La chica del milagro
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La chica del milagro

Cecilia Fanti

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La chica del milagro

Cecilia Fanti

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La chica del milagro es el primer libro de Cecilia Fanti y es el relato de una experiencia con el cuerpo. La narradora es una chica que vive entre libros cuando sufre un accidente: un auto la atropella al cruzar la calle y le fractura una vértebra. A partir de ese evento se invierten las jerarquías y lo físico pasa al centro de la escena. No solamente hay un cuerpo en la cama de un hospital: se trata de un cuerpo intervenido, hablado, decidido por otros.Cecilia no puede moverse pero se mantiene lúcida y de esa lucidez nace La chica del milagro. La escritura de Cecilia Fanti convierte este suceso en una oportunidad para mirar el mundo desde la cama y entrar a la literatura desde un estado que es una pesadilla para cualquiera: el del cuerpo que nos deja de pertenecer.

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Information

Publisher
Rosa Iceberg
Year
2020
ISBN
9789874647436

1

Di vueltas en la cama hasta dormirme. Dije que había sido la comida. Haber comido todo el fin de semana sin parar. Haber comido pan con dulce, con manteca, con chimichurri, con carne, pan solo, pan antes, pan después, pan durante, pan de campo, crujiente, pan con todo. Con los niños, los pájaros y los perros. Con los dueños de casa y alrededor del fuego. Pan con pan. La comida de zonzo mientras dábamos una vuelta al sol. Vimos las ovejas en el pasto, sobre el pasto, comiendo el pasto, una vegetación marrón, ocre, seca, helada, lo que dejó la escarcha. Las ovejas con lana, sin esquilar, negras, blancas, grises, café con leche, enormes. Caramelo, le digo. Esa de ahí es color caramelo. Después la lana la tiñen, me dice él. Los colores naturales no existen, sigue. Pero mirá el cielo, mirá mis manos, mirá el color del cielo y el de mis manos. El color de las ovejas. Los colores más allá, en ese fuego. Vamos para ahí. Hay gente y hay calor. Un horno de barro, ahí cocinan el pan, los niños esperan que salga. Calentito. El pan quema y entonces lo soplan. Yo también quiero pan y lo soplo. El frío se cura con pan, nuestros desacuerdos también. Después vas a llorar, me dice. Llorás, fumás y comés pan. Lloro porque siempre me ganás al ping pong, me gusta fumar y comer pan. Me gusta el perro lanudo y gigante que nos sigue a todas partes. Me gustan los canales de cable que miramos a la noche, acá, antes de dormir, para no hablar. Atentos, solo miramos películas viejas, con publicidades en el medio, publicidades en las que el volumen sube y entonces parece que algo explota, pero enseguida él agarra el control remoto y todo vuelve al silencio, a la normalidad. En el medio de la nada. El medio de la nada no existe, me dice. Estamos a menos de cien kilómetros de la capital, el lugar está lleno de familias con niños pequeños y medianos. Estamos en el medio de las familias con hijos, de la señora que cocina y de las conversaciones que iniciamos y dejamos por la mitad. En el medio del comedor veo las hornallas, los puntos de ebullición, las cucharas colgantes, las ollas que usan para cocinar, la familia cocinera, el servicio que viene con las habitaciones y el cuarto de juegos y algunas bicicletas y paseos en caballo y la piscina en verano. Miro el fuego, miro a la mujer comer al lado del fogón, sola, con dos de sus ayudantes y los platos sobre la falda, sobre el delantal que les cubre la falda. Comen antes, antes que nosotros, prueban esa comida casera, degustan y comprueban. Hoy hay bifes a la portuguesa, pero primero sopa, con pan, del mismo que comimos durante todo el día, de nuevo crocante, tostado, el