La ciencia de la ciencia ficción
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La ciencia de la ciencia ficción

Cuando Hawking jugaba al póker en el Enterprise. Aprende ciencia con las obras de culto de la sci-fi

Manuel Moreno Lupiáñez, Jordi José Pont

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Cuando Hawking jugaba al póker en el Enterprise. Aprende ciencia con las obras de culto de la sci-fi

Manuel Moreno Lupiáñez, Jordi José Pont

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Un entretenidísimo ejercicio de erudición cinematográfica, literaria y, cómo no, científica, a través de las principales leyes de la ciencia aplicadas a las obras maestras de la ciencia ficción.En un famoso episodio de Star Trek asistimos a una inusual partida de póker entre el androide Data y los hologramas de Albert Einstein, Isaac Newton y Stephen Hawking, el único que, pudo interpretarse a sí mismo. Como en la serie, en este libro comparten protagonismo ilustres científicos con personajes tan peculiares como Darth Vader, E.T., Spiderman o Godzilla.Nos planteamos si son posibles las acrobáticas piruetas del Halcón Milenario, las carreras supersónicas de Flash Gordon o los fenómenos temporales que se producen en Miller, el planeta que aparece en el film Interstellar. La ciencia ficción, además de ser un apasionante entretenimiento, es una manera idónea de aprender las leyes de la ciencia, aunque solo sea por la cantidad de veces que no las respetan los guionistas de Hollywood.

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Information

Year
2019
ISBN
9788417822583

Alienígenas y viajes espaciales

Ni platillos volantes, ni extraterrestres civilizados

«¡Gort! ¡Klaatu Barada Nikto!» Con esta enérgica e intraducible orden, Helen Benson, la amiga del extraterrestre de aspecto humano Klaatu, detiene al imponente robot guardián Gort cuando, en un alarde de fuerza, está a punto de ejecutar la amenaza de destruir la Tierra. Pero no se trata de un alienígena hostil ni invasor. Klaatu ha llegado a la Tierra, con su nave en forma de platillo volante y su fiel robot, a dar una advertencia: o la humanidad cesa en su carrera armamentística y acaba de una vez por todas con las guerras o, de lo contrario, será destruida por la fuerza planetaria encargada de mantener la paz en el cosmos. «La decisión es vuestra», concluye Klaatu en la memorable escena final de la película Ultimátum a la Tierra (1951), revisitada en un filme de idéntico título en 2008, de la mano de Scott Derrickson. Fiel al imaginario popular de la época, la nave extraterrestre que, en el filme original, aterriza en Washington es un espectacular platillo volante construido expresamente para el filme a escala natural —y en la que, por cierto, se invirtió una buena parte del presupuesto del mismo—. Apenas cuatro años antes, en 1947, un tal Kenneth Arnold había anunciado el «avistamiento» de un ovni y dado así origen al nacimiento de un nuevo mito pseudocientífico.
Esquema de las ondas de presión asociadas al desplazamiento de un avión a distintas velocidades.
Arriba, esquema de las ondas de presión asociadas al desplazamiento de un avión a distintas velocidades.
Abajo: cuando un objeto alcanza la velocidad del sonido se produce una rápida liberación de energía —onda de choque—. Esta comporta un cambio brusco de presión que da lugar a la condensación del aire que rodea el objeto en forma de cono de vapor de agua, a la vez que se produce la correspondiente explosión sónica.
Un caza cuando alcanza en la velocidad del sonido.
