido, suele estar relacionada a una apuesta educativa según la cual se forma a los estudiantes —todavía en proceso de convertirse en ciudadanos— en una serie de competencias y habilidades que les permitan convivir con otros y participar de la vida pública, de nuestro contrato social con el Estado.
En este sentido, la educación de la ciudadanía es, de forma estricta, educación para la ciudadanía, es decir, se educa a la ciudadanía para que aprenda a ser, de cierta manera, ciudadana. Esta cierta manera supone el reconocimiento de una serie de valores —en algunos casos democráticos— como fundamento del orden social dominante. Este reconocimiento tiene al menos dos propósitos: por un lado, orientar las conductas públicas y privadas de los ciudadanos hacia el cumplimiento de las normas establecidas con el fin de preservar el orden dado; por otro lado, promover en los ciudadanos un sentido amplio de responsabilidad ética y política de participación en el mantenimiento y mejoramiento del pacto.
Estos supuestos en la idea de ciudadanía en todos los casos dan cuenta de una relación entre un ciudadano cualquiera y un proyecto de nación. Es decir, se justifica cumplir las normas, acogerse al sistema de administración de justicia, acudir a las instituciones para exigir los derechos y, en general, ser educado para saber hacer todo esto, porque hay un proyecto de orden social que provee una serie de garantías que hacen más deseable estar dentro que afuera.
La educación para la ciudadanía se configura entonces como proceso de aprendizaje para vivir juntos en un determinado orden social: en el Estado, entendido este como el diseño más acabado disponible de organización racional del mundo social. El aprendizaje de la ciudadanía concebida en estos términos ha implicado en diferentes momentos desde los abordajes más racionalistas para los que es suficiente conocer el deber ser del ciudadano para actuar en concordancia, hasta aquellos que se basan en aproximaciones vinculadas con la educación de las emociones y del cuerpo.
En cualquier caso, la premisa que configura la necesidad de constituir subjetividades políticas en la forma de ciudadanos responsables con la reconstrucción de un proyecto común está en todos los casos basada en la confianza en un Estado fundante y garante que sirve de soporte a cada individuo particular en su devenir ciudadano.
Problemas con esta idea
Hay en la actualidad diferentes lugares de sospecha sobre todas las premisas que están supuestas en la idea de la ciudadanía. Las preocupaciones son múltiples y van desde una inquietud profunda sobre la excesiva confianza en la razón humana que soporta la idea de la democracia —así como otras ideas que han mostrado hacer parte de los momentos más oscuros de la humanidad—, hasta el carácter masculino, blanco, heterosexual, europeo y capitalista que asume una organización social y política como esta.
Todos estos lugares de sospecha me parecen completamente relevantes, por cuanto levantan interrogantes fundamentales acerca de las maneras como podríamos vivir juntos desde otras formas de enunciarnos como comunidades políticas. Considero que las preocupaciones expresadas desde todos estos lugares no imposibilitan en ningún sentido la convivencia, la enriquecen, pero sí nos obligan a preguntarnos acerca de la legitimidad y viabilidad del actual pacto.
Aquí me gustaría centrar la reflexión sobre uno solo de estos múltiples lugares de sospecha acerca de la idea de ciudadanía descrita más arriba. Me gustaría quedarme en el análisis de las dificultades históricas que están supuestas en un país como el nuestro para la realización y el ejercicio pleno de una idea de ciudadanía. Sin olvidar la crítica decolonial que supone reconocer los proyectos de Estado-nación como un fenómeno auténtica y exclusivamente europeo, y en consecuencia de su imposibilidad de ejecución en un contexto de relaciones políticas, económicas, culturales y sociales colonizadas, racializadas y subalternas. Me quiero concentrar en una hipótesis que hizo carrera en la década de los años noventa sobre Colombia: la hipótesis del Estado fallido.