rulo de manteca, el rulo adentro de la cofia, la mujer que me mira y me dice que en quince minutos comemos. Mi mano intrusa pide disculpas, no quise interrumpir, hambre no tengo, solo miraba la cocina, me atrajo el olor, todo huele muy bien y entonces un niño grita. Grita dos veces más. Corre, se cae y grita. ¿Llora? ¿Es otro? De cuántas maneras puede llorar un niño. Choca, se cae, grita de nuevo, me agarra la pierna para levantarse. Quisiera que el niño fuera el perro lanudo que me sigue por el campo pero que tiene prohibido el ingreso al comedor. ¿Por qué comemos rodeados de extraños? ¿Por qué el niño me agarra? Lo miro, tiene la cabeza alzada para encontrarme. Me distingue como alguien que no es su madre pero ahí se queda, agarrado a mi pierna, con sus manos como pinzas, como si quisiera arrancarme el pantalón o gritar esta pierna es mía, un primer deseo de colonización, un ancla de salvación. Una fuerza torpe de niño que se equilibra y desequilibra en mi pierna, ya no grita. ¿De quién es el niño? No lo pregunto y nadie viene. Los extraños se sientan a la mesa, el resto de los niños corre alrededor. Tonto, le dice uno que pasa corriendo. Vuelve y le repite: tonto. El niño grita una sola vez y se deja caer, la cola contra el piso. La amortiguación del pañal, el silencio de la caída, el plástico absorbente y acolchado, seco y suave que protege la cola del niño que no siente dolor, los niños caen sin lastimarse el huesito dulce, su cola está a salvo. El niño no grita por la caída. Grita porque es tonto, como le dijo su hermanito. ¿Es tu hermanito? ¿Los niños entienden lo que uno les pregunta si se les pregunta por primera vez? ¿No tenía más sentido preguntarle al más grande? ¿Al que habla y dice tonto mientras sale corriendo? ¿Sale corriendo o sigue corriendo? El mayor, el mayor de los dos, o tres, todas las familias acá son numerosas. Hablan a los gritos y se hacen amigos enseguida. Confianza y empatía. Yo trabajo en seguros, ¿y vos?; la vida en casa, después de todo no es tan mala, te acostumbrás; si Almeyda no ascendía a River me mudaba de planeta. El ruido de una silla que se arrastra, algunos pasos, un nombre, una voz descolorida que dice que seguro después de este fin de semana voy a demorar la idea de tener un hijo. Cuando logro contacto visual el niño gritón está a upa de una mujer que me sonríe. Le sonrío sin responder y bajo la vista. ¿Demoro la idea o demoro el hijo? No compartimos la mesa con nadie. La panera es toda para mí. Mastico treinta veces cada bocado. La saliva ayuda a la digestión. No hablo durante las comidas. Demoro la conversación, el silencio me ayuda a persistir en la masticación, la salivación, la medicina preventiva, consistente, los litros de jugos gástricos abrazando el pan hasta deshacerlo, el fermento de agua con harina que reciben hambrientos después de que mastico treinta veces. La comida está rica. Sí, mucho. No abundan los temas en común. Lo rico de la comida, lo frío de los pies, lo difícil de mi carácter, el futuro que sabemos no tendremos, la estabilidad que hemos conseguido. Suficiente. Queso y dulce de postre, uno arriba del otro, los unto en un pan, el último de la panera.
No puedo enumerar todo lo que comí, doy vueltas sin dormirme. Me duele la panza de tanto pan, de tantos panes multiplicados, me pregunto cuándo seremos compatibles, los fines de semana sirven para probar la vida conjunta, pequeñas muestras a escala de lo que podemos esperar de nuestra intimidad, de nuestros caracteres. Juntos somos aburridos, ¿no te parece? No hables masticando. Es que no sabés lo rico que es el pan. Somos la pareja sin hijos que habla del pan. Del sabor del pan para no hablar de otra cosa. Saboreo el pan mientras no puedo dormirme, mientras doy vueltas en la cama recordando el