La Cisterna
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La Cisterna

Rocío Vélez de Piedrahíta

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La Cisterna

Rocío Vélez de Piedrahíta

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Novelas bien escritas y críticas de nuestras realidades hay decenas. Pero sucede que La Cisterna desata en el lector una solidaridad con Celina, su personaje central, un rencor contra quienes participan en el aniquilamiento de lo mejor que había en ella -culpa que es de todos y de nadie en particular-, que son de un orden superior a lo que obtiene lo que se llama "un personaje bien logrado", construido con esa eficacia que hace pensar en que el autor lo tomó de un modelo real. La construcción de esta novela, los lenguajes y técnicas a los que apeló su autora, construyen la imagen total de un personaje en quien pensamos como si efectivamente hubiera existido, ronda en nuestro ánimo como una persona de cuyo discurrir triste y hasta trágico nos hemos enterado con abundancia de detalles. Tal sensación en el lector, tal anulación de su distancia, de su reserva, ese haberle hecho olvidar que lo que ha leído es una ficción, aunque basada en la realidad, es la mejor prueba del éxito literario que su autora ha alcanzado con este libro. Celina es uno de los personajes femeninos más convincentes y dolorosamente inolvidables de la literatura colombiana.

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LA CISTERNA

A Ramiro
Se marchó José en busca de sus hermanos, los cuales luego que le vieron a lo lejos decíanse unos a otros: Aquí viene el soñador, echémosle en una cisterna vieja y entonces se verá de qué le aprovechan sus sueños. Apenas pues, hubo llegado José a sus hermanos le desnudaron de la túnica talar y de varios colores y metiéronle en una cisterna vieja que no tenía agua. Tomaron después ellos la túnica de José y el padre habiéndola reconocido dijo: La túnica de mi hijo es; una bestia feroz se lo ha comido; una fiera ha devorado a José
Génesis 37-15.33
Cuando mi tía Celina murió, estaba mal cuidada y murió sola.
Por circunstancias que más adelante relataré, fui yo quien cerró su pequeño apartamento y organizó la distribución de sus escasos enseres.
Como su vida opaca no había valido la pena, creí que en los despojos de sus pertenencias tampoco había nada interesante y si me dispuse a hacer su inventario con cuidado fue por respeto a la memoria de mi padre que sí la quería con toda el alma y mantenía sobre su escritorio un retrato de “mi hermana Celina”.
Desempeñé mi oficio sinceramente deseosa de entregar los objetos de mi tía a personas que los apreciaran; y, aquellos que carecían totalmente de valor, distribuirlos en forma tal que en ningún caso fueran ocasión de mofa. Los que difícilmente hubieran escapado a la sonrisa de mis familiares –como el increíble vaso de noche de porcelana, con dibujos de flores hechos a mano en los costados y tapa que remataba en un pequeño gajo de duraznos– pensaba esconderlos indefinidamente hasta que el azar los destruyera o el tiempo los convirtiera en antigüedades.
Solamente una vez había yo entrado en aquel apartamento obscuro, vetusto, encerrado y ahora tenía la sensación imprecisa de que mi tía estaba todavía allí; por eso me sentí temerosa al empezar mi tarea.
