Capítulo 1
Demandas sociales a las universidades contemporáneas
El presente capítulo describe de manera introductoria las principales transformaciones sociales ocurridas en las últimas décadas, como tránsitos que parten de una realidad anterior hacia otra apenas en construcción. Para cada tránsito se han establecido las demandas de formación que se hacen a la universidad en su carácter de constructora de conocimiento y agente activo en la socialización de los individuos. Todo esto con el fin de señalar cuáles son los desafíos de tipo técnico, pedagógico y axiológico que se le presentan a la universidad hoy, así como las formas en que esta podría llegar a afrontarlos.
El paso a una nueva forma social ha sido descrito a través de diversas metáforas que refieren, cada una de ellas, a mutaciones específicas que ha venido sufriendo la sociedad mundial. Así, cuando se ilustran los cambios en la producción de la riqueza, se habla del paso de una sociedad industrializada a otra de la información y el conocimiento; cuando se aborda la producción, se alude al tránsito del fordismo y el taylorismo hacia las nuevas formas de producción posfordistas, ejemplarizadas en modelos como el toyotismo; cuando se estudia la magnitud y complejidad del modelo toyotista, se hace referencia a la transición entre el mundo de los Estados nacionales y el mundo globalizado; cuando se analizan las transformaciones en los Estados, se hace alusión al tránsito entre el Estado benefactor y el Estado neoliberal, y cuando se habla de los cambios culturales, se alude a la transición de una sociedad moderna a una sociedad posmoderna.
La transición ha sido vertiginosa y, por lo tanto, desconcertante. Muchos de los cambios que han surgido en cada uno de los factores mencionados han operado con celeridad y continúan aún en transformación, sin que se pueda advertir claramente su dirección. Con esta misma celeridad han aparecido una serie de demandas sociales para la formación de los nuevos sujetos, ante las cuales la universidad está tratando de construir respuestas. Como institución social, la universidad contemporánea se debate en medio de las presiones que las transformaciones le generan y las certitudes con las que hasta ahora venía trabajando, de modo que comienza a existir un cierto desconcierto, tanto en su interior como en su exterior, sobre el papel que debería desempeñar en la sociedad actual.
Para comprender esta situación, enumeramos las principales transformaciones sociales ocurridas en las últimas décadas, al mostrarlas como tránsitos que parten de una realidad anterior hacia otra apenas en construcción. Se trata de señalar cómo los cambios que están ocurriendo de forma vertiginosa están generando nuevas demandas de formación de los sujetos, y cómo la universidad debe reaccionar ante dichos cambios. Nuestra intención es plantear los elementos del contexto para propiciar la discusión sobre la forma en que la universidad contemporánea debe proyectarse ante estos cambios y demandas, para asegurar no solo su pertinencia, sino su existencia misma.
De la sociedad industrial a la sociedad de la información y la comunicación
No resulta claro el momento en que el capitalismo comienza el proceso de mutación que lo lleva a desplazarse del centro duro de la creación de riqueza (aparato de producción industrial) hacia el de circulación de la información y generación de conocimiento. Análisis tempranos como los de Bell (1970) y Touraine (1971) sitúan el punto de partida de dicha transición en momentos tan disímiles como las revueltas parisinas de mayo de 1968, los sucesos de China, la Primavera de Praga, el movimiento hippie y la crisis del petróleo de 1973. Sin embargo, en medio de esta caótica panorámica, todos subrayan el profundo cambio que se produce en los sistemas ideológicos y que influye en la reconfiguración de las estructuras sociales y productivas del mundo desarrollado en la década de los setenta.
Según Drucker (1963), el primer síntoma de estas transformaciones en el mundo desarrollado lo constituyó el desplazamiento de la producción de riqueza desde el sector industrial hacia el sector de los servicios, lo cual trajo consigo la ampliación de sectores sustentados en la producción intelectual. Este autor dedica el resto de la década de los sesenta a resaltar las manifestaciones esenciales de esta transformación, e incluso a pronosticar el advenimiento de una sociedad poscapitalista.
