La vida secreta de las plantas
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La vida secreta de las plantas

Christopher Bird, Peter Tompkins, Andrés Mateo

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La vida secreta de las plantas

Christopher Bird, Peter Tompkins, Andrés Mateo

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Las plantas son seres vivos maravillosos. Son las únicas criaturas que, en medio del silencio, producen su propio alimento y, sin duda, constituyen la mayor fuente de riqueza de nuestro planeta: incluso el carbón y el petróleo fueron vida vegetal en el pasado. Los estudios y experimentos sobre la comunicación de las plantas indican que todos los seres vivos —el hombre, las plantas, la Tierra, los planetas y las estrellas— se relacionan íntimamente entre sí: lo que le ocurre a uno de ellos afecta a los demás."La vida secreta de las plantas" recopila una serie de logros y hallazgos relacionados con el mundo vegetal realizados por diversos investigadores, exponiendo las diferentes relaciones físicas, emocionales y espirituales que se dan entre las plantas y el hombre. A través de sus páginas descubrimos que las plantas pueden ser fiables detectores de mentiras y eficaces centinelas ecológicos, que tienen la capacidad de adaptarse a los deseos humanos e incluso de comunicarse con el hombre, que responden a la música o que tienen importantes poderes curativos. Peter Tompkins y Christopher Bird sugieren que la revolución más trascendental, aquella que podría salvar o destruir el planeta, puede venir desde nuestro jardín.

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01
Las plantas y la
percepción extrasensorial
La polvorienta ventana del edificio de oficinas situado frente a la Times Square de Nueva York reflejaba como un espejo un rincón extraordinario del País de las Maravillas. No había conejo blanco alguno con su chaleco y cadena de reloj, sino únicamente un individuo de orejas de gnomo, llamado Backster, provisto de un galvanómetro y de una planta doméstica, llamada Dracaena massangeana. Estaba allí el galvanómetro, porque Cleve Backster era el más famoso examinador de detectores de mentiras de Estados Unidos; la drácena, porque la secretaria de Backster creía que debía haber un toque de verde en la desnuda oficina; y Backster, debido a un paso fatal que dio por los años sesenta, el cual afectó radicalmente a su vida y pudo haber afectado de la misma manera a todo el planeta.
La chifladura de Backster con sus plantas, que mereció grandes titulares de la prensa mundial, acabó por convertirse en tópico de chistes, historietas cómicas y sátiras; pero la caja de Pandora que abrió para la ciencia acaso nunca se cierre ya. El descubrimiento que llevó a cabo de que las plantas parecen tener sensibilidad provocó una intensa y heterogénea reacción por todo el globo, a pesar de que él nunca alardeó de haber hecho un descubrimiento, sino de sacar a la superficie algo que ya era conocido y se había olvidado. Con toda prudencia prefirió evitar la publicidad y concentrarse en formular y demostrar con absoluta buena fe científica lo que se ha conocido después como «efecto Backster».
La aventura comenzó en 1966. Backster se había pasado toda la noche en su escuela para examinadores de polígrafos, donde enseña el arte de la detección de mentiras a policías y agentes de seguridad del mundo entero. De repente sintió el impulso de aplicar los electrodos de uno de sus detectores de mentiras a las hojas de su drácena. La drácena es una planta tropical parecida a la palmera, que tiene hojas grandes y un denso racimo de pequeñas flores. Se la llama «árbol del dragón» (en latín, draco), de acuerdo con la leyenda popular de que de su resina mana sangre de dragón. Backster sintió curiosidad por ver si a las hojas les afectaba el agua vertida sobre sus raíces, y si así era, quería saber cómo y con qué rapidez.
Mientras la planta sorbía ávidamente el agua por su tronco, para sorpresa de Backster, el galvanómetro no indicó una menor resistencia, como habría cabido esperar por la mayor conductividad eléctrica de una planta húmeda. La pluma, en lugar de elevar sus trazos sobre el papel cuadriculado, tendía a descender, describiendo en su movimiento una línea sumamente dentada.
