Las neuronas espejo
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Las neuronas espejo

Aprendizaje, imitación y empatía

Silvina Catuara Solarz, Silvina Catuara Solarz, Silvina Catuara Solarz

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Aprendizaje, imitación y empatía

Silvina Catuara Solarz, Silvina Catuara Solarz, Silvina Catuara Solarz

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En el presente volumen se repasan los laboratorios donde las neuronas espejo fueron observadas en acción por vez primera, y se profundiza en la explicación de qué son, dónde se encuentran, qué función cumplen y qué ocurre cuando esta se ve alterada.

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Information

Publisher
EMSE
Year
2020
ISBN
9788413541693
Edition
2

Un descubrimiento inesperado

Según cuenta la leyenda, el descubrimiento de las neuronas espejo fue un caso de serendipia, término con el que se conocen esos encuentros afortunados y casuales que supuestamente jalonan la historia de la ciencia. Pero la verdad es que no fue fruto solamente del azar.1
Todo comenzó a finales de la década de 1980, a partir de la curiosidad de unos investigadores italianos que estudiaban un sistema neuronal que despertó y sigue despertando mucho interés en el mundo científico: el sistema motor. Tradicionalmente, este sistema se entendía como un grupo de áreas cerebrales que actuaban de manera conjunta para desencadenar movimientos musculares. Se consideraba que estas áreas, vinculadas al control y la ejecución de movimientos, eran tanto anatómica como funcionalmente independientes de las áreas sensoriales (vista, tacto, audición, gusto, olfato), aunque se comunicaban entre sí a través de unas fibras asociativas. Sin embargo, no se tenía una idea clara acerca de cómo se producía la interacción entre estos dos sistemas que permitía integrar la información de cada uno de ellos, algo imprescindible para explicar comportamientos tan cotidianos como calibrar el movimiento de la mano dirigido a alcanzar un vaso que vemos a una distancia determinada.
Aquellos neurocientíficos italianos se dedicaban a investigar, con una mirada fresca y de aires rupturistas, el sistema motor en macacos. No solo estudiaban los movimientos en general (como el de extender o doblar un dedo), sino también y sobre todo los actos motores con objetivos definidos (como la acción de agarrar un plátano para comerlo). Su hipótesis era que las neuronas de las áreas motoras podían participar en procesos más sofisticados que el del mero control muscular, y que incluso eran capaces de generar complejas secuencias motoras dirigidas a una meta específica. Como consecuencia de este planteamiento, los investigadores prestaban especial atención a la posible interacción entre el sistema visual y el motor.