Una particularidad de esta nueva sociedad es el acortamiento de la distancia entre los descubrimientos científicos y su aplicación en dispositivos utilizados en la cotidianidad. La década de los ochenta es el escenario de la vertiginosa expansión de internet, el desarrollo mundial de la telefonía celular, el avance de la nanotecnología y, en general, de la democratización de las tecnologías de la información y la comunicación. Así, muy temprano en la década de los noventa vemos la consolidación del proceso de intercomunicación en red a escala global, que luego de infinitas luchas semánticas ha coincidido en el nombre de sociedad de la información.1
A mediados de la década de los noventa, los entes supranacionales —entre los cuales destaca el G8— sitúan la comprensión y agenciamiento de este fenómeno como punto central en sus agendas, lo cual se replica en múltiples foros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y la Comunidad Económica Europea, de donde surgieron los llamados “libros blancos” de la sociedad de la información. Para 2003 y 2005, las cumbres mundiales de la Organización de las Naciones Unidas los incluyeron como temáticas centrales, dando así la señal para la inauguración oficial de la nueva forma social.
En los últimos años, algunos analistas lógico-simbólicos2 han concluido que el nombre de sociedad de la información no recoge la extensión y profundidad de los cambios que están sucediendo. La información, por sí misma, no es la fuente principal de construcción de riqueza, sino el conocimiento que a partir de ella pueda producirse. El análisis se centra ahora no solo en la capacidad de conectividad a la red cibernética, sino en entender la capacidad de las organizaciones para producir conocimiento nuevo y transferible.
La creciente inversión pública y privada en sectores como la biotecnología, que concluyeron en el periodo 2000-2010 con logros como el mapeo del genoma humano, la producción de hemoglobina humana y la sinterización de la hormona del crecimiento, perfilan una nueva forma de relación entre la generación de riqueza y el conocimiento de avanzada, que supera las anteriores fórmulas de la transferencia tecnológica norte-sur de la década de los setenta y la carrera armamentista Oriente-Occidente de la década de los ochenta. Más bien, como lo enunció tempranamente Castells (1995), se trata de un proceso de emergencia y consolidación de sociedades libres, que basan sus procesos de producción de riqueza en la información y el conocimiento.
La consolidación de tales sociedades demanda la construcción de nuevos sujetos informáticos, es decir, hombres y mujeres capaces de comprender el lugar que ocupa la información en el desarrollo local y global y la riqueza multifacética que ella encierra. Tal sujeto debe, por lo tanto, ser capaz de hacer complejas búsquedas de información, teniendo que seleccionar en el mar de bites lo que es pertinente y desechar lo que no lo es; pero más allá, debe ser capaz de organizar esa información: homologarla, jerarquizarla y hacerla apta para su transformación y posterior expresión. Para Romero, se trata de un
[…] constructivismo cibernético [que] nos aproxima a dimensiones que hasta ahora tendían a ser neutralizadas o trivializadas tanto desde las propuestas teórico educativas como desde el ejercicio de la acción pedagógica. Una de las dimensiones que, hasta el momento, se habían neutralizado es la referida a la complejidad; otra de las dimensiones neutralizadas en la enseñanza son las realidades de segundo orden que no son accesibles a los observadores (profesores, administradores, estudiantes, etc.) si no es mediante un esfuerzo inquisitivo, autorreflexivo y dialógico. (2011)
Hemos presenciado en los últimos años la emergencia de un sujeto que ama la información y porta permanentemente los dispositivos que le permiten su acceso en tiempo real a las redes que la contienen. Un sujeto que ha multiplicado su capacidad para establecer comunicaciones con otros sujetos ubicados también en redes que facilitan su interrelación e interacción. Un sujeto que se ve compelido a estar informado e informatizado de manera permanente, so pena de autoexcluirse del mundo (Mattelart, 2003).
La actitud y las habilidades investigativas se han colocado en un primerísimo lugar de las demandas de formación. Se exige que el nuevo individuo posea conocimientos y habilidades investigativas que le permitan acceder por sí mismo al inmenso volumen de conocimiento e información que surge constantemente. La investigación ha sido colocada en función de la creatividad y la innovación, elementos que permiten el incremento de la productividad. Así, investigación, creatividad e innovación constituyen una tríada enviada con mensaje de urgencia a las instituciones educativas.
En una sociedad centrada en la información y la comunicación, la universidad ocupa un lugar central y se enfrenta, por lo menos, a tres grandes desafíos: en primer lugar, debe constituir todo el aparato tecnológico que le permita no solo garantizar el acceso de sus asociados a la red, sino lo que es más importante: cobrar la misma forma de la sociedad, es decir, constituirse en una red. La metáfora de la sociedad contemporánea es la red, y todo aquello que tome su forma cobrará mayor dinámica.