Los muebles eran de estilos variados según la época en la cual los había heredado. Primaba el comino crespo porque a ella le habían dado todos los muebles de mis abuelos que la familia no quería vender, pero que por un motivo o por otro ninguno de mis tíos podía acomodar en su propia casa. Había dos miniaturas valiosas de personajes desconocidos, varias oleografías sin valor, un magnífico florero isabelino intacto, piezas saltonas de vajillas exquisitas con monogramas que no se entendían, –tan enredadas estaban las patas de unas letras con los adornos de las otras–, objetos de finalidad ya incomprensible pero con muestras evidentes de que mi tía los había usado hasta el final de su vida. Encontré además, diseminadas por todos los rincones del apartamento infinidad de bobaditas con un no sé qué enternecedor que me hacía desearlas para mí, no fuera que alguno pudiera reírse de ellas…
Dejé para lo último la vaciada de un mueble, original por la multitud de sus cajones y repisitas, el espejo ovalado que giraba y un entrepaño en la parte inferior con orificio para poner la ponchera. Un escritorio-tocador-chifonier-mesa, de maderas muy finas, con adornos obscuros y en perfectas condiciones. Una verdadera joya. En uno de sus ocho cajones y escondido debajo de la cartulina verde con que mi tía tenía forrados todos sus armarios y alacenas, había un legajo de papeles tan escondidos y tapados que por poco los boto con la cartulina verde y todo. Por escondidos me interesaron y empecé a hojearlos. Una vez iniciada su lectura no pude suspender hasta no haber leído la última de las hojas y al terminarlas me quedé largo rato sentada, anonadada, abstraída, aterrada, sin poderme mover de allí.
Unos a máquina, otros a mano, aquellos escritos me revelaron en unas horas la trágica realidad de la vida de mi tía Celina –frustrada, trunca, mísera–; una búsqueda tenaz y horripilante de animal preso que lucha media vida por encontrar un agujero con salida a la independencia, a la libertad y ya vencido, destruido, vegeta la otra mitad, semiinconsciente, flotando lastimeramente en una nube pesada de inhibiciones, dolores, rencores e incomprensiones.
Las hojas de mi tía debieron haber sido escritas antes de los cincuenta años y las que están a máquina –la mayoría– alrededor de los treinta. Unas relataban sueños, otras imaginaciones, había esbozos de diario, algunas cartas y anotaciones sobre descubrimientos que la vida le hacía. Después de leerlos con pasión, de sufrir al analizarlos, de llorar por mi tía, decidí publicarlos.
Como tenía que esperar a que se murieran dos o tres parientes para quienes las memorias de mi tía resultarían fastidiosas, me puse a averiguar con toda calma cuanto pude sobre su vida, para completar lo que se desprendía de los escritos.
El orden en el cual ella guardaba sus hojas no es el que utilizo para presentarlas, porque inexplicablemente no coincide con el orden de su vida. Por ejemplo, su pesadilla sobre el tarro de basura, aparece escrita con mano temblorosa, como obra de vejez; yo la coloqué donde lógicamente debería haber tenido lugar. Las imaginaciones las transcribo tal y como las encontré, apenas con correcciones de puntuación o sintaxis; en los sueños hice los cambios necesarios para lograr una mejor ilación del conjunto; por último, sus pedazos de diario, desahogos esporádicos y las cartas que le escribió mi padre, totalmente deshechos en la forma pero con la idea que encierran intacta, me sirvieron para sostener la trama y hacer comprensible la vida de mi tía.
Para ciertas interpretaciones consideré que debía pedir la opinión de un psiquiatra. Según el que consulté, psiquiátricamente hablando hay tres hojas que no pudieron ser escritas por mi tía y una, indiscutiblemente, fue escrita por un hombre. Respeto la opinión del científico pero más respeto la memoria de mi tía Celina y prefiero publicarlas todas, sean o no suyas, puesto que alguna razón poderosa tendría ella para guardar escritos ajenos y esconderlos junto a los quejidos más lastimosos de su vida.
Dedico la obra con profunda tristeza a la memoria de mi tía Celina, como reivindicación póstuma al sacrificio inútil de su vida.
Medellín, octubre 23 de 1988