El sistema motor como motor del descubrimiento

Para adentrarnos en el viaje que supuso el estudio de la capacidad de «ponernos en el pellejo del otro», primero tenemos que retrotraernos a los enigmas del sistema motor que intentaba desentrañar el grupo de investigadores italianos.
¿Alguna vez se ha preguntado el lector cómo consigue mover voluntariamente su cuerpo con solo pensarlo? ¿Qué hacen nuestros pensamientos para controlar nuestras piernas al caminar, la dirección de nuestra mirada o los movimientos que hacemos con las manos para el sinfín de actividades que realizamos día a día?
Durante siglos, la concepción predominante era que había dos realidades esencialmente distintas. Por un lado, una naturaleza espiritual (ya fuera el alma, la razón o el pensamiento), y por otro, el universo material, del que formaba parte nuestro cuerpo. Esta concepción dualista, que encontró una de sus máximas expresiones en el pensamiento del filósofo, matemático y científico francés René Descartes, planteaba el problema de la interacción entre una realidad de carácter aparentemente inmaterial (el alma) con otra mecánica (el cuerpo). Descartes pensaba que la respuesta se encontraba en una pequeña estructura situada a las puertas del tronco del encéfalo llamada «glándula pineal». Según Descartes, esta glándula era el lugar donde se producía la conexión entre el alma o el intelecto y el cuerpo.
Hoy en día sabemos que Descartes se equivocaba. El funcionamiento mental y la cognición no son otra cosa que propiedades emergentes del cerebro, por lo que la interacción entre la mente y el cuerpo es un falso problema: lo único que hay es una serie de intrincados mecanismos que sirven de engranaje entre el sistema nervioso central (encéfalo) y el sistema nervioso periférico (médula espinal y nervios periféricos) con el resto de los órganos y músculos de nuestro cuerpo.
La cuestión entonces es cuáles son y cómo funcionan esos refinados procesos que alberga el sistema nervioso y nos permiten movernos de acuerdo con nuestra voluntad y así ser capaces de interactuar con nuestro entorno. Y, como contrapartida, qué ocurre en aquellas personas que no pueden controlar sus movimientos a través de sus pensamientos. Estas preguntas fueron el objeto de estudio de múltiples generaciones de biólogos, químicos, electrofisiólogos y neurocientíficos. Gracias a todos ellos actualmente conocemos con bastante precisión las regiones cerebrales, los tipos de neuronas y los neurotransmisores responsables de modificar la tensión de los músculos que nos mantienen erguidos y que nos permiten realizar movimientos que van desde correr maratones hasta hacer microcirugías manuales de máxima precisión o escribir mensajes de texto a velocidades impensables.
Figura 2. Las pasiones del alma, René Descartes (1649). El pensamiento del  filósofo, matemático y científico francés René Descartes
planteaba el problema de la interacción entre una realidad de carácter aparentemente inmaterial (el alma) con otra
mecánica (el cuerpo). Descartes pensaba que la respuesta se encontraba en una pequeña estructura situada a las puertas
del tronco del encéfalo llamada «glándula pineal», donde se producía la conexión entre el alma y el cuerpo. Las ilustraciones muestran el esquema de funcionamiento de la
glándula pineal, según Descartes.
Figura 2. Las pasiones del alma, René Descartes (1649). El pensamiento del filósofo, matemático y científico francés René Descartes planteaba el problema de la interacción entre una realidad de carácter aparentemente inmaterial (el alma) con otra mecánica (el cuerpo). Descartes pensaba que la respuesta se encontraba en una pequeña estructura situada a las puertas del tronco del encéfalo llamada «glándula pineal», donde se producía la conexión entre el alma y el cuerpo. Las ilustraciones muestran el esquema de funcionamiento de la glándula pineal, según Descartes.
A lo largo de muchos años de investigación, la neurociencia ha construido un mapa topológico y funcional del recorrido y la conectividad de las neuronas, desde las distintas regiones cerebrales corticales (superficiales) y subcorticales (más profundas), hasta la médula espinal, donde las motoneuronas extienden las alargadas prolongaciones (los axones) que salen de sus cuerpos hasta las fibras musculares para controlar la tensión y relajación de los músculos esqueléticos.
