Selección natural en niveles emergentes
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Selección natural en niveles emergentes

Una ampliación del darwinismo

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Selección natural en niveles emergentes

Una ampliación del darwinismo

About this book

Este libro propone que la teoría de la selección natural de Darwin puede ser reformulada como un proceso general seleccionista que incluye, como instanciaciones suyas, otras teorías cuyos dominios van desde el nivel de la evolución biológica hasta el nivel de la evolución cultural de las teorías científicas… todas hacen parte de ese proceso general de selección natural en niveles emergentes.

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Darwin y el darwinismo: evolución de una idea

La diversidad biológica es uno de los rasgos más notables y sorprendentes de nuestro planeta. Un reciente informe sobre biodiversidad (Mora et al, 2011) afirma que en la tierra y en el océano existen aproximadamente 8.7 millones de especies, de las cuales tenemos registro tan sólo de 1.2 millones, es decir, de algo un poco más del 13%. Por supuesto, hay que tomar estas estimaciones como datos aproximativos, lo cual no deja de ejercer en nosotros cierto estupor. Pues bien, ¿por qué existe la diversidad? Esta pregunta de una sencillez abrumadora no parece filosófica en la actualidad, y quizá en verdad no lo sea. Sin embargo, es contra ella que Parménides inaugura la metafìsica occidental dejando una huella imborrable. Veamos como es esto y su relación con la pregunta planteada. Si lo pensamos bien, solo caben dos posibles respuestas, mutuamente excluyentes, y no libres de problemas reales y prejuicios emotivos: o bien las especies fueron creadas o bien han evolucionado. El primer caso supone la existencia de un dios, un ser creador. Esto, aunque obvio, es particularmente importante porque puede ser explicado, a diferencia de su contraparte evolucionista, bajo la influencia de la máxima, atribuida al mismo Parménides en el siglo VI – V a. C, ex nihilo nihil fit: nada puede surgir de la nada. En efecto, si las especies no pueden surgir de la nada, entonces se requiere de la existencia de algo que no sea creado y pueda crear, o sea algo eterno, inmutable, perfecto, omnipotente… o sea dios. Algo que mantiene, en últimas, una unidad constante y no originada. Esta es la idea de Parménides. Esta forma de razonamiento sigue al pie de la letra aquella máxima antigua y comúnmente se mantiene hasta nuestros días. Lo que está en la base de aquella máxima no es que sea improbable o poco plausible o difícil de imaginar que algo surja de la nada, sino que la idea es de suyo absurda, que es imposible concebir un mecanismo mediante el cual se pase del no-ser al ser, de la nada a la existencia. Con todo y esto, como iremos viendo, Darwin concibió tal posibilidad e ideó un mecanismo que hace innecesario un ser sobrenatural en la explicación del origen de las especies, llevando la perspectiva evolucionista un paso adelante.
Por la misma época en que se popularizó aquella sentencia, Aristóteles (siglo IV a. C.) concluyó que debía existir algo que mueva sin ser a su vez movido, y en consecuencia lo denominó motor inmóvil. Siguiendo todo el influjo griego, Santo Tomás, varios siglos después, retomará esta idea y la elevará a prueba objetiva de la existencia de dios. La idea, pues, se encontraba ampliamente difundida impidiendo una explicación diferente a la génesis de las especies, en el sentido de que esta posibilidad permanecía anulada, a tal punto que agudos filósofos ‘empiristas’ de la modernidad, como John Locke, sentenciaban taxativamente que:
No hay verdad más evidente que la de que tiene que haber algo desde la eternidad. Jamás he oído a alguien tan sin razón, ni a nadie que pudiera suponer una contradicción tan manifiesta, como para admitir un tiempo en el que hubiera una nada perfecta. Porque sería el mayor de todos los absurdos imaginar que la pura nada, la negación perfecta y ausencia de todo ser, pudiera alguna vez producir alguna existencia real (Locke, 2000, p. 624).
Pocos siglos después, en la misma Inglaterra de Locke, Charles Darwin reversaría todo el peso de la tradición reflejado en aquella máxima. Aunque a decir verdad Darwin no negó manifiestamente la existencia de dios, es claro que el mecanismo que propuso no requiere, a diferencia de la opción creacionista, un ser creador. Darwin propuso un mecanismo que denominó Selección Natural mediante el cual se originaban las especies, un mecanismo que permitía el paso del no-ser al ser de las especies. En definitiva, lo que a Darwin le interesaba no era tanto negar la existencia de dios cuanto “probar que las especies modernas eran descendientes modificadas de especies más tempranas y demostrar cómo había ocurrido este proceso de descenso con modificación” (Dennett, 1999, p. 53).
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Desde la época de Darwin se advirtieron claramente los ‘peligros’ que suponía la teoría de la selección natural para el punto de vista creacionista. De las muchas descalificaciones, insultos y caricaturizaciones burlescas de la teoría evolutiva, es bien conocido aquel debate, a tan sólo 7 meses de publicado el libro El origen de las especies en 1859, entre el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, conocido por su persuasiva y resbaladiza retórica como ‘Sam el jabonoso’, y el amigo de Darwin y paladín de la teoría darwinista, Thomas Huxley, apodado precisamente el ‘bulldog de Darwin’. En aquella ocasión, según se conoce la historia, el clérigo espetó a Huxley con las siguientes palabras: “¿podría decirme si del lado de su abuelo o de su abuela desciende usted de los monos?” Pensar que esta pregunta fue una reacción exagerada a la teoría es un error2. Más bien debemos entenderla como parte de una tradición de más de dos mil años que comienza en tiempos de Platón y Aristóteles y que continuamente se veía reforzada con máximas como la mencionada anteriormente. Platón