Catapila, jefe del pueblo
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Catapila, jefe del pueblo

Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals

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  1. 92 pages
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Catapila, jefe del pueblo

Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals

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Tras la organización del delirante bautizo de su anciana madre, Robert prepara la elección del próximo jefe del pueblo. Una contienda electoral que enfrentará a Gédéon, candidato autóctono y cristiano, y al hijo mayor de los Catapila, musulmán y nacido en el pueblo, pero considerado por muchos como extranjero sin derecho alguno a ejercer el cargo. Un momento importante en la historia del lugar en el que se medirán ideologías, religiones y, sobre todo, tolerancia.La última parte de la trilogía político-social marfileña de Venance Konan puede leerse como relato independiente o como continuación de Robert y los Catapila y Los Catapila, esos ingratos. Con el primer relato vimos cómo los Catapila llegaban al país de Robert desde una tierra "tan seca como ellos" y se convertían en el motor de la economía local. En la segunda entrega estallaba el conflicto: los Catapila, ¡esos ingratos que Robert había acogido!, reivindicaban los mismos derechos que la gente del lugar. En esta última novela de la saga Catapila, Venance Konan plantea, con su humor e ironía habituales, una pregunta clave para la convivencia: ¿hasta cuándo se es extranjero en un país?

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Information

Publisher
2709 books
Year
2019
ISBN
9788494693748
Días después del bautizo de Aurélie, durante una reunión del consejo del pueblo, se planteó el tema de la sucesión de nuestro antiguo jefe. Hacía un año que había fallecido y era necesario pensar en reemplazarlo. Según la tradición, hay que esperar al final del duelo, de un año, antes de proceder a su sustitución. Mientras tanto el consejo de notables asume las funciones del jefe difunto. En el pueblo, Robert, que ni siquiera era notable, se había nombrado jefe interino. Le pedimos que presentara su candidatura para votarlo, porque aquí el puesto de jefe del pueblo no es hereditario, sino electo, al contrario de lo que sucede con el jefe de la tierra, que siempre es elegido entre los descendientes de los fundadores del pueblo. El jefe de la tierra es el que sabe a quién pertenece este o aquel terreno, o tal o cual parcela de bosque. Se encarga de solucionar los litigios relacionados con las tierras. El jefe del pueblo, por su parte, ejerce de auxiliar de la Administración y es responsable entre otras cosas de la limpieza del pueblo, de evitar que los animales deambulen por él y de gestionar conflictos que por su naturaleza no requieren que se moleste a un juez, la mayoría relacionados con maridos a los que se les va la mano cuando atizan a su mujer. También se encarga de los temas de brujería, de los muchos que tenemos relacionados con faldas y de ofrecer al subprefecto gallinas, corderos o alguna jovencita de pechos todavía firmes cuando viene de visita al pueblo. En algunas regiones del país, la jefatura tradicional se transmite de padre a hijo o de tío a sobrino, sin embargo en otras se llega al poder por edad. En nuestro caso concreto, se elige al jefe sin más. Todo el mundo es libre de presentarse como candidato, no se requiere ningún requisito, salvo quizá ser originario del pueblo. No estaba escrito en ningún sitio, pero era difícil imaginar que alguien que no fuera del pueblo pretendiera dirigirlo.
Robert nos respondió que el pueblo se le quedaba pequeño, él era un intelectual y lo menos a lo que debía aspirar era a ser diputado, así que declinó nuestra oferta de presentarse como candidato. La gente estaba tan convencida de que Robert era nuestro jefe natural que no teníamos en mente a nadie más. Su negativa nos dejó de repente sin alternativas. Se llevó a cabo algo parecido a una convocatoria para la presentación de candidaturas. Y todos sabían que el jefe sería elegido por Robert.
Un día, de buena mañana, porque aquí los temas serios se tratan temprano, cuando los malos espíritus nocturnos ya se han retirado y los diurnos todavía no se han despertado, y cuando además ninguna gota de alcohol ha caldeado el cuerpo de los hombres ni confundido su mente; como decía pues, una mañana temprano, el jefe de los Catapila fue a ver a Robert. Iba acompañado de un joven Catapila conocido por todos en la región, su madre era prima de Robert. Le llevaron dos botellas de ginebra, dos cajas de vino, dos de cerveza, un cordero y doscientos mil francos. Acababa de levantarse y Robert se preguntó a qué se debía tan inesperada suerte. Ya había dilapidado todo el dinero que el bautizo de su madre le había reportado y llevaba días aguantando las quejas machaconas de su mujer sobre lo desgraciada que se sentía por haberse cruzado con el hombre más vago y despilfarrador del mundo. Robert guardó el dinero y las bebidas en su cabaña antes incluso de conocer la razón de semejante generosidad por parte de los dos Catapila.