El galvanómetro es la parte del polígrafo detector de mentiras que, cuando se le aplica a un ser humano por medio de alambres a través de los cuales pasa una débil corriente eléctrica, hace que se mueva una aguja o una pluma, la cual empieza a trazar líneas en un papel cuadriculado en movimiento, como reacción a las imágenes mentales o a cualquier emoción, por leve que sea, del sujeto. Fue inventado a fines del siglo XVIII por un sacerdote vienés, el padre Maximiliam Hell, de la Compañía de Jesús y astrónomo de la corte de la emperatriz María Teresa, y recibió su nombre en recuerdo de Luigi Galvani, físico y fisiólogo italiano que descubrió la «electricidad animal». Hoy se usa el galvanómetro junto con un circuito eléctrico denominado «puente de Wheatstone», en honor del físico inglés, inventor del telégrafo automático, sir Charles Wheatstone.
Dicho en términos sencillos, el puente equilibra la resistencia, de forma que el potencial eléctrico del cuerpo —o la carga básica— pueda medirse según va fluctuando bajo el estímulo del pensamiento y de la emoción. La policía lo usa de ordinario para formular preguntas «cuidadosamente estructuradas» a un sospechoso, y prestar atención particularmente a las contestaciones que hacen saltar la aguja. Los examinadores veteranos, como Backster, aseguran que pueden descubrir que se miente, examinando la gráfica resultante.
El árbol del dragón, de Backster, le estaba manifestando, con gran asombro por su parte, una reacción muy parecida a la de un ser humano que está recibiendo un estímulo emocional de corta duración. ¿Sería posible que la planta fuese capaz de exteriorizar emociones?
Lo que aconteció a Backster en los diez minutos siguientes iba a revolucionar toda su vida.
La manera más eficiente para provocar en un ser humano una reacción lo bastante fuerte para que el galvanómetro salte es amenazar o poner en peligro su bienestar. Eso fue precisamente lo que decidió hacer Backster a la planta: metió una hoja de la drácena en la taza de café caliente que a todas horas tenía en la mano. No se registró en el galvanómetro reacción alguna. Reflexionó Backster varios minutos sobre el problema, y se le ocurrió una amenaza más grave: quemar la hoja a la que había aplicado los electrodos. En el momento mismo en que se reflejó en su mente la imagen de la llama, y antes de que pudiese buscar un fósforo, se produjo un dramático cambio en el papel cuadriculado: la pluma grabadora marcó una prolongada línea ascendente. Backster no se había movido ni hacia la planta ni hacia la máquina grabadora. ¿Sería posible que la drácena estuviese leyendo su pensamiento?
Salió de la habitación y volvió con algunos fósforos, observando entonces que la gráfica había registrado otro trazo brusco hacia arriba, indudablemente causado por su determinación de llevar a la práctica la amenaza que había pensado. Se dispuso a quemar la hoja. Esta vez se marcó en la gráfica una reacción más baja. Cuando, de hecho, comenzó a realizar los movimientos de intentar quemar la hoja, no hubo reacción alguna. La planta parecía capaz de poder distinguir entre un intento verdadero y otro simulado.
Le dieron ganas a Backster de salir corriendo a la calle para gritar a todo el mundo: «¡Las plantas pueden pensar!». Pero, en lugar de eso, se sumergió en la investigación más minuciosa de los fenómenos que acababa de presenciar para llegar a una conclusión sobre cómo la planta reaccionaba a sus pensamientos, y por qué medio.
Lo primero que hizo fue cerciorarse de que no había pasado por alto ninguna explicación lógica de lo ocurrido. ¿Tenía aquella planta algo extraordinario? ¿Lo tenía él? ¿No lo tendría, acaso, el polígrafo?
Cuando, utilizando otras plantas, otros instrumentos y otras localidades de distintas partes del país, realizó con sus colaboradores observaciones parecidas, comprendió que el asunto requería mayor estudio. Se probaron más de veinticinco variedades de plantas y frutas, entre ellas lechugas, cebollas, naranjas y plátanos. Las observaciones, todas parecidas, requerían un nuevo punto de vista de la vida, con algunas derivaciones explosivas para la ciencia. Desde entonces se ha desencadenado un enconado debate entre científicos y parasitólogos sobre la existencia de la PES, o sea, de la percepción extrasensorial, debido principalmente a la dificultad de determinar sin lugar a dudas cuándo ocurren este tipo de fenómenos. Lo más que se ha logrado en relación con este asunto ha sido la comprobación por el doctor J. B. Rhine, quien inició sus experimentos sobre percepción extrasensorial en la Universidad de Duke, de que estos fenómenos se dan con seres humanos con una frecuencia mayor de la que podría atribuirse a la mera casualidad.