pensaba que todo lo que es accesible a los sentidos, absolutamente todas las cosas terrenas, son copias imperfectas de un mundo ideal que existe eternamente. Este Mundo de las Ideas de Platón, a diferencia del mundo terrenal, no está sometido a la variación y al cambio, no sufre accidentes y no es corruptible; es el mundo de la perfección y la inmutabilidad a la que no pueden aspirar los objetos de nuestros sentidos y al que sólo podemos acceder mediante la razón. No importa lo cuidadosamente que tracemos un círculo, este círculo terrestre está viciado por nuestra mano temblorosa, o por la línea que traza el carboncillo de nuestro lápiz: el simple hecho de materializar la idea de círculo hace que pierda, diría Platón, su dignidad y perfección, o lo que más tarde llamaría Aristóteles, heredero de Platón, sus propiedades esenciales. Aristóteles llevó la teoría platónica de las Ideas un paso más adelante al afirmar que todas las cosas se constituyen mediante la combinación de propiedades esenciales y propiedades accidentales. Las primeras hacen de una cosa el tipo particular de cosa que es, mientras que las segundas pueden variar sin que se afecte la cosa como tal. Las cosas, por supuesto, no se definen mediante sus accidentes sino por los tipos de cosas, los cuales tienen una correspondencia directa con las esencias: a cada tipo le corresponde una esencia. Las esencias, como las Ideas de Platón, son intemporales e inmodificables.
Lo importante de todo este asunto es recordar que el término ‘especie’ fue, en cierto modo, una traducción estándar de la palabra griega eidos que Platón utilizó para designar Forma o Idea, y que Aristóteles, con toda su influencia en el pensamiento posterior, se encargó de afianzar mediante su teoría de las propiedades esenciales. Las élites intelectuales de estos tiempos (cardenales, hombres de negocios, profesores, todos), durante algo más de dos milenios, pensaron que las especies no evolucionaban sino que estaban prefijadas desde el comienzo. Pues bien, cómo es posible que las especies (entiéndase esencias) evolucionen si, por definición, éstas no están sometidas a la corrupción y a los accidentes, es decir, son inmutables. En síntesis, ¿cómo alguien podía entender que dos esencias que nada tienen que ver entre ellas descendieran la una de la otra? Esta idea se conoce como fijismo o esencialismo, y estimuló el desarrollo de las investigaciones de los primeros naturalistas, investigaciones que pueden englobarse bajo el nombre de teología natural, en contraposición con la teología revelada, dado que su propósito era encontrar evidencia de la existencia de dios mediante el estudio de la naturaleza3. Así pues, en la teología natural se encontraban las respuestas a los problemas sobre la génesis de los organismos, y la mayoría de los naturalistas del tiempo de Darwin aceptaban tal explicación de la complejidad de las estructuras orgánicas. Las investigaciones físicas terminaban pues conduciendo al reconocimiento divino. Darwin, con El Origen, inaugura una cosmovisión plenamente naturalista de la biología, respondiendo a la pregunta en torno a cómo ocurre el proceso evolutivo dejando a un lado por qué ocurre este proceso (Cfr. Dennett, 1999: Capítulo 1 sección 2).
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Darwin no fue el primer evolucionista. Por lo menos 2.500 años antes, el filósofo presocrático Anaximandro planteó un primer principio (Arjé) llamado el ápeiron, o lo indeterminado, del cual surgen y proceden todas las determinaciones mediante un proceso de desgajamiento de sí mismo hacia todas las formas de existencia. Esa es quizá la primera explicación de tipo evolucionista del origen de las especies, aunque muy primitiva para considerarse como teoría científica. El desarrollo de las teorías de la evolución del siglo XVIII tuvo que presuponer la maduración de la ciencia moderna bajo el trabajo incisivo de pensadores de la talla de Galileo, Descartes, Bacon, Newton, etc., quienes fueron definiendo poco a poco la idea de la nueva ciencia. Las teorías científicas empezaron a entenderse como sistemas hipotético-deductivos que necesariamente debían someter sus predicciones a la experiencia. De hecho, el mismo concepto de experimentación se vio afectado. A diferencia de los alquimistas predecesores, por ejemplo, se entendió que la experimentación es un procedimiento controlado de la naturaleza con un objetivo demostrativo previamente establecido. De este modo, el valor de la evidencia empírica en favor de la teoría de la evolución es fundamental, aunque ella misma no estuvo exenta de ser controvertida4. La disputa sobre el papel que juegan los fósiles ilustra muy bien este punto. En la medida en que fueron descubriéndose, se plantearon distintas hipótesis, muchas veces incompatibles, para dar razón de su existencia. En el siglo XVII, Georges Cuvier, por ejemplo, pese a reconstruir completamente esqueletos de animales fósiles -considerado por ello el padre de la paleontología-, mantuvo una concepción fijista sobre el origen de las especies apoyándose en la tesis del catastrofismo que él también proponía. Según esta tesis, los cambios geológicos y biológicos se deben a cambios repentinos y violentos, es decir, a catástrofes como la deriva continental o a grandes terremotos, o como las catástrofes bíblicas a las que daba total crédito. De este modo, los fósiles serían las huellas de la existencia de los animales que no entraron en el Arca de Noé, y que, consiguientemente, fueron extinguidos por el diluvio universal. Posteriormente, se habría repoblado la tierra con las especies sobrevivientes debido a migraciones procedentes de regiones alejadas a la zona donde había ocurrido la catástrofe. Otras versiones afirmaban que los seres extintos eran reemplazados por seres creados nuevamente por dios (como el geólogo Ch...

Table of contents

  1. Introducción
  2. 1. Darwin y el darwinismo: evolución de una idea
  3. 2. Estructura teórica de la selección natural
  4. 3. Darwinismo universal
  5. Bibliografía