Los lugares equivocados
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Los lugares equivocados

Majo Moirón

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Los lugares equivocados

Majo Moirón

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Los lugares equivocados es una colección de relatos en los que, a través de las voces de distintas narradoras, se despliega un aprendizaje afectivo que va de la infancia a la adultez y cuestiona de diversos modos qué es ser una chica.

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Information

Publisher
Rosa Iceberg
Year
2020
ISBN
9789874702678

El lugar equivocado

I’m sure we’re taller in other dimension
you say we’re small and not
worth the mention
you’re tired of moving
your body’s aching
we should vacay there’s places to go
clearly this isn’t all that there is
can’t take what’s been given
but we’re so okay here we’re doing fine.
Frank Ocean, “White Ferrari”
El día que publiqué mi primer libro, volvimos a casa con amigos y pedimos empanadas. Durante la presentación, Pastor se acercó a la mesa donde estaba firmando ejemplares para avisarme que sus amigos tenían hambre. Me preguntó cuánto más me faltaba. Abandoné la mesa antes de tiempo, saludé a mis amigas y lo seguí hasta el auto. En casa jugamos a un juego. Nos pusimos en ronda. Cada uno tenía que decir una letra y entre todos, armar una palabra. Si te perdías o no encontrabas la conjugación en la que estaban los demás, te convertías en fantasma. Nadie podía hablar con los fantasmas. Son invisibles, como una sensación de espacio presente e incómoda. Del entusiasmo por jugar, me falló la concentración y me convertí en fantasma enseguida. Mientras las botellas de vino se vaciaban, propuse leer un cuento. Una forma de recordarles a todos que lo más importante de ese día había sido eso. Cuando terminé de leer nadie dijo nada, todos se levantaron y se fueron. Era tarde. Noté que el público estaba compuesto por más amigos de Pastor que míos. Y entendí que el lugar equivocado también podía ser mi casa.
Lavamos los vasos con fondos de vino y nos acostamos. Hicimos el amor con un caramelo de propóleo en la boca y cuando lo rompí con los dientes, el ruido nos excitó. Llevamos muchos años juntos, casi trece. Esa noche, mi vecina estaba cocinando un omelette. Como no podía dormir agarré el teléfono, tapé la luz de la pantalla con las sábanas y la busqué en Facebook. Estaba haciendo el profesorado de yoga. De ella sabía que había tenido cáncer unos años atrás y que durante el tratamiento se peleaba mucho con el marido y con su hijo. Escuchar las peleas de ella con su hijo me consolaba de la tormenta que vivíamos nosotros en el piso de arriba.
Un pulmón cuadrado nos conecta y el aire caliente sube hasta el caldo de nuestra relación. Ahora todo está más tranquilo para las dos. Pero cuando nos mudamos, la casa seguía en obra y mientras tirábamos abajo las paredes, nos peleábamos mucho con Pastor. Mi idea de una casa tenía menos ladrillos que la de él. Pastor necesita los espacios bien divididos, yo fantaseaba con una vida más abierta y me la pasaba rompiendo paredes. “Todo es a tu manera”, me repetía. Yo no quería escuchar. Cada pared que tiramos abajo todavía es motivo de pelea. El resentimiento es un campo de cosecha para la vida en pareja. Durante esa tormenta, el perro de mi vecina atacó al mío. Cada vez que nos cruzamos en el pasillo, sonreímos sin interés.
Últimamente me paso todo el día en la cama. Mi perro se limpia con la lengua al lado mío y yo escribo mientras fabrico un escritorio con almohadas. Cuando escribo en la cocina salen cosas mejores, pero hace semanas que no me puedo levantar. ¿Cuál será mi verdadera letra? Pasé gran parte de mi adolescencia imitando las letras de mis amigas y ahora no encuentro la propia. Es martes, es tarde, y sigo en la cama. Me llama Pastor, está de viaje. Nos llevamos bien cuando se va. Hace un tiempo dejó la publicidad y se armó un negocio de quesos en unas hectáreas heredadas en Uruguay. Nosotros, con la distancia, empezamos a funcionar mejor. Cada vez que nos peleamos me dice: solo me querés cuando estoy lejos.