Durante muchos años se pensó que en Colombia el monopolio legítimo de la violencia, que se asume debía estar en manos de las Fuerzas Militares, se había perdido. Por lo tanto, no solo había otros grupos armados irregulares en control de la fuerza y las armas, sino también de la población y el territorio. Más aún, de la administración de justicia, de la prestación de servicios sociales, de la legislación sobre normas básicas de convivencia y conducta, de los cuerpos y hasta de las almas.
La hipótesis del Estado fallido en su momento habría habilitado la intervención de la comunidad internacional —léase Estados Unidos— en Colombia para restablecer el orden vinculado a un solo Estado con el que pudiera identificarse a toda la población y el territorio colombianos. Aunque esta intervención no llegó a materializarse —al menos no de forma explícita—, la sola formulación de la hipótesis arrojó muchas luces acerca del tipo de pacto que tenemos los colombianos con el Estado de nuestro país.
En primera instancia, la hipótesis dejó ver que en Colombia hay territorios en los que no existe ninguna referencia de organización racional terminada del mundo social: no hay servicios públicos, ni jueces, ni maestros, ni agua potable o acueductos. Si bien es cierto que la ausencia de estas instituciones no imposibilita la aparición de expresiones políticas y éticas entre los habitantes por la creación de un orden social deseado, por lo menos estos órdenes no tienen ninguna relación con el orden propuesto por la Constitución.
En segunda instancia, nos permitió reconocer a los actores armados como para-Estados, como grupos que aseguran un orden social por medio de reglas, castigos, un sistema de justicia y actuaciones cohesionadoras o desintegradoras de relaciones entre los habitantes. Esto supone que no se trata de que no haya orden, se trata de que han existido históricamente múltiples órdenes que de hecho funcionan —de unas ciertas maneras con las que podemos o no identificarnos nosotros los demócratas— y que invisibilizan al orden estatal en muchos territorios.
Dichas situaciones, sumadas al carácter centralista de la administración del Estado, nos dejan un panorama en el que esta relación fundante de la educación para la ciudadanía entre un ciudadano cualquiera y el Estado, en Colombia, no llega a materializarse. Me pregunto qué clase de ficciones narrarán en la Colombia profunda para explicarles a los niños, las niñas y los jóvenes la Constitución de 1991 y sus derechos fundamentales.
La sociedad civil debe fundar una nueva dinámica de lo público
En los capítulos de esta sección se encontrarán con una invitación explícita a pensar en formas alternativas de organización social y política que no están fundadas en la relación con el Estado. Se trata de una invitación que, aunque no evade el compromiso con la exigibilidad de los derechos a las instituciones diseñadas para este fin, sí convoca a pensar en una idea de lo público que no se agota en el ejercicio de la exigencia.
Refundar lo público desde estos lugares de enunciación supone legitimar los órdenes propios que en los territorios han permitido la vida en común, sin poner en riesgo la vida o la integridad de los habitantes. Considera también encontrar en estos otros unos otros ya de entrada legítimos en la conversación sobre lo público, es decir, sin necesidad de ser formados o alfabetizados en el ejercicio correcto de la política o de la ciudadanía.
Supone en últimas un tipo de relacionamiento político y social que ya no es uno a uno, entre cada uno de nosotros y las instituciones del Estado, sino que se parece más a algo así como varios a muchos.
Educación para la convivencia: retos y propuestas
JUAN CARLOS AMADOR*
DIRECTOR INSTITUTO PARA LA PEDAGOGÍA, LA PAZYEL CONFLICTO URBANO (IPAZUD)
Ver jóvenes conversando sobre la convivencia, la ciudadanía y la paz resulta apenas gratificante en este escenario crítico que evidenciamos en nuestro país a propósito de la coyuntura de las elecciones. Celebro que estén aquí y que hablemos de estos temas porque mi generación no ha podido resolver los problemas estructurales de este país y tal vez sea esta la generación de la paz, la generación que construya un escenario de posibilidades para vivir de otra manera con los demás. En esta ocasión voy a presentar mis reflexiones en torno a la pregunta que orienta esta sesión a través de tres grandes asuntos. En primer lu...