regreso en silencio, los otros autos de la autopista, la suerte que nos desearon al despedirnos, el secreto que le conté al perro lanudo después de besuquearle el pelaje y tirarle de las orejas. Antes de fin de mes me separo, Cacho. No voy a separarme antes de fin de mes. Es 22, domingo, en ocho días termina julio. Doy una vuelta más en la cama. Es la cama de la adolescencia, es la casa de madre, que mañana me va a despertar con olor a pan recién tostado porque cuando duermo en su casa recuperamos los rituales de la vida juntas. Doy vueltas en la cama de la adolescencia sin saber que voy a desayunar en lo de madre, con madre durante muchos días —meses— más. ¿Cuánto tardan en arreglar un caño de gas? Siento ansiedad, quiero deshacerme de la hinchazón del pan del fin de semana. Cuando despierte voy a sentirme mejor, me digo, y pienso que no es tan grave no cumplirle la promesa a un perro. Cuando despierte voy a ducharme, voy a sentir un nudo pesado en la parte baja del estómago y voy a rechazar el pan tostado que mamá puso en un plato chiquito, de postre. Voy a acariciar al gato, voy a darle queso crema con la misma cuchara con la que revolví el café, voy a prometerle que vamos a volver a casa pronto muy pronto, voy a besar a mi madre, voy a mandar un mensaje que diga buenos días, voy a elegir el camino de siempre, voy a mirar el reloj y saber que fallé en el cálculo, que estoy llegando tarde al trabajo. Todavía me siento pesada, los lunes en la oficina nos dan fideos, fideos largos que este lunes no van a caer sobre el colchón de pan que todavía sobrevive en mi estómago esa mañana. Beso a madre, adiós adiós, saludo desde afuera, madre mira por la ventana, como todas las mañanas, pero en general no tiene a quién despedir. El camino de siempre es el mismo del pasado, el que hago durante la visita, el camino que sé de memoria, en el que nunca ocurre nada inesperado. Camino con mi panza a cuestas, un lunes de sol, un trabajo nuevo, un novio gastado, como la suela de este zapato que ya no es el mismo, la intimidad se gasta o se agota o se aburre o te abandona, camino y me prometo pensar soluciones, camino por la vereda en la que pega el sol. Siento el ruido de los autos, motores y conversaciones y empujones, siento el sol en la cara, siento el sabor del pan de ayer en la boca, ahora ácido, cruzo la calle, entonces un golpe seco, algo que me empuja. Me retiene y me dispara, como una gomera. Salgo volando, me despego del suelo y vuelo, soy liviana, el pan es puro aire y yo también. Mirá esas manos aplastarlo, mirá el choque de esas manos que despiden harina en cada golpe, mirá el golpe, el golpe que se pegó esa chica. La caída contra el suelo como un bollo que se domestica al final del amasado, el cuerpo hecho un bollo, un bollito en el medio de la calle, el dolor en la panza, la tranquilidad del pan en la panza, los colores de los transeúntes, los autos y la ambulancia, los gritos de los que pasan y los que se quedan, la mano cálida y amorosa del bombero que acaricia mi frente, con gesto serio, y me dice que ahora tengo que acostarme ahí, en esa camilla, pero sin moverme, tranquila, quietita, eso, ayudame un poquito, ya casi, ya casi. No llores, me dice, pero a él no puedo decirle que me gusta llorar, fumar y comer pan, que lloro porque me gusta. Me pregunta qué siento, le digo que ganas, que miedo, que nada. No siento nada, le digo antes de callarme, antes de que me pida que me calle, no tengo que hablar ni hacer esfuerzo. Me tapa con una manta, como a un pan en el molde, esperando leudar y me dice que si cierro los ojos es mejor. Y ahora intemperie, horizontalidad, estática, inmovilidad. No era el pan lo de la noche, entonces, era inquietud lo de las vueltas, lo del insomnio y el malestar. Una inquietud de presagio.