Hace dos años, el padre de Pastor tuvo un infarto cerebral y empezó a debilitarse. Pastor dejó todo para ocupar su puesto. Ahora no tiene tiempo ni para podar las plantas. Lo miro y sé que su mente quedó colgada en la preocupación. Trato de acariciarlo pero sus ojos se mantienen en ese otro lugar. Lo busco hasta que me canso de buscar. Es una mirada hermosa pero no entro. Hace unos meses, empezó a brotar por todo nuestro jardín un yuyo similar a una suculenta. En internet lo llaman espinazo del diablo. Mi amiga Alejandra me dijo que en las macetas de su cocina también apareció de golpe, y que le tiene miedo. Crece con facilidad y se reproduce a una velocidad increíble, vigorosa, descontrolada. Al principio me emocioné porque no necesitaba regar las plantas para darles fuerzas. Al rato empecé a dudar de ellas.
Mis miedos son:
perder la concentración y no terminar nada,
mi mamá gritándome en el altillo de casa que dejara de cantar con mi voz desafinada.
Las clases de cursiva complementarias, tratando de aprender las letras que al resto de mi clase ya les salían.
La sucesión. Los bebés cuando pueden romperse,
la violencia en el cuerpo, que el amor tome mi cabeza, las caricias que no son exactas, los abrazos cuando ya no queda nada.
No poder registrar los síntomas antes de tiempo. Llegar a los cincuenta sin tener casa.
Me doy una ducha con, quizás, el último mosquito que queda en este invierno. Es enorme. Pensé que era una presa fácil abombada por el clima. Lo intenté, pero no murió. Hoy me desperté con la cara hinchada y todos los indicios de una gripe. Me llama Pastor, dice que algo debo estar haciendo mal.
—Salís todos los días, no te cuidás. Siempre que estoy por volver te empieza a doler algo y te enfermás.
Le quiero decir que quizás mi cuerpo esté buscando alguien que lo cuide, pero me quedo callada. Me dice que soy débil. Me pregunto si gracias a que repite eso, me hice fuerte. Empezó esa época del año en que está lleno de obras alrededor de mi casa y a partir de las nueve empiezan los martillazos. Desde el teléfono, me pregunta cómo hago para soportar el ruido. Trato de imaginar esas piedras grandes que fueron otra cosa, el cemento roto, el polvo: un espacio abriéndose a ser otro, todo lo que se mueve en la demolición de algo.
Siempre que mis amigos se mudan o construyen una casa, les tambalea toda la base de sus elecciones. El día que Pastor empezó la obra para que pudiéramos habitar esta casa juntos, yo ya me había cansado de empujarlo a que la empezara y llegué sin energía al momento de decidirlo todo.
En mi monoambiente de la calle Salguero, Pastor se quejaba de que la cama era muy chica. Nos peleábamos y hacíamos escenas. Él gritaba en mi propio territorio.
—Es tarde y mi vecino duerme. ¿Podés hablar más bajo? —le susurraba actuando cansancio.
—¿Por qué estás así? Si hoy no hiciste nada —me respondía—. No puedo dormir en esta cama, me queda chica. ¿No te das cuenta que mis pies quedan afuera? Mirá. Mirá. ¿Qué hacés que no mirás?
Siempre señala lo obvio como si yo fuera una tarada, pero después de tantos años ya sé que con Pastor, lo que está a la vista nunca es el problema.
—¿Y qué hacemos con la luz que entra por la ventana a la mañana? Me voy a tener que ir.
—Andate entonces.
Lo decía como una amenaza, pero a mí estar sola me encanta. Desayunar temprano y no esperar que se despierte nadie para poner música fuerte. Irme a un bar con mi perro un día de sol, escribir. El desafío real es estar con alguien y darme cuenta de que soy una casa desordenada, sucia, difícil de habitar.