Se denominan «eferentes» las vías nerviosas del sistema motor somático que descienden desde el cerebro y terminan en la musculatura, hasta donde trasladan las órdenes de control motor en forma de impulsos nerviosos. Entre ellas destacan las vías del tracto corticoespinal, que es como un río que se origina a partir de neuronas de las regiones motoras del cerebro (más precisamente, las cortezas premotora, motora primaria y motora suplementaria). Este tracto desciende por distintas regiones del cerebro para luego desparramarse por el cuerpo hasta llegar a los músculos. Tiene la particularidad de que en un lugar específico del cerebro llamado «decusación de las pirámides» se produce una inversión de las vías nerviosas. Allí un gran número de fibras neuronales, que provienen de cada hemisferio cerebral, cruzan la línea media y «cambian su camino» colocándose a partir de ahí en el lado opuesto del cuerpo. Aquellas fibras que se originan en el hemisferio derecho del cerebro van para el lado izquierdo del cuerpo y viceversa. Esta inversión de vías nerviosas explica cómo el control motor de los músculos se hace de manera contralateral, es decir, el hemisferio izquierdo del cerebro regula los movimientos de los músculos del hemicuerpo derecho y viceversa.
Esta primera dimensión que subyace a todos nuestros movimientos voluntarios se asemeja bastante a la imagen que habitualmente tenemos del sistema motor: un conjunto de cables que desde el cerebro se distribuyen por todo el cuerpo, y lo mueven como si fueran los hilos de una marioneta, con la diferencia de que en nuestro caso el cerebro no transmite las órdenes por tracción mecánica (tirando de un hilo), sino a través de señales químicas e impulsos eléctricos.
Figura 3. Trayectoria del tracto corticoespinal desde la corteza motora hasta los músculos.
Figura 3. Trayectoria del tracto corticoespinal desde la corteza motora hasta los músculos.
Lo que quizá le resulte más novedoso al lector sea saber que junto con estos circuitos «ejecucionales», responsables de la puesta en marcha de la acción, intervienen otros de carácter «intencional», responsables de la determinación de la acción. Dicho de otro modo, para generar los movimientos voluntarios del cuerpo no solo es necesario que las neuronas motoras de los nervios periféricos transmitan los mensajes para contraer o relajar la musculatura, sino que es también esencial que se planifiquen los movimientos apropiados para llevar a cabo las acciones motoras específicas que permiten alcanzar un fin.
Así, la conducta motora es el resultado de una serie de procesos que se desencadenan de manera coordinada y que incluyen la planificación de unos actos motores con un objetivo determinado, la emisión de las secuencias de órdenes motoras al cuerpo y la ejecución de dichas acciones por los músculos. Las estructuras cerebrales que llevan a cabo cada uno de estos procesos son distintas, y también son diferentes las escalas temporales en que se desarrollan. Los procesos motores «intencionales» se producen gracias a unas regiones cerebrales anteriores o frontales, entre ellas, las cortezas prefrontal y motora suplementaria, mientras que los procesos «ejecucionales» se inician a partir de la actividad de la corteza motora primaria y el efecto en cadena del «río» neuronal hasta la musculatura. Además, los procesos cognitivos asociados a la planificación motora tienen lugar unos milisegundos antes de la ejecución de dicha acción.
Como resultado de una extenuante labor investigadora, en los últimos cien años nuestra concepción general del sistema motor ha ido volviéndose cada vez más sofisticada y detallada. De las primeras aproximaciones reduccionistas y extremadamente simplificadas, en las que el sistema motor se concebía como un simple controlador de músculos de tipo mecánico (como la marioneta de nuestro ejemplo), se ha pasado a una visión holística en la que están involucradas unas redes neuronales de alta complejidad anatómica y funcional.
Por un lado, las áreas premotoras anteriores, que reciben una gran cantidad de datos de las regiones frontales. Estas áreas se encargan del procesamiento cognitivo de orden superior, como la planificación de actos motores a largo plazo o las motivaciones, y tienen principalmente funciones de control, pues determinan cuándo y en qué condiciones el potencial motor se debe transformar en acto efectivo. Y por otro lado, las áreas motoras frontales posteriores, que reciben gran afluencia de información sensorial desde el lóbulo parietal, que luego es elaborada en procesos independientes de transformación sensoriomotora. Por ejemplo, algunos procesos utilizan información visual sobre los objetos situados en el espacio que nos rodea para calcular, organizar y controlar la trayectoria del movimiento óptimo para interactuar con dichos objetos de manera apropiada.
El conocimiento de cómo funciona el sistema motor ha ido creciendo vertiginosamente a lo largo de las últimas décadas. No hay duda de que descifrar los mecanismos que rigen el sistema motor es crucial para que avancemos en las aplicaciones clínicas destinadas a la recuperación de la autonomía en personas que sufren patologías como el parkinson, la esclerosis lateral amiotrófica o la enfermedad de Huntington, la espina bífida y las lesiones medulares. Por esto, el sistema motor es un objeto de estudio fascinante, y no es de extrañar que en muchos lugares del mundo haya habido y siga habiendo neurocientíficos que han dedicado la vida entera al estudio de sus misterios.

