La avería
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La avería

Friedrich Dürrenmatt, Jorge Seca

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La avería

Friedrich Dürrenmatt, Jorge Seca

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Una avería en su nuevo deportivo Studebaker, y la esperanza de "vivir alguna aventura" extramatrimonial, llevan al viajante textil Alfredo Traps a pasar la noche en un pequeño pueblo de su ruta habitual. Sus anfitriones, un juez jubilado y unos inquietantes compañeros con quienes va a compartir la velada (un abogado, un fiscal y un verdugo), le propondrán participar en un macabro juego: ser el acusado.La avería es una nouvelle impredecible como la mejor intriga policíaca e implacable como una tragedia clásica. Llevada al cine en varias ocasiones (de manera brillante por Ettore Scola, en 1973), esta obra es quizá la más perfecta indagación en uno de los temas predilectos del autor: la fundamentación del principio de justicia. La doble moral burguesa, el concepto de libertad y responsabilidad individual o la afinidad entre el juicio moral y el estético, en un mundo que trastoca el concepto de mal por el de avería o error, recorren también este texto: gran literatura que no copia la realidad, sino que "amenaza con volverse realidad" ella misma.

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Information

Year
2020
ISBN
9788418264566

SEGUNDA PARTE

Accidente, ciertamente inofensivo, pero avería a fin de cuentas: Alfredo Traps1, para llamarlo por su nombre, empleado en el sector textil, de cuarenta y cinco años y todavía lejos de haber alcanzado una gran corpulencia, de aspecto agradable y modales suficientes si bien delatores de un cierto servilismo al filtrarse por ellos algo primitivo, algo de vendedor ambulante. Este tipo un momento antes iba circulando con su Studebaker por una de las grandes carreteras del país, contaba con llegar al cabo de una hora a su domicilio en una ciudad importante, cuando su coche se declaró de pronto en huelga. Simplemente dejó de funcionar.
Allí estaba el vehículo lacado en rojo, desvalido, a los pies de una colina baja por la que serpenteaba la carretera; por el norte se habían formado algunos cúmulos en el cielo, y por el oeste el sol seguía estando alto, casi a punto de comenzar su descenso después de mediodía. Traps se fumó un cigarrillo y a continuación hizo lo que debía. El dueño del taller de coches que finalmente remolcó el Studebaker le contó que no podía arreglar el desperfecto hasta la mañana siguiente, se trataba de un fallo en la junta de la trócola y de la bomba de gasolina. No era cuestión de ponerse a averiguar si aquello era cierto, ni siquiera era recomendable intentarlo; uno se halla a merced de los dueños de los talleres de coches igual que en otros tiempos a merced de los bandoleros y, aún más atrás en el tiempo, de los dioses y de los demonios locales. Demasiado perezoso como para recorrer el camino de media hora hasta la estación de tren y hacer el viaje, algo complicado, aunque breve, de vuelta a casa, con su esposa, con sus cuatro hijos, todos chicos, Traps decidió pasar la noche allí. Eran las seis de la tarde, hacía calor, estaba próximo el día más largo del año, el pueblo a cuyas afueras se encontraba el taller era acogedor, desparramado en unas colinas boscosas, con su iglesia en lo alto de un cerro, su casa parroquial y su antiquísimo roble protegido con imponentes aros de hierro y sólidos refuerzos, todo muy resistente, aseado, hasta los estercoleros frente a las casas de labranza estaban cuidadosamente apilados y organizados. También había por allí una fábrica pequeña y varias tascas y casas de huéspedes. Traps ya había oído hablar de una de aquellas casas en términos elogiosos, pero sus habitaciones estaban ocupadas por un congreso de criadores de ganado menor, y le indicaron una casa en donde