Después de muchos circunloquios llegaron al motivo de la visita. El jefe había ido a comunicar a Robert que su hijo mayor quería ser jefe del pueblo y aprovechaba la ocasión para pedirle su apoyo.
Robert se hizo el sordo y se limpió meticulosamente los oídos con el dedo meñique.
—¿Puedes repetirme lo que acabas de decir? —preguntó al jefe de los Catapila.
—Lo has oído perfectamente —contestó—. Nuestro hijo mayor quiere convertirse en jefe del pueblo y ha venido a pedirte que lo apoyes.
—¿Qué pueblo? —dijo Robert.
—Nuestro pueblo, el pueblo en el que estamos, tú y yo —respondió con firmeza el jefe de los Catapila.
—Son estas cosas las que me ponen malo de vosotros —Robert se había enfadado—. Os damos la mano y os tomáis el brazo. ¿Por qué os portáis así? Cuando llegasteis aquí solo queríais un trocito de bosque para no morir de hambre. Os lo dimos. Al final os habéis quedado con todos nuestros bosques. Y ahora, ¿queréis que os demos el pueblo? ¿En serio te parece normal que el jefe del pueblo sea un Catapila? ¿Crees que a mí se me ocurriría presentarme en tu pueblo para ser tu jefe?
—Robert, este chico es tan hijo tuyo como mío. Su madre es tu prima, es decir, tu hermana. ¿Por qué debería renunciar a ser jefe?
—Para empezar, aquí, quien cuenta es el padre. Y su padre es un Catapila. ¿Crees que alguien nos tomaría en serio si tuviéramos un jefe con un nombre Catapila cuando este no es el país de los Catapila?
—Robert, eres el hombre más culto de este pueblo. Tú eres quien lee siempre la prensa y los libros, y escuchas la radio esa de los blancos, la Erfi. Nos mantienes informados sobre lo que sucede en el mundo. Y viniste un día a decirnos que los americanos son la leche porque eligieron a un presidente negro, hijo de un Catapila de allí. ¿Cómo se llamaba? Barack Hussein Obama. ¿Acaso tiene nombre americano? Nos dijiste que su padre es keniano. Sin embargo, los americanos lo han elegido dos veces para gobernar el país. Todos los días nos cuentas que tienes parientes en Francia que se han nacionalizado. Tienen nombres de aquí, pero son franceses. También dijiste que el padre del presidente de Francia, Sarkozy, era allí una especie de Catapila, procedía de un país llamado Hungría. Dicho esto, ¿por qué no podemos tener aquí un jefe con nombre Catapila? El chico es de este pueblo, incluso es descendiente de su fundador. ¿Por qué tendría menos derecho que cualquier otro a presentarse como jefe?
—Sé que en vuestro país la sucesión se transmite vía materna porque sois todos unos cornudos. Pero aquí, que somos gente seria y no tenemos por qué dudar de la honorabilidad de las mujeres, el niño es hijo del padre y eso es lo único que cuenta. Tienes razón al decir que el chico es mi sobrino y por tanto de alguna manera es mi hijo. Pero no lleva el apellido de mi familia, sino el del padre. Por consiguiente, Catapila es y Catapila permanecerá.
—Permíteme que no haga comentarios sobre la honorabilidad de vuestras mujeres. Sí, nuestro hijo es Catapila, pero también es de este pueblo.
A pesar de defender su postura, Robert se sentía a disgusto. Al Catapila que aspiraba al cargo de jefe del pueblo lo conocía de sobra, sabía también lo mucho que se había implicado en el pueblo. Cuando Robert fue elegido presidente de los jóvenes, él formó parte de su consejo. Se encargaba de las actividades socioculturales. Organizó la restauración y la limpieza de las calles e hizo quitar la porquería de las cunetas. Puso en marcha una mutua para que los más desfavorecidos pudieran ir a hospital de la región a recibir atención médica y poder tener un entierro digno. Gracias a ese joven Catapila, año tras año, durante las vacaciones escolares, organizábamos actividades deportivas y culturales que hacían del pueblo el foco de atención de toda la región.
Era el hijo de un Catapila que venía de la ciudad a vender sus pagnes al pueblo mucho antes de que se instalaran los primeros Catapila. Creció aquí con nosotros, cultivó en el bosque una gran plantación de cacao perteneciente a los parientes de su madre y después se fue a la subprefectura, donde abrió un pequeño y próspero comercio de madera. Venía al pueblo los fines de semana y ayudaba a todo el mundo. Incluso había construido aulas para ampliar el colegio. Robert lo sabía, se dedicaba al bienestar de los vecinos más que ningún otro. Y si alguien merecía ser jefe, desde luego era él. Lo malo es que era hijo de un Catapila, en definitiva, era un Catapila.
Para zanjar la discusión, Robert intentó echar balones fuera:
—De todas formas es demasiado joven para ser jefe del pueblo.