2

Estoy en el aire, una sensación de cama elástica me asalta de repente y veo todo desde arriba: las cuatro esquinas de Juramento y Cuba, la plaza, el museo y su glorieta, el otro museo, rosa viejo y gastado. ¿Mis anteojos dónde están? Volaron. El lunes de finales de julio sigue soleado, el cielo celeste Tiffany. También voló mi cartera, escucho que las cosas que estaban adentro se desparraman, caen antes que yo. Lo último que vi antes de volar fue una mancha gris en movimiento, que venía hacia mí y traté de frenar con mi mano izquierda. Un mancha gris que me pasó de largo, un golpe a la altura de la cadera que me levantó del piso.
Quedé tirada con la cara y las manos contra el asfalto mojado; del resto no siento nada, estoy vestida de invierno y la ropa me cubre el resto del cuerpo. A simple vista no tengo raspones ni hay sangre. Muevo los dedos de los pies, no grito. Quiero levantarme y fracaso. Me tiemblan los brazos. Una pareja se agacha, ella me baja el vestido y él me da la mano, le pido que se quede conmigo. No le veo la cara.
Se hace un silencio durante unos segundos y después, como un bebé que nace ahogado y necesita de las palmadas de la partera para reaccionar, algo que no puedo controlar y no sé de dónde sale, empiezo a gritar, fuerte, grave, se me saltan las lágrimas. Me hacen preguntas que no puedo responder, tampoco tengo control sobre los gritos que son como una serpentina o como si llovieran sapos, pero esos gritos no son míos y algo me empieza a doler mucho, atrás, puedo articular, localizarlo y digo que es la espalda. Me duele la espalda, abajo, tal vez tan abajo que sea el culo, tal vez tanto que sea todo.
—¿Cómo te llamás, piba? ¿Te acordás tu número de DNI?
Apenas lo escucho le agarro la mano. Es un bombero gordo e impermeable el que me habla. Otros dos me suben a una tabla de madera, estiran mis piernas que están en posición fetal ah ah ah ah ah, tranquila flaca no pasa nada, no te pongas dura, y me atan.
—¿Alguien te tocó o te cambió de posición?
Me levantan apenas la cabeza para ponerme un cuello muy ancho. El bombero me dice que tiene que soltarme la mano para escribir, le pido que por favor no me suelte, miro alrededor y no hay nadie de quién agarrarme.
Una señora rubia se acerca y se agacha. Me acaricia la cabeza y el bombero aprovecha para soltarse. Todavía estoy en el piso. Nadie levantó la tabla. El bombero pide papeles. Me dice que hay una ambulancia en camino.
Un viejo de boina se levanta un poco el pantalón y se agacha al lado mío. Lo vi esperando el 60 antes de cruzar. Me mira preocupado.
—¿Cuántos dedos tengo?
Y la mano da vueltas, como si estuviera haciendo un truco de magia me muestra cuatro, dos, tres, los cinco dedos.
—Cuatro, dos, tres, cinco —le respondo siguiendo con atención el movimiento de su mano. No hay cosas más importantes que otras.
Cuando respondo correctamente, parece relajarse un poco. La señora rubia lo mira y, también ella más tranquila, me pregunta por mi familia.
No quiero que se enteren, tengo miedo de que se asusten y me reten, como cuando me golpeaba de chica.
—Piba, alguien tiene que saber adónde te estamos llevando. Dale algún teléfono a la señora. —La voz del bombero es inapelable. Yo soy la piba, me están llevando. Le hago caso y mientras le dicto el teléfono de la casa de mi mamá a la señora, escucho gritos desde atrás.
—¡Yo no hice nada! ¡Yo crucé bien! —Quise saber si hablaba sobre él, sobre mí, sobre el accidente. Me dijeron que no prestara atención.
Los bomberos habían detenido al conductor del auto, hablaban con él, le hacían preguntas. Él se negaba a responder. Lo escuchaba gritar, cerca pero no tanto. ¿Por qué gritaba? Quise verle la cara pero no pude. Quise pensar en una cara desde la voz y fracasé. Quise preguntarle a la señora rubia cómo era la persona que me había atropellado pero tuve vergüenza.
—Usted es un caradura y un animal. ¿Qué se piensa? ¿Qué todos somos tontos? Yo lo vi, estaba esperando el colectivo y lo vi. La chica venía lo más contenta cantando y usted le pasó por encima con el semáforo en rojo, así que a...

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