Lo anterior significa que la universidad debe expandirse por toda la geografía social, articulándose cada vez más a otros nodos; significa también que sus docentes y estudiantes deben estar articulados a las redes informativas y de producción de conocimiento. Implica también que la producción y transmisión de conocimiento debe estar diseñadas desde la perspectiva cibernética. La pregunta que surge es de qué manera la universidad puede abandonar su forma de claustro y atreverse a mutar hacia las nuevas formas organizativas que dominan la sociedad contemporánea; se trata de comprender la forma de reactualizar el pensamiento y, sobre todo, la acción, para hacer que los propósitos fundamentales de la universidad sigan teniendo un espacio en los nuevos contextos.
Un segundo desafío de carácter pedagógico emerge de la constatación según la cual no es suficiente, para integrarse a la nueva sociedad, el simple acceso a la red, ya que esto no garantiza la conversión de la información en conocimiento. Aprender a aprender y a desaprender cobra hoy su mayor importancia en un mundo que renueva aceleradamente sus conocimientos y donde los saberes mutan a diario como resultado de la sinergia productiva entre la economía, la ciencia y la tecnología. La necesidad de construcción de estrategias de autoaprendizaje para cada uno de los saberes que imparte la universidad ha superado con creces al aprendizaje de los saberes mismos (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 1999).
En general, la universidad sigue privilegiando la erudición y su consecuente transmisión; en algunos casos aparece el trabajo con competencias derivadas del saber y su aplicación, pero la construcción de habilidades para aprender, continuamente por sí mismo, conocimientos de vanguardia aún no tiene cabida ni en las facultades ni en sus currículos. El desafío pedagógico a este respecto reside en transitar de la construcción del sujeto de aprendizaje al de autoaprendizaje.
El tercer desafío —y tal vez el más apremiante— es resultado del tránsito hacia las sociedades de la información: las nuevas sociedades están desarrollando formas de construcción de conocimiento que sitúan a los sujetos cada día ante disyuntivas morales que, en la mayoría de los casos, optan por resolverse desde consideraciones economicistas.
El individuo que produce la universidad está fuertemente influenciado por la moralidad del capitalismo globalizado, en la que la eficiencia, la competencia y el pragmatismo se han ubicado junto al beneficio económico como valores máximos por alcanzar. Ante esta situación el “todo vale” o el “no hay nada que hacer” agravan las problemáticas de las grandes capas de empobrecidos del planeta. El desafío es preparar individuos con las capacidades técnicas que exige la nueva forma social, pero ante todo con las capacidades para poder tomar distancia de sus aberraciones y las habilidades para construir y defender una postura social y humanista.
La formación de un sujeto nodo y un sujeto red
Una de las transformaciones más notorias que ocurren en este tránsito hacia la nueva sociedad es el proceso globalizatorio. Si bien para algunos el inicio de tal proceso está en los albores del capitalismo, con la conformación de un sistema mundo, la gran mayoría de intelectuales ha optado por comprenderlo como un fenómeno posibilitado por la emergencia de los organismos supranacionales durante la segunda posguerra y, sobre todo, por los avances obtenidos en la conectividad a partir del desarrollo de los dispositivos infocomunicacionales (Beck, 2003).
La globalización, que en primera instancia se expresó en factores de tipo económico, como el aumento vertiginoso de las transacciones entre distintos puntos del globo, la rápida circulación de los capitales financieros y la nueva distribución internacional del trabajo, ha modificado también muchos de los ámbitos de la vida social y personal de los individuos, al punto de generar nuevas construcciones culturales y subjetivas.
Los procesos globalizatorios han traído consigo la demanda de un ciudadano del mundo, un individuo capaz de moverse por las diferentes esquinas del planeta, interactuando de forma emocional y comunicativa con otras gentes y culturas a partir de poderosas competencias de carácter comunicativo y emocional que le facilitan los intercambios productivos de todo tipo. Se espera que este individuo desplace el centro de su identidad política de lo nacional a lo global y configure una identidad relativa, hibridada y flexible, para poder ganar en potencialidad comunicativa (Barbero, 1999).
En este sentido, las demandas formativas de los sujetos globalizados incluyen la capacidad de desciframiento de códigos culturales, lo cual es vital para la gestión de intercambios. Se trata de fortalecer la lectura simbólica del mundo, especialmente el aprendizaje de los idiomas globales; de allí la exigencia básica en los sistemas educativos nacionales por la utilización del inglés como segunda lengua y la demanda por el conocimiento de las lenguas de las economías emergentes, como las del sudeste asiático.