Durante nuestras últimas vacaciones, íbamos por las rutas de la Patagonia y él me enseñaba las represas. Yo le pedía frenar en cada una para que me contara la historia de cómo surgieron, y porque quería fumar. Nuestros mejores momentos suceden cuando él me explica cosas y yo le creo. Todo funciona. Una vez, mientras esquiábamos, me dijo que las pistas estaban llenas de osos al ataque de los esquiadores fuera de pista. Le creí y fue hermoso.
En la ruta, fumábamos nuestros cigarrillos subidos a la caja de la camioneta, mirando esos pueblos abandonados que dejan las empresas después de terminar el trabajo. Contratan gente de la ciudad para cerrarle la boca al valle a través de una presa y después se van, dejando un pueblo vacío con pósters de chicas desnudas en las habitaciones de las casas. Es ahí donde pienso en mi papá, donde podría estar su fantasma.
Mi papá es de los escombros. Suele sentirse más a gusto entre las grietas de una construcción abandonada que en una casa nueva con las baldosas del piso a estrenar. Su trabajo es comprar las cosas que la gente descarta porque ya no usan o no quieren más. Él se ocupa de ponerles precio. Casi siempre son revaluadas. Como el rey de una tierra sin población, mi papá cree en la conquista.
Hoy Pastor volvió de Uruguay. Mi perro lo olió primero, ni siquiera había entrado a casa y empezó a inquietarse y olfatear la puerta con entusiasmo. Aproveché para sentarme en el escritorio y hacerme la ocupada. Abrió la puerta y cuando nos saludamos me dio un beso muy preciso, en la nariz. A veces, solo con un beso se empieza de nuevo. Esos besos que eligen no llegar a la boca, los que se dan en días de frío y hay cierta incomodidad que te hace fruncir la cara. Fue directo a bañarse. Se puso ropa nueva y me dijo que me preparara para ir al hospital. Yo ya estaba lista pero fui al baño a arreglarme y me cambié igual.
Pastor iba a pasar dos semanas afuera de Buenos Aires pero su papá volvió a caer. El pie se le puso violeta de la noche a la mañana y la madre de Pastor lo llamó gritando. Nos mandó fotos del pie con y sin flash, quería compartir la impresión. Todos los años, los síntomas se ensanchan. La muerte es una posibilidad hace demasiado tiempo. Hay gente que cosecha separaciones por la misma cantidad de años en su cerebro. La enfermedad funciona como el amor, dos polos de la eternidad.
Me toca subir con la madre de Pastor en el ascensor hacia la torre lateral del hospital, donde nos esperan un médico y las próximas indicaciones. Nos acomodamos en el ascensor en un espacio reducido, porque el resto del cubículo está ocupado por un hombre sin piernas en una silla de ruedas.
—Tengan cuidado con la silla porque se come los dedos de los demás —nos dice.
Es un chiste, pero nos reímos tarde.
Vuelvo a casa cansada, me pongo a escribir. Pastor se tira en la cama.
Al día siguiente visitamos a su padre en la clínica de camino al Tigre para pasar el día con amigos. La mamá de Pastor teje sweaters para nietos de otros mientras espera el alta. El padre duerme, Pastor le aprieta la mano, me mira y nos vamos. Mi amiga Sonia organizó un almuerzo en su casa a orillas del río Luján y me dijo que creía que iba a estar bueno sacar a Pastor de la ciudad en un momento tan crítico para su familia. Yo también tenía ganas de hacer un programa y respirar aire fresco. Necesitamos aire, necesitamos agua. La tierra nos asusta. El río, a las diez de la mañana, está rojo como el vino y mientras avanza el catamarán, la hija de Sonia dice que parece la sangre de un muerto. Pastor se pone nervioso con el comentario y llama a su mamá.