EL TARRO DE BASURA

—¡Celina! ¡Celina!
El grito era muy fuerte y la niña estaba cerca. Sin embargo ni miró a su hermana, ni soltó el perro, ni contestó.
—¡Pero esa muchachita parece sorda! ¡Celi- naaaaaa! Yo sé que me está oyendo: ¿por qué no contesta? Que venga a vestirse y a lavarse; parece un oso y huele a perro. Ya va a llegar la visita. Celinaaaa!, ¡eh!, ¡no venga si no quiere!
Celina oía la retahíla.
¡Otra visita!
Por eso tenía que lavarse y vestirse y permanecer toda la tarde limpia y quieta. Hubiera podido invitar una amiga. Pero no tenía una amiga que quisiera estarse quieta, limpia y callada toda la tarde. O hubiera podido ir al circo. Pero en día de visita nadie podía llevarla ni traerla de ninguna parte. Y suponiendo que tuviera la amiga esa, excepcional, que no se movía ni hacía ruido, o quién la llevara al circo, ella tampoco quería nada de eso. Ningún lugar, ninguna amiga, valía la pena de ver y sentir cuánto costaba a su familia el momentáneo desviamiento de los planes generales.
—¡Pero Celina! ¿Tiene que ser hoy? ¿Precisamente hoy?
—Pero, ¿cuántas veces tiene que ir esta muchachita al circo?
Su padre que deseaba vagamente complacerla sin esfuerzo, se quejaba:
—¿No hay nadie en esta familia que pueda llevar a Celina al circo?
Durante mucho tiempo Pedro la llevó. Al circo y a cine mudo y a exposiciones de caballos de paso fino. Llegó al extremo de oír con ella una ópera. Hasta que un buen día apareció en su mentón un barrunto de sombra y en su alma un desasosiego nuevo. De repente las muchachas se multiplicaron a su alrededor y Pedro quería ver a todas las muchachas que había. Y quería también que las muchachas lo vieran a él; pero buen mozo, afeitado, con aire libre. Y Celina trotando junto a él rumbo al circo, no le daba ciertamente el menor aire de libertad.
La dimisión de Pedro enfrentó a los Lopera con el problema de “¿Qué se va a hacer con Celina?”.
Aquel miembro póstumo del conjunto, con ser delgado, pequeño y silencioso, era un peso muerto que gravitaba en todo momento sobre la agilidad de movimientos del resto de la familia y –lo más incómodo– en forma vaga sobre sus conciencias.
La repentina desaparición de Celina de la faz de la tierra era un deseo nunca expresado y recluido en los trasfondos más obscuros de las subconsciencias, pero Celina por medio de no se sabe qué antenas invisibles lo captaba con estremecida angustia; sensación oscura, pesada, deprimente, que la trituraba.
Extraña situación puesto que todos la querían mucho.
Doña Elisa la quería con el alma. Con el alma dolorida, con el cariño lejano y fatigado de una mujer que no conoce el amor y que sin saber por qué, cuando ya no lo espera ni lo desea, cuando ya no parece posible, se ve nuevamente madre. Doña Elisa estaba muy fatigada para ir al circo con Celina.
Don Bernardo la quería con descuido. La tuvo por un descuido.
En vano trató durante unos días de recordar la causa de un estado de ánimo tan arrebatado por una esposa que de lo puro fatigada, fatigaba. La esperó con pereza, la recibió con indiferencia. La sonrisa del bebé hizo renacer en el hombre un fugaz frenesí de amor paternal, que se extinguió en cuanto la niña empezó a crecer. De su entusiasmo quedó solamente un sedimento de amor puesto en evidencia por el deseo vagaroso de mimarla por manos ajenas. Don Bernardo ni siquiera dijo por qué no llevaba a Celina al circo.
En cuanto a sus hermanos, recibieron el anuncio de su llegada con curiosidad y una burla agresiva contra sus padres, ante la inaudita evidencia de que aun sostenían esas misteriosas relaciones que ellos no sabían si calificar como naturales, pecaminosas, necesarias u obligatorias, pero que encontraban ridículas en personas a quienes consideraban ajenas al amor y más allá de toda posibilidad de pasión.
Cuando Celina dejó de ser el misterioso engendro que se agita en el vientre materno para convertirse en un bebé, olvidaron a sus padres y se entusiasmaron con la hermanita.
Héctor jugaba con ella a la pelota.
La tiraba al aire, una, dos, diez veces, fingiendo que iba a dejarla caer, pero sin dejarla caer. Celina veía acercarse el techo y luego el suelo, en un vértigo de movimiento y sentía alternativamente que se estrellaba contra el uno o que se rajaba la cabeza contra el otro. Y gritaba:
—¡No!, ¡no!