Cuando es detectada por el radar, la nave alienígena vuela silenciosamente a 6400 kilómetros por hora a una altitud de 6 kilómetros por encima de la superficie terrestre. Algo no demasiado espectacular hoy en día. Pero, por muy extraterrestre que sea, un objeto que se desplazara a tal velocidad debería producir una explosión ensordecedora. Cuando se supera la velocidad del sonido (1195 kilómetros por hora o Mach 1), la presión del aire en las zonas que rodean al objeto que avanza a velocidad supersónica es diferente de la presión atmosférica normal. El cambio de presión provoca un efecto sonoro o explosión sónica que captaría todo observador situado en tierra. Algo que los guionistas del filme no tuvieron en cuenta.
Además, en este tipo de naves que se desplazan girando alrededor del eje vertical que pasa por su centro —¿para generar, tal vez, una gravedad artificial?—, es de esperar que sus tripulantes se dispongan perpendicularmente al mismo y no en paralelo, como pretenden hacernos creer.
Tampoco parece que a los guionistas les preocupase mucho el origen de tan singular nave. Según se indica en el filme, procede de un planeta habitado, a unos 400 millones de kilómetros de la Tierra. Aunque la velocidad necesaria para cubrir dicha distancia entra en los límites de lo razonable —los cinco meses de viaje que se mencionan implican una velocidad media cercana a los 100 000 kilómetros por hora—, la habitabilidad de los mundos planetarios situados a 400 millones de kilómetros resulta, cuando menos, cuestionable. Por lo que sabemos, Venus y Marte, los planetas más cercanos a la Tierra —se hallan, en promedio, a unos 42 y 78 millones de kilómetros, respectivamente—, no parecen albergar vida alguna, y menos de tipo humanoide. Tampoco Júpiter, situado ya a unos 628 millones de kilómetros. ¿De dónde viene Klaatu, pues?
Como en el filme, la humanidad ha hecho oídos sordos a las advertencias del civilizado extraterrestre: más de sesenta años después seguimos erre que erre empeñados en autodestruirnos. Tal vez se deba a la poca capacidad de coacción del alienígena de Ultimátum a la Tierra. La advertencia de Klaatu de reducir la Tierra a cenizas por mediación del robot Gort no suena creíble. Basta con comparar la energía liberada en la detonación de todo el arsenal atómico con la energía gravitatoria que mantiene ligado al planeta —que puede estimarse de forma aproximada suponiendo una densidad constante—: para el caso de la Tierra, la energía de todo el arsenal nuclear terrestre es unos seis billones de veces inferior a la energía de ligadura de origen gravitatorio. La Tierra, como planeta, sobreviviría a una guerra nuclear total. Dicho sea de paso, la potencia nuclear terrestre sí bastaría para destruir completamente pequeños cuerpos del sistema solar, como los satélites marcianos Fobos y Deimos, de apenas una decena de kilómetros de radio. En este sentido, las imágenes de los colosales destructores imperiales de El Imperio contraataca (1980), destruyendo pequeños asteroides con disparos certeros, parecen ajustarse mejor a la realidad. Para destruir la Tierra, harían falta unos diez trillones de bombas atómicas como la que desgraciadamente se lanzó sobre Hiroshima en 1945. Ni aunque toda la masa de la nave de Klaatu se convirtiera en energía podría acabarse con nuestro pequeño mundo azul. Por desgracia, la energía necesaria para destruir la vida terrestre está al alcance del ser humano, tal y como nos hemos obstinado en comprobar repetidamente…