El encargado del puerto nos explica que es un líquido que echan al río para sacar el olor a podrido. No preguntamos más y avanzamos hacia la casa. Los barcos de carga marcan la nota más alta de las olas. Más tarde encuentro la verdad en internet. El río rojo es producto de un derrame ilegal de líquidos tóxicos en el Paraná.
Nos metemos en el bosque impenetrable del Tigre, está lleno de mosquitos. Mi piel se llena de ronchas pero no me importa y sigo caminando. Piso las cañas con fuerza y avanzo. Nos sentamos en el medio de la selva y tomamos mate dulce. Un amigo de Sonia que se llama Lucas nos lee un poema. Lo hace como si ese poema fuera lo más lindo que tiene en la vida. Se aferra a esa hoja como yo no puedo aferrarme a nada. Apenas comienza a leer, Pastor se aleja al muelle a pescar. Lo busco con la mirada un buen rato pero no se da vuelta nunca. Estoy tan acostumbrada a verlo de espaldas. En la cama vamos cambiando de lado pero siempre le queda mejor mirar hacia afuera, sino se queja y dice que le duele el cuello y que durmió mal.
La letra de Lucas es prolija, en el poema dice que su hora preferida es cuando empieza a oscurecer. La mía también. En una casa antigua y gigante en la isla, se hace de noche y con el poema de Lucas, me pongo a llorar. Pastor llega corriendo con un balde y una sonrisa. Los demás se alegran de verlo feliz después de tanto tiempo. Se acerca a mí y me muestra una piraña muerta adentro del recipiente de plástico. Me dice que no se puede comer porque está contaminada, pero que estuvo divertida la pelea. En una casa abierta, medio demolida y llena de escombros, se acaban los mates y se hace la hora de volver a casa.
Hoy, mientras me bañaba, apareció otro mosquito gigante en la ducha. Es luna llena en Sagitario. Me pregunto qué significa. Estoy en casa y escucho un bolero que habla de besar una boca fresca una noche junto al mar.
Creo que tengo presión baja. Quizás sea el clima húmedo de la ciudad, o pasar tanto tiempo en el sanatorio visitando al papá de Pastor. Hoy estuvo mejor, pero sigue atado a una muerte inminente. Los demás esperamos. Cuando vuelvo a casa, Pastor está tirado en la cama. Le cuesta conciliar el sueño por la angustia pero no dice nada. Le pido que hable pero me dice que no se está guardando nada. Del otro lado, a mí también me cuesta plancharme en la cama porque me preocupa la plata. Cada uno duerme mirando hacia otro lado. La luz de la habitación es un foco frío que ahorra energía. Pastor se duerme antes que yo. Él dice que yo duermo más pero no es cierto. Doy vueltas en la oscuridad y encuentro la calma leyendo cualquier cosa.
Mi papá no llora, prefiere enojarse. Dedicar la vida a apretar los dientes lo hace sentir más vivo que mojarse los zapatos. Tengo varios recuerdos de él deprimido. Pasaba gran parte del tiempo tirado en la cama, y así fuimos desarrollando una relación desde la lástima. La vida adentro del hogar no le generaba mucha motivación, pero la necesitaba para dar sus próximos pasos en el trabajo, para reinventarse. Mi papá se hizo de abajo y desde ese acto triunfal, nunca más prefirió la calma. Salvo cuando estaba en casa, que para él era como estar solo. Paseaba en calzones escoceses y remeras compradas como recuerdos de algún viaje de cuando teníamos plata. Iba al baño con la puerta entornada, ni para comer se cambiaba. Pasaba mucho tiempo tirado en la cama matrimonial y yo me tiraba de clavado a acompañarlo. Veíamos las carreras de caballos mientras mamá ordenaba alrededor del televisor, se movía como un títere y nos distraía. Comentaba algo sobre el programa desde los armarios, o le preguntaba cosas a papá para que no nos olvidáramos de ella.
Los días de humedad, mi piel de cera se convierte en un valle de montañas. Me levanto tarde y salgo a almorzar con él. No nos vemos hace tiempo. Me pr...

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