Gloriosa serendipia

A finales del siglo pasado, en la Universidad de Parma trabajaba precisamente uno de esos grupos de científicos fascinados por desentrañar las bases neurobiológicas del sistema motor. El equipo estaba liderado por el neurobiólogo italiano Giacomo Rizzolatti, que investigaba junto con Luciano Fadiga, Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese.
Como otros neurocientíficos de aquel entonces, este grupo de investigación estaba interesado en la actividad eléctrica de las cortezas motoras y su relación con las conductas dirigidas por metas. Estas conductas comprenden acciones como «tomar X» para conseguir el «fin Y»: tomar un trozo de comida para llevármelo a la boca, tomar una cucharilla para remover el café, tomar el cepillo para lavarme los dientes, empuñar la palanca de cambios para regular la velocidad del coche, etcétera. Aunque estas conductas son esenciales para nuestro desenvolvimiento cotidiano, en aquel momento aún no estaba claro cuáles eran sus mecanismos subyacentes. En concreto, el equipo de Rizzolatti había concentrado sus investigaciones en entender cómo se producen los actos intencionales llevados a cabo con toda la mano o con cada dedo por separado.
El estudio se realizaba con macacos (Macaca nemestrina) a los que se les habían implantado microelectrodos de registro en las neuronas de una región del área premotora conocida como F5, con el propósito de registrar su actividad eléctrica. El interés por las neuronas de esta región no era nada casual. En estudios anteriores, el mismo grupo de investigación había comprobado que las neuronas de la región F5 se activaban tanto al realizar actos motores como al observar los objetos con los que se realizaban esos actos. Estos datos resultaban desconcertantes porque no encajaban del todo con las teorías vigentes en aquel momento: que las neuronas de un área premotora se activaran durante las acciones dirigidas a metas era algo esperable, pero ¿cómo era posible que una neurona de la región F5 reaccionara también durante la observación de un objeto, aunque el sujeto permaneciera completamente inmóvil? Estos datos parecían sugerir que la actividad de las neuronas de F5 no era exclusivamente motora, sino que también estaba relacionada con los procesos sensoriales o perceptivos vinculados a esas mismas acciones de carácter intencional. ¿Acaso reflejaban la intención o el deseo de los macacos de interactuar con el objeto? ¿Como cuando vemos un vaso de agua fría en pleno verano y no podemos aguantarnos las ganas de abalanzarnos sobre él?
En esta ocasión, los macacos protagonistas del estudio se encontraban sentados y debían activar con el pulgar y el índice un interruptor que encendía una luz dentro de una caja que permitía ver los objetos que esta contenía. A continuación, los macacos debían agarrar los objetos, y en caso de hacerlo correctamente recibían una recompensa en forma de comida, que podía ser cacahuetes, pasas de uvas, trozos de manzana y demás cosas apetitosas. El sistema de registro electrofisiológico funcionaba de manera tal que cada vez que una neurona se activaba, es decir, disparaba o se despolarizaba,2 un osciloscopio emitía un sonido muy peculiar (¡taaac!) para que el investigador pudiera advertirlo rápidamente.
Como en todo experimento de conducta de aprendizaje, hizo falta un gran número de repeticiones para que los macacos se familiarizaran con la tarea y realizaran las acciones requeridas con el fin de conseguir las sabrosas recompensas. Es fácil imaginar que aquello debió de ser bastante arduo y caótico, sobre todo al principio. Los macacos moviéndose descontroladamente sin hacer caso a la tarea, las neuronas disparando sin razón aparente y sin cesar cuando los macacos agarraban los objetos, cuando los veían y cuando se comían las recompensas. Pero a fuerza de repetir y repetir, poco a poco el equipo de Rizzolatti iba descifrando la lógica subyacente a esos estruendos neuronales.
Hasta que en el curso de la investigación se produjo un acontecimiento inesperado que acabaría siendo un punto de inflexión en nuestra comprensión del sistema motor y de nuestros sistemas cognitivos. En el día a día del laboratorio, los miembros del equipo solían aprovechar los descansos entre tareas para saciar el apetito (sí, la ciencia da hambre a veces). Y no era inusual que para ello recurrieran a los cacahuetes del bote de las recompensas de los macacos. Un buen día, justo mientras alguno de los investigadores se llevaba un puñado de cacahuetes a la boca, oyeron «¡tac-tac-tac!». Era el osciloscopio que estaba indicando que había disparos de las neuronas premotoras de la región F5.
Pero ¿cómo? ¡El macaco estaba sentado y quieto y no interactuaba con ningún objeto! Escépticos e incrédulos, los científicos inicialmente creyeron que se trataba de un ruido de fondo, un error de los sistemas de registro, o, en palabras de Giacomo Rizzolatti, una «bizzarria sperimentale». Sin embargo, este «error» aparentemente sin importancia se repitió de manera sistemática cada vez que los investigadores se presentaban delante de los macacos y se llevaban comida a la boca, incluso cuando los animales estaban realizando otras acciones con objetos diversos. A pesar de que los macacos estaban quietos, sus neuronas disparaban como si fueran ellos los que realizaban los movimientos.
El equipo de Rizzolatti intuyó desde el primer momento que estaban presenciando algo trascendental: la sospecha que todos albergaban era que la activación de las neuronas estaba relacionada con el significado de las acciones que presenciaban los macacos. Eran los primeros atisbos de lo que más tarde se convertiría en el sustento neurobiológico de la comprensión de las acciones de los demás, una capacidad esencial para la interacción social.
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