Pero Héctor muy complacido seguía: arriba y abajo, arriba y abajo.
—Hasta que pares de gritar, –le decía cariñoso.
Olga y Camila en plena pubertad, desahogaron en ella sus nacientes instintos maternales. Tenían acumulada una fuerza avasalladora, un impulso hacia algo desconocido, cuya constante represión estallaba en las formas más extrañas para ellas y para doña Elisa. Aquella hermanita indefensa, tenía la propiedad de desatar sus instintos, atraerlos sobre sí y en cierto modo serenarlos dándoles oportunidad de ejercitarlos.
Nada mejor pedía doña Elisa –tan fatigada– que aquellas dos madres entusiastas y las dejaba hacer.
De la trenza apretada, tensa, dolorosa, se encargó Olga.
De vestirla, lavarla y arreglarla a horas intempestivas y contra sus gustos, Camila.
Entre las dos la obligaron a comer lo que no quería y le negaron lo que pedía.
Pedro no se interesó ni mínimamente en Celina. Por lo tanto Celina adoraba a Pedro. Lo seguía como una sombra y a cambio de que la soportara junto a él y le permitiera ayudarle en algo, le obedecía ciegamente.
—¡Celina tráeme esto! Celina ¡llévame lo otro! Dile a fulano; ¡pásame aquello!
Y si la orden era difícil o ya la paciencia de Celina parecía flaquear, reforzaba su orden con una amenaza:
—O no te doy confites; o no te llevo al circo; o te lleva el diablo.
La primera infancia de Celina terminó el día que le enseñaron a nadar.
Un día luminoso; no había nubes en el horizonte, ni viento por entre los árboles. El sol salió temprano y se adueñó del firmamento; brillaba tanto y era tan evidente que brillaría todo el día, que los Lopera decidieron almorzar en el campo a la orilla de alguna quebrada.
Celina saltó de dicha. Bañarse en una quebrada… ¡Qué idea! En realidad ella no sabía qué se escondía tras esa idea, pero por lo mismo imaginó algo extraordinario.
Ella, la única pequeña, a duras penas cabía en el Packard. Hecha un nudo, la acomodaron en el filo del asiento sin ver en ninguna dirección el paisaje brillante que cruzaba por ambos lados, que se extendía al frente, que se alejaba hacia atrás.
Con un traje de baño ceñido, semejante a una libélula desproporcionada Celina se acercó al agua: la quebrada era un río. Tenía corriente y sonaba muy recio. La niña miró despacito, tratando de ver el fondo; oyó con cuidado, sin comprender dónde se producía el ruido constante, parejo, brusco, de las aguas al moverse y pensó de inmediato: “No me meto”.
Una vez tomada su resolución, tranquilamente se sentó en la orilla, respiró muy hondo y se puso a mirar el agua, al aire, al suelo. El agua se movía de continuo. Arrastraba con calma astillas de madera y cortezas de troncos que daban medias vueltas junto a la orilla y tropezaban con las zarzas o las yerbas que crecían en ella; a veces, corrían como acosadas por alguien hacia el centro del río, daban una vuelta vertiginosa y se hundían para reaparecer un poco más lejos y seguir río abajo en su danza inútil.
La niña sentía en su cuerpo los vaivenes de la rama, el contacto frío del agua sobre su piel, sabía por qué se detenían, por qué se hundían, por qué huían; empezó a reírse feliz, descalza, sin hebillas, sin trenza.
Como si brotaran del aire mismo, surgían inesperadamente pájaros que de mucho afán, bajaban un instante, rozaban el agua con la punta de un ala o simplemente se acercaban a ella para mirarse o ver el fondo y presurosos desaparecían como habían llegado.
Algo se movía en el suelo.
Celina se puso de cuclillas y moviéndose mañosa, miró con atención. A su alrededor el piso trepidaba de maravillas, trepidaba de grillos. Los grillos eran fascinantes. Tenían algo misterioso esas criaturas que no se hacen visibles sino precisamente cuando saltan para esconderse mejor. Sus movimientos elásticos intrigaban a la niña y hubiera querido coger uno para examinarlo. Pero los verdes se escondían entre la hierba y los pardos entre las hojas secas. Otros más vistosos y por parejas, pegados uno al otro, saltaban como resortes y apenas se veían cuando ya se sumergían en algún promontorio laberíntico de hierbas y desaparecían.
La curiosidad de Celina así atizada, agilizaba sus movimientos y cogía uno que otro. Pero ni aun así lograba examinarlos; era tan diminuto el orificio que podía abrir entre sus dedos para mirar, que el animalito seguía...

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