Las nuevas capas de mediano y alto rango del proletariado del trabajo inmaterial —ahora llamado capitalismo cognitivo3— han respondido muy bien a estas exigencias. Adscritos a organizaciones de carácter multinacional, aquellos individuos transitan cotidianamente la geografía global y se insertan en culturas diferentes. Su manejo de las relaciones interpersonales, como sustrato de una adecuada comunicación, y la comprensión y control de la emocionalidad propia y ajena suponen una diferencia sustancial respecto al individuo localizado. Sus remuneraciones salariales y la promesa de una vida deslocalizada, llena de excitantes desafíos, los colocan como el modelo laboral por alcanzar, y con ello, como el perfil por conseguir desde el proceso de formación (Lazarato, 2001).
Los sistemas educativos se han visto cada vez más presionados para reconfigurar la formación que ofrecían y que había estado centrada en la construcción del hombre nacional defensor de la patria, sus valores, fronteras y recursos. Los nuevos modelos formativos se enfocan en construir el hombre y la mujer del pensamiento global, lo que implica no solamente enterarse de qué sucede en el mundo, sino también de construir un pensamiento de carácter sistémico, que les permita entender la aldea global e incluir en él diferentes variables que, de forma integrada, construyan la imagen mental de un sistema mundial.
Ante estas nuevas demandas, la universidad ha tenido dificultades para responder con diligencia, y por ahora se muestra más bien cautelosa, encerrada en sus muros y parapetada en las formas de construcción identitaria propias de los modelos de aceleración productiva que permitieron su expansión durante la segunda posguerra. Sin embargo, en la última década, la necesidad de responder estratégicamente a las formas de poder y agenciamiento de las estrategias supranacionales ha producido múltiples reflexiones sobre los desafíos de la educación superior para articularse con inteligencia al mundo global.
El primero de ellos es un reto de carácter técnico, para poder construir una dinámica en dos sentidos: por un lado, lanzarse al mundo y, por otro, atraerlo hacia su interior. La universidad debe establecer contacto y diálogo con el mundo; a manera de un viaje de ida y vuelta, debe integrarse a aquel y apropiarlo. En correspondencia, estudiantes, docentes y directivos deben realizar los mismos tránsitos que hacen tanto el conocimiento como el cognitariado. Los programas de intercambio de docentes y profesores, la homologación de los créditos con entidades de otras latitudes, los convenios de participación en proyectos internacionales y la articulación a las redes mundiales de todo tipo son apenas algunos de los esfuerzos que vale la pena intentar. La construcción crítica del sujeto global no puede hacerse mirando por la ventana, hay que ir al mundo y traerlo a casa para someterlo a análisis, y eso implica colocar lo mejor del talento gerencial y administrativo de la universidad (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 1999).
El segundo desafío tiene un carácter pedagógico y está centrado en construir los códigos de acceso al mundo global. Estos pueden estar referidos, en primera instancia, al manejo comprensivo de las lenguas históricamente dominantes, como el inglés y el francés, o a las emergentes, como el mandarín, pero luego, y de una forma más importante, está el hecho de estar preparados para comprender y asumir los códigos culturales de otros mundos, sin por ello tener que perder los propios. Se trata de construir la capacidad para descentrarse y poder entender el mundo desde múltiples perspectivas; se trata de abandonar la “parroquia” mental, sin que ello tenga que significar el aculturamiento y la pérdida de la identidad.
El tercer reto cobra una dimensión social-humanística y consiste en, como señala Morin (1997), enseñar la identidad terrenal, comprender que somos parte de un proceso cósmico en el que la vida cobró lugar en el planeta y que es en medio de este que surge lo humano. En tiempos de la globalización recorremos física o virtualmente un mundo sin que nos preocupen las condiciones económicas desiguales, los procesos de marginamiento de millones de seres humanos, la guerra extendida y normalizada, el hambre, la ignorancia y la enfermedad. Enseñar en un mundo global tiene como gran desafío comprender esa identidad humano-terrenal de los individuos y construir herramientas y posturas para develar y denunciar algunas actuaciones globales como formas de inequidad.
Un capital activo en el cerebro y la mente
La aparición de nuevos métodos de producción, luego de la década de los ochenta en los Estados Unidos y en el resto del mundo, hasta entonces industrializado, supuso la generación de nuevas demandas formativas a los sistemas educativos y, por extensión, a las universidades. La aplicación masiva de las innovaciones del Kaizen y de la teoría de la calidad total a los esquemas de producción han...