Ojazos extraterrestres

No siempre los seres extraterrestres que desembarcan en nuestro planeta lo hacen con aviesas intenciones. Algunos solo se han extraviado y andan buscando refugio y algún amiguete con quien compartir las penas. Es el caso del simpático y bondadoso E.T., protagonista del filme E.T., el extraterrestre (1982), un pequeño ser de otro planeta abandonado en la Tierra cuando su nave parte sin él. Nunca un par de iniciales contuvieron tanta dulzura y sensiblería en la forma de un alienígena. Por una vez, no se trata de seres repulsivos a quienes resulta lícito exterminar. Sus rasgos humanos y, en especial, sus grandes ojos despiertan sentimientos de ternura en el espectador. Un recurso bien conocido y utilizado en los dibujos animados y un atributo también remarcable y habitual de los extraterrestres: enormes ojazos negros en forma de almendra. ¿Tienen sentido este tipo de ojos?
¡Ojo con la difracción!
La difracción es un fenómeno ondulatorio, ligado a la desviación que experimentan las ondas en presencia de un obstáculo. Los efectos de la difracción resultan apreciables cuando el obstáculo presenta unas dimensiones comparables a la longitud de onda de la luz, sonido u onda incidente.
La difracción limita la nitidez de las imágenes formadas por los instrumentos ópticos y por el ojo. Los insectos, por ejemplo, no poseen ojos como los humanos, escalados a su tamaño, dado que la difracción de la luz dominaría la formación de imágenes en sus retinas.
Distintos tipos de ojos en medusas, pulpos, insectos y humanos —vertebrados, en general—.
Distintos tipos de ojos en medusas, pulpos, insectos y humanos —vertebrados, en general—.
En el proceso de la visión, cuando la luz llega a los ojos, penetra a través del iris y se enfoca, mediante un sistema de lentes constituido por la córnea y el cristalino, sobre la retina. Allí unas células fotosensibles, los conos y los bastones, emiten impulsos eléctricos que son transmitidos a través del nervio óptico al cerebro, quien elabora su interpretación. Con un diámetro de unos 2,5 centímetros, el ojo humano posee propiedades notables que hacen del mismo una estructura única. Abarca un campo de visión de casi 180 grados, puede cambiar el enfoque pasando rápidamente de distancias cortas al infinito, y su poder de resolución está próximo al límite impuesto por la difracción —efecto de las interferencias entre las diferentes partes de la misma onda que restringen la nitidez de las imágenes; véase el recuadro anterior)—.
El ojo humano no es el único tipo de ojo, aunque muchos animales terrestres superiores tienen ojos esencialmente idénticos. Su tamaño no puede ser demasiado pequeño, pero tampoco puede ser mucho mayor. De hecho, los ojos de los animales grandes no son mucho más grandes que los de un ser humano, que se encuentra en el límite permitido por la difracción. Los animales pequeños, como los pájaros, poseen ojos mayores, en relación al tamaño de sus cuerpos, que los de los seres humanos. Esto se debe a que las células fotosensibles del ojo tienen el mismo tamaño en los ojos de todos los animales que utilizan este sistema de visión. Por estos motivos, aunque la mayoría de los órganos de los animales terrestres tienen un tamaño proporcional a la talla del individuo, el ojo de los vertebrados es independiente de la envergadura del animal. ¿Cuál podría ser entonces la justificación, razonable, de esos ojos enormes? En el siglo xviii, el naturalista Wolff señalaba que los hipotéticos habitantes de los planetas deberían ser más altos cuanto más alejados se encontrasen sus mundos de su sol. En su opinión, la retina de sus ojos debería estar tanto más desarrollada cuanto menor fuese la cantidad de luz recibida y el tamaño de sus cuerpos debería estar de acuerdo con el desarrollo de la retina. Aunque esta hipótesis pasa por alto la influencia determinante de la gravedad, aporta una posible característica del mundo de procedencia de estos extraterrestres de grandes ojos: se trataría de un entorno poco o mal iluminado —un planeta alejado de su sol o dotado de una densa atmósfera capaz de absorber gran cantidad de luz; o una civilización que habita en cuevas—. O se trata de criaturas nocturnas. Sin embargo, todo esto no concuerda con sus «brillantes» apariciones, por lo común, a bordo de naves con gran despliegue de pirotecnia, colorido y luces cegadoras: quedarían encandilados o deslumbrados. Algo que no casa tampoco con los interiores impecablemente blancos y perfectamente iluminados de sus naves. A no ser, claro, que esos grandes ojos negros no sean más que... ¡enormes lentillas o gafas de sol que protegen sus verdaderos y sensibles ojos de los rigores luminosos de nuestro planeta! Este sería el caso de los alienígenas de la saga Depredador.
Al contrario de lo que alardea el lobo del cuento, unos ojos tan grandes no servirían para «verte mejor». Todo lo más para fisgonearlo todo a conciencia, como propone Fredric Brown en la divertida sátira sobre invasiones ¡Marciano, vete a casa! (1955). A diferencia del bonachón de E.T., los entrometidos extraterrestres de la novela conducen a la desesperación más absoluta a los humanos. Su ubicuidad da al traste con cualquier intento de privacidad. Están en todas partes. Lo ven y lo oyen todo. El chisme es la moneda de cambio. Jugar al póker es una imposibilidad. El denominado «Frente Psicológico Antimarciano», creado para combatirlos, propone dos soluciones: tratar de ignorarlos por completo, lo cual lleva a la esquizofrenia al que lo intenta; o hacerles caso, con la consecuente irritación continua y... ataque de nervios.