de vez en cuando ofrecían alojamiento a la gente. Traps titubeó. Aún era posible regresar a casa en tren, pero lo sedujo la esperanza de vivir alguna aventura, y es que a veces en las aldeas había chicas –tal como había comprobado recientemente en la aldea de Michelines– que sabían apreciar a un viajante textil. Así que con renovadas energías emprendió el camino hacia la casa. Sonaron las campanas de la iglesia. Unas vacas le salieron al encuentro con paso torpe, mugieron. La casa de campo, de una sola planta, se hallaba en el centro de un amplio jardín, con los muros de un blanco deslumbrante, tejado plano, persianas enrollables de color verde, medio tapada por arbustos, hayas y abetos, con flores que daban a la calle, sobre todo rosas, y un hombrecito de avanzada edad con un mandil de cuero entre ellas, posiblemente el dueño de la casa realizando sencillas labores de jardinería.
Traps se presentó y pidió alojamiento.
–¿Cuál es su profesión? –preguntó el anciano, que se había acercado a la valla fumando un Brissago. No superaba en altura la puerta del jardín.
–Empleado en el sector textil.
El anciano examinó a Traps de arriba abajo al modo de los hipermétropes, mirando por encima de unas gafitas sin montura:
–Claro que sí, el señor puede pasar la noche aquí, por supuesto.
Traps preguntó el precio.
–No suelo cobrar nada –aclaró el anciano–. Estoy solo, mi hijo está en los Estados Unidos, me cuida un ama de llaves, la señorita Simone, y me hace ilusión poder alojar de vez en cuando a algún huésped.
El viajante textil le dio las gracias. Estaba conmovido por la hospitalidad y comentó que en el campo no se habían extinguido todavía los usos y costumbres de los antepasados. La puerta del jardín se abrió. Traps miró a su alrededor. Senderos de grava, césped, grandes zonas umbrías y otras iluminadas por el sol.
Cuando llegaron al lado de las flores, el anciano, haciendo unos cortes cuidadosos en un rosal con sus tijeras de podar, dijo que esa noche esperaba visita. Eran unos amigos que vivían en el vecindario, algunos en el pueblo y otros más allá, en las lomas, todos jubilados igual que él, atraídos a aquel lugar por la suavidad del clima y porque allí no soplaba tanto el foehn de los Alpes. Todos ellos vivían solos, eran viudos y estaban ansiosos por vivir cosas nuevas, estimulantes, así que para él era un placer poder invitar al señor Traps a la cena y a la posterior reunión de caballeros.
El viajante se sorprendió. En realidad, su intención era cenar en el pueblo, justo en la famosa casa de huéspedes, pero no se atrevió a rechazar aquel ofrecimiento. Se sentía obligado. Había aceptado la invitación a pasar la noche gratuitamente. No quería quedar como un urbanita maleducado, así que aceptó complacido. El dueño de la casa lo condujo a la primera planta. Una habitación acogedora. Agua corriente, una cama amplia, una mesa, un sillón cómodo, un Hodler en la pared, viejos volúmenes encuadernados en piel en el estante. El viajante textil abrió su maletín, se lavó, se afeitó, se envolvió en una nube de agua de Colonia, se acercó a la ventana, se encendió un cigarrillo. El gran disco solar se deslizaba en su caída hacia las montañas bañando con su luz los hayedos. Hizo un rápido repaso a los negocios de aquel día, el encargo de la Rotacher S. A. que no estaba nada mal, las dificultades con Wildholz, un cinco por ciento le exigía aquel bribón, ¡vaya, vaya!, a ese le retorcería con gusto el pescuezo y lo llevaría a la ruina. Luego, llegaron los recuerdos. Asuntos cotidianos en desorden, un adulterio planeado en el Hotel Touring, la cuestión de si comprarle o no un tren eléctrico a su hijo pequeño (al que más quería él), la cortesía y el deber de telefonear a su esposa, darle el recado de su imprevista ausencia. Sin embargo, no lo hizo. Como tantas otras veces. Ella estaba acostumbrada a esas cosas y de todas formas no le