Backster pensó al principio que la capacidad de sus plantas para adivinar sus intenciones era una forma de PES; después rechazó este término. La percepción extrasensorial está por encima de todas las variedades de percepciones sensoriales, que son cinco: las del tacto, las de la vista, la del sonido, las del olfato y las del gusto. Como las plantas no tienen ojos, oídos, nariz ni boca, y según los botánicos desde los tiempos de Darwin, nunca se les ha atribuido sistema nervioso alguno, Backster dedujo que su sentido perceptor tenía que ser más básico.
Esto le indujo a formular la hipótesis de que los cinco sentidos de los seres humanos podrían ser factores limitadores de una «percepción más primaria», posiblemente común a todas las criaturas. «Acaso las plantas vean mejor sin ojos —razonaba Backster—, mejor que los humanos con ellos». Con sus cinco sentidos básicos, los humanos pueden, según quieran, percibir, percibir deficientemente, o no percibir en absoluto. «Cuando a uno no le gusta algo —decía Backster—, puede mirar a otra parte o no mirar. Si todo el mundo estuviese en la mente de todos los demás a todas horas, esto sería un caos».
Para averiguar qué eran capaces de sentir o percibir sus plantas, Backster amplió su oficina y se propuso crear un laboratorio científico con todas las de la ley, digno de la era espacial.
Durante los primeros meses se dedicó a obtener gráficas de todas las clases de plantas. El fenómeno parecía persistir aunque se les arrancasen las hojas o se les recortasen para acomodarlas al tamaño de los electrodos. Y aunque se desmenuzase una hoja y se distribuyese entre las superficies de los electrodos, se registraba todavía su reacción pasmosamente en la gráfica. Las plantas no reaccionaban solo a las amenazas de los seres humanos, sino a cualquier peligro no manifestado explícitamente, como la aparición súbita de un perro en la habitación o la presentación de una persona a quien no le gustaran mucho las plantas.
Backster pudo demostrar cumplidamente a un grupo de Yale que los movimientos de una araña en la misma habitación en que una planta estaba conectada con su equipo, podrían originar cambios dramáticos en la gráfica producida por la planta, inmediatamente antes de que la araña escapase de un intento humano de limitar sus movimientos. «Parecía —comentaba Backster— como si la planta captase cada una de las decisiones de huir de la araña, causando una reacción en la hoja».
En circunstancias normales, decía Backster, las plantas podían sintonizarse entre sí, aunque, cuando se encontraban con vida animal, solían prestar menos atención a lo que pudiera hacer otra planta. «Lo último que espera una planta es ser molestada por otra. Mientras hay vida animal cerca, parecen sintonizarse con la vida animal. Los animales y las personas son móviles, por lo cual, hay que observar cuidadosamente sus movimientos».
Decía Backster que, cuando una planta está amenazada por un peligro o perjuicio grande, reacciona en defensa propia de una manera parecida a como lo hacen los pulpos —e inclusive los seres humanos, algunas veces—: «perdiendo el sentido», o experimentando un vahído profundo. Este fenómeno quedó demostrado de manera impresionante un día que cierto fisiólogo de Canadá se presentó en el laboratorio de Backster para observar la reacción de sus plantas. La primera no respondió en absoluto, ni la segunda ni la tercera. Backster examinó su polígrafo y probó con otras dos plantas sin tener éxito alguno. Por fin, la sexta reaccionó lo suficiente para corroborar el fenómeno.
Deseando averiguar qué era lo que había ocurrido con las otras plantas, o qué posible influencia habían recibido, Backster preguntó al visitante:
—¿En su trabajo tiene usted que hacer daño a las plantas?
—Sí —contestó el fisiólogo—. Destruyo las plantas con las que trabajo. Las meto en el horno y las tuesto para obtener su peso seco, que necesito para mi análisis.
Cuarenta y cinco minutos después de haber partido para el aeropuerto el fisiólogo, y cuando ya las plantas podían considerarse a seguro, respondieron mucho mejor en las gráficas.