—¿Joven a los cuarenta y dos años? —replicó el joven Catapila.
—En mi partido político a los sesenta años uno es todavía muy joven para ejercer responsabilidades políticas. Nuestro presidente tiene setenta y nueve años, dijo que era todavía muy joven y acabamos de reelegirlo. Espera a madurar un poco antes de meterte en política.
—No es un asunto de partidos políticos, Robert —retomó el anciano Catapila—. Se trata de saber si queremos que el pueblo progrese o se quede tal cual está. Como hay que votar, que cada candidato presente su programa y serán los habitantes del pueblo quienes decidan.
—Ya, pero en todas las elecciones hay condiciones para poder presentarse. Y aquí para ser candidato el padre y la madre tienen que ser a su vez de padre y madre originarios de este pueblo.
—¿Quién lo dice? —preguntó el viejo Catapila.
—Nuestra tradición lo establece así.
—Es la primera vez que lo oigo. Pero piensa un poco, Robert. Dieudonné nos cuenta siempre la epopeya de tus antepasados. Lo que yo he retenido es que estuvieron de aquí para allá todo el tiempo. Se marcharon de ese país de más allá de la arena y dieron con una región de grandes bosques, luego se fueron a una zona de sabana y después al país que nosotros mismos dejamos antes de acabar aquí. Tú, que lees, debes saber que la historia de todos los pueblos es una larga historia de migraciones, de desplazamientos. Cuando la situación se pone fea en un sitio, uno se va a otro lugar. Y ese lugar se convierte en la nueva patria. Hoy en día, la mayoría de los jóvenes de aquí viven en el extranjero, en la capital o en otras ciudades del país. Están con otros pueblos. ¿Se les va a prohibir votar al alcalde de la capital o presentarse a unas elecciones municipales con la excusa, por ejemplo, de que la capital o la ciudad donde viven no es su casa? Hoy, nuestros hijos están en Europa, en América. Aquello es su nueva patria. Nosotros vinimos aquí. Los que se quedaron aquí no tienen más patria que esta. Este chico no tiene más que este pueblo y su única ambición es participar en su construcción. Recuerda la visita del ministro. Fuiste tú quien presentó al pueblo como modelo de convivencia pacífica entre las distintas comunidades. Salimos en la televisión como ejemplo a seguir en este país. Piénsalo.
Y se marcharon dejando a Robert meditabundo.
Por la tarde, nos convocó en su casa y nos expuso la situación mientras vaciábamos las botellas que los Catapila le habían llevado. Estábamos indignados.
—¿Pero esta gente por quién se toma? Después de hacerse con el poder económico de la región ahora quieren el político. ¡Qué jeta!
Entonces sacamos a relucir todos los defectos de los Catapila, eran unos invasores, gente hipócrita y traicionera que, aprovechándose de nuestra generosidad, se había quedado con nuestras tierras y nuestras mujeres y ahora también querían robarnos el alma, o lo que es lo mismo, la jefatura. Esta vez acordamos que no nos chulearían de nuevo.
En esto estábamos cuando llegó Prudence. Entró en su cuarto y salió tras ponerse un pantalón bajo el pagne, que es algo que hacen las mujeres de aquí para pelearse sin exponer sus partes íntimas a la vista de los demás. Llevaba la Biblia en la mano y estaba enfadada.
—No estoy segura de haber oído bien. ¿Es cierto eso de que un Catapila quiere ser el jefe del pueblo? ¿Pero qué estupidez es esa? ¿Acaso alguno de nosotros haría lo mismo en su pueblo? Ya sabía yo que esto tenía que pasar. Está escrito en la Biblia. Al final de los tiempos, el anticristo se levantará para luchar contra Jesús, nuestro Señor, y su ejército celeste. El anticristo es él.
—¿Quién? —exclamó Robert.
—Ese Catapila que quiere ser nuestro jefe. Es el anticristo. ¿Sabéis que quieren islamizar todo el país? Su imán dijo durante un sermón...
—Otro embaucador —murmuró Robert—. Ese y Nicéphore forman un buen tándem.
—Los estafadores son ellos, además de criminales —añadió Prudence—. ¿Habéis visto lo que hacen en los países en los que se han asentado? A la gente le cortan las manos y los pies. Y lapidan a las mujeres que engañan a sus maridos. ¿Queréis que pase lo mismo en nuestro pueblo y luego en el resto del país?
—¡Jamás! —gritamos todos al unísono—. Esta vez tendrán que pasar por encima de nuestro cadáver. ¡Por ahí no pasamos!
—Yo los espero aquí —prosiguió Prudence—. Estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de sangre por mi pueblo. Nunca dejaremos a esos hijos de puta arrancarnos lo último que nos queda, la tierra donde están enterrados nuestros antepasados. De todas formas, la sangre de Jesús los vencerá. Está escrito aquí, en la Biblia, en el Apocalipsis, capítulo 19, versículos 19 a 21: «Vi entonces a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos, reunidos para entablar combate contra el jinete de caballo blanco...

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