creería. Bostezó, se permitió otro cigarrillo. Vio llegar en formación a tres señores mayores por el sendero de grava; dos iban del brazo, y otro, gordo y calvo, detrás. Saludos, apretón de manos, abrazos, algunas frases sobre las rosas. Traps se apartó de la ventana, se dirigió al estante de los libros. Por los títulos que leyó no cabía esperar sino una velada aburrida: Holtzendorff, El delito de asesinato y la pena de muerte; Savigny, El sistema del derecho romano en la actualidad; Ernst David Hölle, La práctica del interrogatorio. El viajante textil lo vio claro. Su anfitrión era jurista, quizás había trabajado de abogado. Se imaginó una velada con discusiones farragosas, ¿qué sabían los estudiosos de la vida real? Nada, y así hacían las leyes. También se temió que se hablara sobre arte o sobre temas similares, con lo que era fácil que pudiera quedar en ridículo. Bueno y qué, si no tuviera que estar bregando en tantas batallas comerciales, él también estaría al día en asuntos más elevados. Bajó con desgana, estaban todos reunidos en la terraza acristalada abierta que seguía iluminada por el sol, mientras el ama de llaves, de constitución robusta, ponía la mesa al lado, en el comedor. Sin embargo, se quedó pasmado al contemplar la compañía que le aguardaba. Se alegró de que fuera el dueño de la casa quien primeramente le salió al encuentro, ahora casi galano, con sus escasos cabellos cuidadosamente cepillados y con una levita demasiado grande. Dieron la bienvenida a Traps con un breve discurso. Así pudo ocultar él su azoramiento. Murmurando dijo que el honor era suyo, hizo una reverencia, se mostró seco, distante, representó el papel de experto internacional en la industria textil y pensó con nostalgia que inicialmente se había quedado en aquella aldea para buscarse alguna chica. Ese plan se había ido ahora al garete. Frente a él vio a otros tres ancianos que para nada iban a la zaga del estrafalario anfitrión. Como cuervos inmensos llenaban aquel espacio veraniego decorado con muebles de mimbre y cortinas vaporosas; eran vetustos, iban arreglados pero descuidados aunque sus levitas eran de la mejor calidad, tal como constató de inmediato. En el asunto de la ropa había que exceptuar al calvo (de nombre Pilet2, de setenta y siete años, dijo el dueño de la casa, que había comenzado en ese instante con las presentaciones), que ocupaba, estirado y ufano, un taburete a todas luces incómodo a pesar de tener alrededor varias sillas confortables. Iba arreglado en exceso, con un clavel blanco en el ojal y se acariciaba constantemente el poblado bigote teñido de negro; era evidente que estaba jubilado, tal vez un antiguo sacristán que había hecho dinero por un golpe de suerte, o un deshollinador, o posiblemente un maquinista. En comparación con él, los otros dos tenían un aspecto muy desastrado. El uno (el señor Kummer3, de ochenta y dos años), aún más gordo que Pilet, inconmensurable, como compuesto por bultos de grasa, estaba sentado en una mecedora, con la cara de un rojo intenso, una tremenda nariz de borrachín, unos ojos saltones y alegres tras unas gafas doradas, a lo que se añadía, por descuido tal vez, un camisón debajo del traje negro y los bolsillos atiborrados de diarios y de papeles; mientras que el otro (el señor Zorn4, de ochenta y seis años) era alto y flaco, con un monóculo en el ojo izquierdo, cicatrices en la cara, nariz aguileña, melena cana y boca hundida, en resumen: un personaje de otra época que se había abotonado mal el chaleco y llevaba los calcetines desparejados.
–¿Un Campari? –preguntó el dueño de la casa.
–¡Cómo no! –respondió Traps y se sentó en un sillón, mientras que el alto y flaco lo observaba con interés a través de su monóculo.
–¿Va a participar el señor Traps tal vez en nuestra pequeña función teatral?
–Por supuesto que sí. El teatro m...

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