Esta experiencia confirmó la idea de Backster de que las plantas podían ser hipnotizadas o aturdidas adrede por los seres humanos, y que algo parecido ocurría quizá en el ritual del que va a sacrificar a un animal según el estilo kosher. Al hablar con la víctima, el matarife quizá la calme para que su muerte sea tranquila, evitando de paso que la carne retenga un residuo de «miedo químico», desagradable al paladar y tal vez perjudicial para el consumidor. Esto ponía sobre el tapete la posibilidad de que las plantas y las frutas sabrosas quizá deseen ser comidas, pero solo cuando hay una especie de ritual de amor, una comunicación auténtica entre el que come y lo que come —algo por el estilo del rito cristiano de la comunión—, en lugar de la inhumana carnicería corriente.
«Puede ocurrir —aventura Backster— que una hortaliza aprecie más convertirse en otra forma de vida que pudrirse en la tierra, como el ser humano puede experimentar al morir cierto alivio al dirigirse a un nivel más elevado».
En cierta ocasión, para demostrar que las plantas y las células captaban las señales a través de algún medio desconocido de comunicación, Backster realizó un experimento ante el autor de un artículo que se publicó en el Sun de Baltimore, y después se resumió en el Reader’s Digest. Conectó un galvanómetro a su filodendro, y habló al escritor como si fuese él quien estaba en el aparato, preguntándole en qué año había nacido.
Backster fue mencionando los siete años entre 1925 y 1931, a cada uno de los cuales el reportero fue contestando repetidamente «no», como le había indicado. Entonces, Backster señaló en la gráfica la fecha verdadera: la planta la había indicado con un rasgo más elevado que los demás.
Este experimento fue repetido por un psiquiatra profesional, el director médico de la sala de investigaciones del Rockland State Hospital, de Orangeburg, Nueva York, doctor Aristide H. Esser. Junto con su colaborador Douglas Dean, químico del Colegio de Ingeniería de Newark, hizo un experimento con un varón, quien llevó un filodendro, cuidado por él con todo cariño desde el semillero.
Conectaron un polígrafo a la planta y formularon a su propietario una serie de preguntas, a algunas de las cuales le indicaron previamente que diese contestaciones falsas. La planta no tuvo dificultad en manifestar, por medio del galvanómetro, cuáles eran las preguntas a las que había respondido mendazmente. El doctor Esser, que al principio se rio de la idea de Backster, se vio obligado a confesar que «tuve que comerme mis propias palabras».
Para ver si las plantas tienen memoria, se organizó un plan según el cual Backster iba a intentar identificar al asesino secreto de una de dos plantas. Seis estudiantes, alumnos de Backster, se prestaron voluntariamente para el experimento; algunos de ellos eran policías veteranos. Con los ojos vendados, los alumnos fueron sacando hojas de papel dobladas de un sombrero, en una de las cuales se daban instrucciones para arrancar, pisotear y destruir completamente una de las dos plantas que había en una habitación. El criminal tenía que cometer el crimen en secreto; ni Backster ni los demás estudiantes iban a saber quién era; solo la otra planta sería testigo.
Conectando la planta sobreviviente con un polígrafo y haciendo que desfilasen los alumnos uno a uno ante ella, Backster logró identificar al culpable. La planta no exteriorizó reacción alguna a los otros cinco, pero la aguja del galvanómetro se movió frenéticamente cuando se acercó el criminal. Backster tomó prudentemente en cuenta que la planta pudo haber captado y reflejado los sentimientos de remordimiento del culpable; pero, como este había operado para servir a los intereses de la ciencia y no había cometido delito alguno, quedaba la posibilidad de que la planta pudo recordar y reconocer al causante de aquel daño cruel a su semejante.
En otra serie de observaciones, Backster notó que parecía crearse una especie de comunión o vínculo de afinidad entre una planta y su cuidador, cualquiera que fuese la distancia. Utilizando cronómetros sincronizados, Backster pudo advertir que sus plantas seguían reaccionando a su pensamiento y atención desde la habitación contigua, desde el extremo del pasillo, y hasta separadas de él por varios edificios. De vuelta de un viaje de unos veintitantos kilómetros a Nueva Jersey, pudo comprobar que las plantas habían levantado cabeza, por así decirlo, y mostrado señales positivas de reacción —no sabía si de alivio o de bienvenida— en el mismo mom...

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