Avatar: mundo azul, conciencia verde

Oel Ngati Kameie. ('Te veo'). Este es el saludo formal en la lengua alienígena de los na’vi. ¿Que quiénes son? A estas alturas ya sabrán que se trata de los azulados protagonistas del filme Avatar (2009), de James Cameron, del que se esperan varias secuelas en años venideros.
Jake Skully (Sam Worthington), un exmarine que ha perdido la movilidad de las piernas, es reclutado para participar en el programa Avatar. Se trata de un avanzado proyecto científico que permite transferir temporalmente una mente humana a un cuerpo artificial resultado de la mezcla de ADN humano con alienígena. De este modo, el contacto con los nativos extraterrestres debería resultar más fácil… Pero claro, hay otros intereses. Corre el año 2154. La escasez de energía ha llevado a la humanidad —bueno, a las megacorporaciones: el negocio es el negocio— a otros mundos. En concreto, a Pandora, una de las lunas del planeta gigante gaseoso Polifemo que orbita en torno a la estrella Alfa Centauri A, el sistema estelar más cercano a la Tierra, situado a 4,4 años luz. Las prospecciones mineras han descubierto allí un material: el «unobtainium», que resolverá —no se explica cómo— los problemas energéticos de la Tierra. No es la primera vez que aparece un material así en el cine. Basta recordar el filme El núcleo (2003). Estos materiales suelen poseer propiedades extraordinarias, a menudo imposibles. En Avatar actúa, correctamente, como un superconductor típico: levita en un campo magnético. Este material (‘inobtenible’, sería su traducción literal) es la fuente de conflictos entre la pacífica y ecologista raza humanoide autóctona, los na’vi, y la belicosa y depredadora raza colonizadora, los humanos. Nada que no hayamos visto ya.
Donde sí destaca, y mucho, el filme es en la recreación del mundo alienígena y sus habitantes. Los na’vi son antropomorfos y miden unos tres metros. Es decir, son aproximadamente 1,7 veces más altos que los humanos. En una primera aproximación, podría suponerse que la gravedad de Pandora es cerca de 1,7 veces inferior a la terrestre. En ese entorno, la carrera, el salto o el vuelo son más fáciles, tal y como ilustra el filme. Las dimensiones del impresionante árbol sagrado de los na’vi, el Árbol de las Almas, son también compatibles con la baja gravedad. Las fabulosas montañas flotantes Aleluya, que recuerdan a los paisajes oníricos del pintor surrealista belga Magritte, tendrían también una explicación plausible en un entorno de baja gravedad, junto a la necesaria presencia de grandes campos magnéticos —en sus inmediaciones, la tecnología electrónica humana se ve afectada— y de las propiedades exóticas del «unobtainium». La extraordinaria y variada fauna de Pandora está compuesta por animales con seis extremidades —hexápodos—, algo que no contradice la teoría de la evolución: la forma de los seres vivos sería diferente en entornos diferentes. Imponentes depredadores y herbívoros conviven en un ecosistema creíble. Algo poco habitual en las ecologías extraterrestres de la ficción, donde no se entiende la presencia de los primeros sin la existencia de los segundos. Los banshee, grandes animales voladores parecidos al dragón, dominan los cielos de Pandora. En la Tierra, los míticos dragones no podrían volar debido a su enorme peso, pero quizás sí en un lugar de gravedad más baja.
Las plantas y los na’vi tienen una tonalidad azulada. Según los exobiólogos, el color de los seres vivos alienígenas vendría determinado por el tipo de estrella alrededor de la cual orbita el planeta. En un mundo similar a la Tierra, en órbita alrededor de una estrella de tipo espectral similar al de nuestro Sol, aunque algo mayor, más brillante y azulada y más longeva, las plantas recibirían demasiada luz, por lo que deberían reflejar una buena parte, adquiriendo así tonalidades azuladas. Esto sería aplicable a aquellos seres que captan la energía de la estrella mediante la fotosíntesis. Ignoramos si los na’vi lo hacen así o si su color se debe a cuestiones estéticas —como sucede con Hulk—.
Pese a contar con sofisticada tecnología —invulnerables armaduras-robot, naves espaciales—, los humanos se empeñan en utilizar armas convencionales en su lucha contra los na’vi, es decir, ametralladoras y misiles. Incongruente pero siempre espectacular y expeditivo. En cambio, los na’vi, más ecologistas que ellos, arrojan desde el suelo flechas que rebotan en los helicópteros. Pero cuando, montados en sus dragones, atacan desde el aire, las flechas adquieren —correctamente— velocidad al caer hacia el suelo y penetran con facilidad las paredes metálicas de los ingenios voladores terrestres. Las leyes físicas funcionan aquí y en Pandora. Kiyevame (‘hasta pronto’, en lengua na’vi, por supuesto).

Solaris, o inteligencias de dimensiones planetarias

El cosmonauta Kris Kelvin viaja a una estación espacial que orbita en torno a un extraño planeta, Solaris. El panorama que allí encuentra es desalentador: el científico jefe, Gibaryan, se ha suicidado, mientras que el biólogo Sartorius y el especialista en cibernética Snaut deambulan como almas en pena al borde de la demencia. En una atmósfera opresiva, unas inquietantes y huidizas criaturas de aspecto humanoide se mueven...

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